Conocí a Jessica en diciembre de 2012, en uno de mis viajes a Estados Unidos de Norteamérica.

Cuando tenía dieciocho años vivió una experiencia que no olvidará mientras viva. Y después tampoco…

He aquí una síntesis de los hechos:

—Yo vivía en 1996 en la ciudad de Pereira (Colombia)… Un día me asaltaron en plena calle… Trataron de robarme, pero me resistí… Una chica, entonces, me apuñaló por la espalda… Me metieron en una ambulancia y perdí el conocimiento… Entonces me vi en el techo de la ambulancia… Mi mejor amiga y el paramédico hablaban… Noté un intenso olor a flores… Finalmente me operaron y salí adelante… Y permanecí una semana en el hospital San Jorge… Al día siguiente de la operación empecé a verla…

Jessica me miró, algo aturdida. La tranquilicé. Llevaba cuarenta años escuchando experiencias similares.

—El caso es que todos los días —prosiguió—, y a la misma hora, a eso de las dos de la tarde, aparecía en la sala una monja… Caminaba hacia la ventana… Después giraba y se dirigía a los pies de mi cama… Allí permanecía una hora… Rezaba el rosario y me miraba… Después hacía el camino inverso y salía de la sala…

—¿Conocías a la monja?

—No. Pensé que podía tratarse de una monja del hospital… Pero había algo raro en aquellas «visitas».

—¿Por qué?

—En varias ocasiones, la monja coincidió con mi familia, pero nadie le prestaba atención… Sólo mi padre la vio.

—¿Te dijo algo?

—No. Llevaba un rosario en las manos y se limitaba a rezar y a mirarme… Bajaba los ojos hacia el rosario, rezaba, y después levantaba la vista, observándome… Así permanecía por espacio de una hora… A las tres se iba…

Solicité que hiciera una descripción de la monja.

—No era muy alta…

Jessica miró a Blanca y comentó:

—Algo más alta que ella…

Blanca mide 1,65 metros.

—Aparecía pálida, con ojeras, como si tuviera anemia… El rostro era ovalado… Tenía los ojos de color café… La mirada era muy apacible… Era delgada… Llevaba un hábito marrón y una toca negra, hacia atrás… El hábito subía hasta el cuello…

—¿Cómo era el rosario?

—Blanco, con una cruz metálica. Parecía nácar…

—¿Movía las cuentas?

—Sí. En la hora que permanecía a los pies de la cama le daba la vuelta completa al rosario…

—¿La viste mover los labios?

—Sí.

—Una hora es mucho tiempo. ¿Hizo algún gesto?

—De vez en cuando descargaba el peso del cuerpo de un pie a otro. Eso era todo.

—¿Se despedía al marchar?

—Tampoco. Caminaba en dirección a la ventana, giraba, y se dirigía a la puerta.

Solicité a Jessica que dibujara un plano de la habitación y que trazara el recorrido de la monja. Había entendido perfectamente. La monja, tanto al entrar en la sala, como al salir, llevaba a cabo una curva absurda e innecesaria. Pero guardé silencio.

—¿Cómo caminaba?

—Con pasos cortos y muy despacio.

—En la sala había otros enfermos. ¿La viste hablar con alguien?

—Con nadie.

—¿Era joven o mayor?

—De unos treinta y cinco años.

—¿Te llamó la atención algún otro detalle?

—Sí, cada vez que aparecía olía a flores. Era el mismo olor que noté en la ambulancia…

—¿Recuerdas si se colocó en otro lugar que no fuera a los pies de la cama?

—Siempre hacía el mismo recorrido y terminaba en el mismo punto. Nunca cambió de lugar.

—¿Bajó las manos en algún momento?

—Nunca. Siempre las llevaba a la altura del pecho, con el rosario entre los dedos.

—¿Parpadeaba?

—Sí.

Años después, en 2005, cuando Jessica residía en USA, sucedió algo que la dejó perpleja.

—Fui a una conferencia. Alguien hablaba sobre ángeles… Entonces se aproximó una señora y preguntó si creía en los santos… Señaló a mis espaldas y manifestó: «Tienes una monja a tu lado. Es tu protectora». Sacó una estampita y me la mostró… Quedé petrificada… ¡Era la monja que había visto en el hospital, en Colombia!…

Jessica me mostró la estampita. Era la imagen de Teresa Pazelli, también conocida como Teresita del Niño Jesús[40].

—¿Estás segura de que es la monja que te visitaba?

—Al cien por cien…

Estoy bien
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