Puede que esté equivocado. No sé…
En el asunto de los «resucitados», los testimonios de los médicos siempre me han parecido especialmente atractivos. Veamos uno que me impactó.
José Aldrich es un reconocido reumatólogo.
Vive en Estados Unidos de Norteamérica.
He sostenido con él numerosas conversaciones.
He aquí una síntesis de su especialísima vivencia:
—Mi padre —relató José— se llamaba José Joaquín Aldrich Fábregas. También era médico…
»Falleció el 6 de septiembre de 1998 a las cinco y media de la madrugada…
»Yo estaba con él…
»La causa de la muerte fue una arritmia cardíaca…
»Ese día, más o menos hacia las doce de la mañana, cuando acompañábamos a mi madre en su casa, él, mi padre, se presentó…
»Mi madre se sintió cansada y decidió sentarse en un banco…
»Nos hallábamos en un corredor acristalado…
»Entonces, en la calle, vi una gran luminosidad…
»Era una especie de media naranja de color blanco, muy intenso…
»Se hallaba en el suelo…
»Podía medir cuatro o cinco metros de diámetro y tres de alto…
»Estaba muy cerca del corredor…
»Y allí descubrí a mi padre, entre la semiesfera y los cristales del corredor…
»Me miraba…
»Yo quedé perplejo. Hacía siete horas que había muerto…
»Se le veía feliz…
»Levantó el brazo izquierdo y me lanzó un beso…
»Yo me froté los ojos, pensando que veía visiones, pero no. Aquello era real…
»Después alzó el brazo derecho, despidiéndose…
»Dio media vuelta y se dirigió hacia la cúpula luminosa…
»Ahí desapareció…
—Vayamos por partes —le interrumpí—. ¿Cómo era la media naranja?
—Luminosa, de un blanco fuerte, pero se podía mirar sin que lastimase los ojos.
Solicité de nuevo las dimensiones y Aldrich repitió lo ya dicho: cuatro o cinco metros de diámetro y otros tres de altura, aproximadamente. El padre se hallaba a cinco metros de José.
Le pedí que dibujara el corredor y la posición de la «media luna», así como la ubicación del padre. Como ya he dicho, sólo comprendo lo que puedo dibujar…
—Era una cúpula (?) muy singular —añadió Aldrich—. Era opaca. No se veía a través de ella. Detrás había coches aparcados, pero no se distinguían.
El médico buscó un símil.
—Parecía agua sólida. ¿Recuerdas la película Stargate?
—Sí.
—Pues eso… Era como un sólido acuoso.
—¿Qué impresión te produjo?
—No lo interpreté como un vehículo. Más bien me pareció una «puerta»… Una forma de pasar de un lado a otro.
—¿Estás pensando en otra dimensión?
—Sí.
—Empecemos de nuevo. Tu padre había fallecido y tú te encontrabas en la casa de tu madre…
—En efecto. Mami sufría un severo Alzheimer. Mis hermanos y yo estábamos acompañándola. Y a eso de las doce o doce y media, cuando cruzábamos por el referido pasillo acristalado, mi madre se sintió cansada y optó por sentarse en un banco.
—¿Llovía?
—No, pero el cielo presentaba nubes altas, de tormenta. Fue en esos momentos, al sentarse, cuando vi la seminaranja. Estaba muy cerca de la casa. Y allí, entre la cúpula luminosa y el corredor, se presentó mi padre…
—Murió a las cinco y media de la madrugada…
—Así es. Yo estaba con él. Y lo acompañé hasta las ocho de la mañana.
—Y dices que tu padre estaba feliz…
—Tenía una sonrisa enorme, como si fuera el día más feliz de su vida.
Aldrich pensó lo que iba a decir y lo manifestó con total seguridad:
—Si algo me ha dado tranquilidad fue esa cara de felicidad. Lo tenía todo: belleza, amor, paz… Lo siento: no sé describírtelo.
—¿En qué momento lo viste por primera vez?
—Cuando ayudaba a mi madre a sentarse. Como te digo, me froté los ojos. Allí estaba, al otro lado de los cristales, mirándome. Tenía los brazos caídos y la mano izquierda sobre la derecha. La sonrisa era pícara, como el que sabe que va a dar una sorpresa…
—Háblame de su aspecto.
—Representaba unos cuarenta y cinco años. Mi padre tenía ochenta y dos cuando falleció. Lo vi en plena forma. Pelo negro, con algunas canas, bigote, ligeramente blanco, y la dentadura perfecta; la suya…
—No entiendo.
—Al morir, mi padre usaba dentadura postiza. No había separación entre los dientes. Cuando lo vi, después de muerto, sí existían esas separaciones. La dentadura, por tanto, era la suya.
—¿Cómo vestía?
—Llevaba un polo blanco, de manga corta, con cuello y botones. El pantalón era beige, con tirantes. Eran los tirantes habituales, muy llamativos: rojos (color vino), de cuatro o cinco centímetros de anchura, y bandas exteriores también color beige.
—¿Usaba tirantes a los cuarenta y cinco años?
—No. Eso me extrañó. Empezó a utilizarlos a los setenta, cuando empezó a perder peso.
—¿Y los zapatos?
—Negros, tipo mocasín, con calcetines blancos.
—¿Hubo algo en la indumentaria que te llamara la atención?
—Además de los tirantes, el polo. Él no usaba prendas que no tuvieran bolsillos. Le gustaba cargar una pluma… Y otro detalle: la ropa aparecía muy bien planchada. Eso no era habitual en él. Era muy descuidado.
—¿Dirías que, físicamente, estaba en lo mejor?
—Sin lugar a dudas. Y también mentalmente.
—¿Llevaba alguna joya?
—No vi la cadena que colgaba habitualmente de su cuello. Era una imagen de la Virgen del Carmen. Sí observé el reloj de pulsera en la muñeca izquierda, como siempre.
—¿Alianza?
—Creo que no la tenía.
—¿Cómo era la textura de la piel?
—La que corresponde a una edad de cuarenta y cinco años.
Aldrich recordó otro dato; algo que consideró interesante:
—No daban sombras…
—¿Quién?
—Él y la cúpula. Ninguno de los dos daba sombra.
—¿Y qué pasó?
—Mientras yo me frotaba los ojos, él giró ligeramente hacia su derecha, levantó la mano izquierda y me lanzó un beso.
—¿Era un gesto habitual en él?
—No. Conmigo sólo lo hizo una vez: cuando yo marchaba de Cuba. Después, como te dije, alzó el brazo derecho y se despidió. Dio media vuelta y caminó hacia la media naranja luminosa. Y desapareció.
—¿Se introdujo en la cúpula luminosa?
El doctor dudó.
—No estoy seguro. Al entrar (?), él desapareció, y la media luna se hizo más pequeña o se fue tras mi padre. No sé concretarlo.
—Tus hermanos estaban allí. Y también tu madre. ¿Alguien vio algo?
—Que yo sepa no. Nadie dijo nada, y yo tampoco. Mi hermano sí recuerda que le llamó la atención la manera de frotarme los ojos.
—¿Cuánto pudo durar la visión?
Alrededor de veinte segundos.
—¿Dirías que tu padre sigue vivo?
—Con absoluta certeza.
A las dos semanas de la muerte de su padre, el doctor Aldrich regresó a su clínica. Y sucedió algo no menos sorprendente:
—Recibí a una paciente —resumió el doctor—. La atendí y, al marcharse, observé que lloraba…
»Me dejó preocupado…
»Esa misma tarde la llamé por teléfono y pregunté qué le sucedía…
»La mujer explicó que, durante la consulta, había visto a un hombre junto a mí…
»En la consulta estaba solo. Nadie me acompañaba…
»Pero ella insistió…
»Y le pedí que lo describiera…
»Dibujó a mi padre, tal y como yo lo había visto desde la casa de mi madre…
»Habló, incluso, de los tirantes color vino…
»Casi se me cayó el teléfono…