El 24 de septiembre de 2001 recibí una extensa carta. Procedía de Barcelona (España) y la firmaba Dolores Heredia. Me enganchó. En ella contaba parte de las singulares experiencias vividas a lo largo de su vida.

El arranque de la misiva decía así:

Estimado Sr.: tengo la esperanza de haber podido, por fin, contactar con ud.

Asimismo espero que esta carta sea leída por ud. y no por una secretaria[20].

Creo que alguien que no sea ud. no tendrá la suficiente sensibilidad o agudeza profesional como para entender que lo que quiero, y por algún motivo necesito contarle, es absolutamente cierto.

Actualmente tengo cuarenta y un años y desde los veinticinco trato de ponerme en contacto con ud.

Nunca pude conseguirlo, pero «algo» me hacía insistir de tanto en tanto.

Es sumamente difícil conseguir su dirección en redacciones de revistas. Es imposible, y lo comprendo pero, para mí, era una necesidad conseguirla. Y por fin llega su Apdo. de Correos en su libro Mis ovnis favoritos[21].

Mi padre me lo dio ayer mismo con una sonrisa y me dijo que, al final del libro, me encontraría con una agradable sorpresa largamente esperada.

Después de tantos años queriendo compartir mis experiencias con ud. ahora no me resulta nada fácil empezar…

En la carta, en fin, como digo, Lola hacía un resumen de dichas experiencias. Leí, asombrado y, siguiendo la costumbre, guardé los once folios en la «nevera»[22].

Allí permanecieron once años…

Cuando el Destino lo estimó oportuno —un 14 de octubre de 2012— viajé a Barcelona y me entrevisté con la paciente y bondadosa Lola Heredia. La mujer ratificó, punto por punto, cuanto había escrito con anterioridad.

No tuve duda. Lo narrado por Lola era cierto.

Empezaré por una de las experiencias:

—Yo tenía un tío, hermano de mi padre. Se llamaba Manuel Heredia Sierra. En la primavera de 1980 decidió viajar a Nueva York. Buscaba trabajo. Y se alojó en casa de su hermano Miguel…

»Total —prosiguió Lola—, un mal día se subió a una escalera para cambiar una bombilla y le dio algo… Cayó y tuvieron que llevarlo al hospital… dijeron que fue una trombosis. El asunto terminó en muerte cerebral y los médicos aconsejaron que fuera desenchufado de la máquina…

»Así las cosas, en la mañana del 24 de septiembre de ese año, 1980, hacia la una, yo me hallaba en la casa de mis padres, en Hospitalet (Barcelona). Mi madre había salido a comprar… Estaba sola en el piso, con una perrita a la que llamábamos Laika… Y sucedió algo raro… Laika empezó a ladrar… Yo, entonces, sentí frío… Un frío de nieve, muy intenso…

—¿Era septiembre?

—Sí, el 24… Laika dejó de ladrar y saltó a lo alto del sofá… Allí se acurrucó…

—¿Seguía la sensación de frío?

—Sí. Era impropio de esa época del año… Se metía hasta en los huesos… Entonces empecé a ver unas zapatillas deportivas…, en el suelo… Después aparecieron unos pantalones vaqueros y, finalmente, una camisa de manga larga, de color verde, con cuadritos… ¡Era una camisa de mi propiedad! ¡Era mía!… Después vi la cabeza… ¡Era mi tío Manolo!

»Traté de levantarme del sofá y él hizo un gesto, con la mano derecha, haciéndome ver que no me acercara.

—¿Cómo fue ese gesto?

—Alzó la mano, deteniéndome… Algo así como si dijera: «No me toques».

—¿A qué distancia se hallaba?

—Poco más o menos, a tres metros.

—¿Lo veías bien?

—Con total claridad… Y le dije: «Manolo, ¿qué haces aquí?… Tú estás en América, muriéndote…».

»Él respondió: “Tranquila. Estoy aquí para despedirme de ti… ¿Tú me ves muerto?… Estoy vivo… Estoy bien”.

»Intenté levantarme de nuevo. Quería abrazarlo y besarlo. Nos queríamos mucho. Nos llevábamos de maravilla…

»No lo permitió. Alzó la mano otra vez y me detuvo.

—¿Retrocedió él?

—No. Siempre permaneció en el mismo lugar. Yo, entonces, le dije:

»—Déjame darte un beso…

»—No, no puedes —respondió.

»—Pues dámelo tú.

»—No puedo. Aún no he llegado donde tengo que ir…

»Y añadió:

»—Quiero despedirme de ti y que sepas que estoy vivo, que estoy bien y tranquilo… No sufras… No llores ni tengas pena… ¡y vive!

»—Pero ya no te veré más…

»—Me verás… Estés donde estés, y con quien estés, siempre estaré contigo… Ahora te quiero más y mejor que antes… No tengo tiempo. Debo irme ya… Debo irme ya…

»Y desapareció… Fue tan real…

—¿Cómo reaccionó la perra?

—Estaba como dormida. No se movió del sofá. Después, al marcharse Manolo, se fue al balcón, su lugar habitual.

—¿Qué aspecto presentaba tu tío?

—Normal. No tuve miedo, inexplicablemente. No sé cómo decir esto: en esos momentos supe que mi tío estaba muerto…

Al poco regresó la madre. Lola, nerviosa, contó lo que había visto.

—No me creyó…

Ese 24 de septiembre, hacia las nueve de la noche, sonó el teléfono. Se puso Lola. Hablaban desde Nueva York. El padre le comunicó el fallecimiento de Manolo.

—¿Por qué crees que ordenó que no te acercaras a él?

—No lo sé…[23]

—¿Reconociste la voz?

—Sí, era la suya, y también la mirada y la sonrisa. Habitualmente, en vida, eran pícaras. Esta vez fue una mirada y una sonrisa llenas de paz y de dulzura… Me sentí muy bien.

Según Lola, su tío hablaba, pero no movía los labios. Y recalcó algo que estimó importante:

—Puso especial énfasis al pronunciar (?) las palabras «¿Tú me ves muerto?»… «Estoy bien» y «Siempre estaré contigo».

Manuel Heredia Sierra murió a los veintiocho años de edad. Lola, entonces, tenía veinte.

—Pasé meses enfadada con el mundo —prosiguió Lola—. No comprendía nada de nada… Hasta que un día (una noche, para ser exactos) lo vi en sueños. Me llevó lejos… Cada noche lo esperaba, feliz… Pero un día me dijo que no podía volver… Tenía que continuar su camino… Me negué y él replicó: «Ya no soy como era… Debo seguir». Yo me empeñé en que volviera y entonces escuché su voz, pero rara y lejana. Preguntó: «¿Tendré que mostrarte cómo está ahora quien tú conocías como Manolo?» y su cara fue cambiando…

»Yo insistí: “Por favor, sólo quiero que sigas conmigo”.

»La voz repitió: “No puedo. Debo seguir. Lo siento…”.

Estoy bien
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