Con la historia de Manuel Gago sucedió como en otras ocasiones. Primero recibí una carta. Aparecía fechada el 16 de enero del año 2000. Esperé. Practiqué la técnica de la «nevera» y dio resultado.
Aquella primera misiva decía así:
Querido amigo:
No te conozco sino a través de tus libros y, sin embargo, el encabezamiento de esta carta es totalmente sincero…
Te escribo porque hoy he sentido una intuición que me ha llevado a ello…
Acabo de «devorar» Hermón. Caballo de Troya 6. Fabuloso, en especial las cuatro semanas de convivencia con el Maestro, las palabras de Éste a Jasón y Eliseo…
No voy a preguntar por las fuentes que inspiran tu trabajo. Esto te pertenece sólo a ti, pero… ¿y la documentación científica? ¿Cómo es posible abarcar tanto?
He leído los seis libros de Caballo de Troya y en muchas ocasiones, al aparecer el Maestro, he sentido escalofríos…, de cariño hacia Él.
No quiero cansarte o aburrirte, sino hacerte partícipe de una experiencia que, hasta ahora, no he podido compartir con nadie, ni siquiera con mis familiares más directos. He aquí, muy sintetizada, la «historia»:
Nací el 20 de febrero de 1949 (estoy nervioso y la pluma se me «va») y desde que tuve conciencia fui raro, excesivamente «delicado», asustadizo y asustado… Bueno, no. Esto sucedió cuando vino al mundo mi hermano Miguel; todo cambió para mí. El mundo que había sido de radiantes colores pasó a ser blanco y negro… Y así siguió durante muchos años.
En el colegio de los Hermanos Maristas de Valencia oí hablar, por primera vez, de Jesús de Nazaret (sigo nervioso) y cuáles fueron mis primeros razonamientos al respecto… Éstos: ¿cómo era posible que aquellos «hermanos» predicasen las maravillas de Jesús y ellos fueran tan malos?
Las respuestas vendrían con los años, la experiencia y la inteligencia que me fue concedida.
El caso es que, al nacer mi hermano, con el que me llevo tres años y medio, mi madre se desentendió emocionalmente de mí y me convertí en un niño deprimido, vergonzoso y apático. Ese «despojo» lo recogió mi padre, que trabajaba en casa y en su estudio (habitación-estudio) pasaba yo mi tiempo cuando no estaba en compañía de los terroríficos HH. Maristas… En definitiva, busqué refugio en él y él me acogió. Y así pasaron muchos años.
Cuando era ya una ruina, en cuanto a mi grado de adaptación social y a la capacidad laboral se refiere, mi padre falleció. Fue el 29 de diciembre de 1980[37].
El mundo se hundió.
Estaba solo.
Mi soporte se había ido para siempre.
Me llamaron de la editorial para la que mi padre había trabajado y me encomendaron que continuara las Nuevas aventuras del guerrero del antifaz, que mi padre dejó inacabadas.
Acepté y escribí y dibujé seis horrorosos episodios que vieron la luz en 1995…
El 2 de julio de 1981 me casé con una persona que, como yo, aunque por otras razones, era desgraciada.
Pues bien, la noche del 12 de febrero de 1982 me acosté junto a ella con la firme determinación de que al día siguiente, nada más salir a la calle, buscaría un abogado para tramitar la separación y el divorcio.
Pero, nada más despertar, mi esposa, a mi lado, me dijo textualmente:
—He pasado la noche hablando con tu padre.
Pensé que había sido un sueño, pero no…
Y ella prosiguió:
—Me desperté y lo vi sentado al pie de la cama…
»Sonreía y preguntó:
»—Sabes quién soy, ¿verdad?
»—Sí —respondí—, el padre de Manolo…
»Entonces rodeó la cama, se agachó y te dio un beso…
»Después me dijo que saliéramos, para no despertarte…
»Y nos fuimos al salón…
»Allí hablamos…
Lola, mi esposa, continuó así:
—Le pregunté si quería un café y contestó que no, pero que sí bebería un vaso de agua…
»Fui a la cocina y se lo llevé…
»Bebió y estuvimos conversando…
»Parecía cansado. Se quitaba las gafas y se las volvía a poner. Se frotaba mucho los ojos…
»Pregunté que cómo estaba y dijo que bien (mejor que antes), pero que aún le faltaban cosas…
»—¿Qué cosas?
»Él me miró y respondió:
»—Algún día todos estaremos muy bien…
»Esto lo dijo riéndose, como si no pudiera decir nada más…
El mensaje —prosigue Manuel Gago en su carta— era para mí. Lola sólo hacía de receptora-transmisora. Ella casi no entendió lo que mi padre terrenal le transmitió, pero yo sentí escalofríos porque las cosas que dijo sólo las conocía yo…
El temblor y la alegría me inundaron. Y pregunté a mi mujer:
—¿Y cómo es que no me he despertado? ¿No habéis encendido la luz?
—No hacía falta —respondió Lola—. Él llevaba su propia luz…
Al estar implicadas otras personas en este «suceso» no puedo (por el momento) relatar el contenido íntimo del mismo. Tan sólo expresaré ya, para finalizar, la «despedida». Fue así:
—Bueno, se me ha hecho muy tarde y me tengo que ir —manifestó mi padre.
»En cuanto te despiertes, dile a Manolo todo lo que te he dicho. Tú lo vas a olvidar muy pronto, pero él se acordará toda la vida.
—¿Quieres que te acompañe hasta la puerta? —preguntó Lola.
—No, no hace falta. Conozco el camino… Acuéstate. Ahora va a venir tu abuela.
Sonrió. Dijo adiós con la mano y desapareció.
Lola me dijo que, poco después, llegó su abuela, pero que no le dijo casi nada; que conocía a mi padre, que había tardado más porque ella estaba más lejos…, y que hay quien nace con estrella y quien nace estrellado.
A partir de ahí, mi vida cambió…
Lola no quiere oír hablar de «aquello»…
O sea, de divorcio nada. Sigo casado con ella. La quiero y he aprendido a tener paciencia (casi infinita). Dejé de ser una ruina social. Estudié Magisterio, a pesar de mis treinta y tres años…
Aquella aparición, los incompletísimos evangelios, tus libros, otros libros que hablan del Maestro, de nuestro Maestro, el cariño que me tienen mis alumnos, el que yo les tengo a ellos, y la «chispa» de Ab-bã me sostienen y animan y dan sentido a mi vida…
A esta carta le siguieron otras.
Finalmente, en octubre de 2012, cuando estimé que había transcurrido el tiempo adecuado, me trasladé a Valencia y sostuve una larga conversación con Lola y Manuel Gago.
La esposa confirmó la experiencia y aportó algunos valiosos detalles. A saber:
1. La aparición no fue un sueño. Fue real.
2. Lo que despertó a la mujer fue una luz en la habitación. La luz partía del cuerpo del fallecido.
3. Tras besar al hijo se dirigieron al salón.
4. Ella fumó sin cesar. A la mañana siguiente contaron las colillas: siete. Eso significaba unas dos horas, en tiempo real. El cenicero debería estar vacío (lo limpiaban antes de acostarse).
5. El padre de Manuel Gago bebía el agua a pequeños sorbos. Después depositaba el vaso en la mesita. Las posibles huellas dactilares no fueron analizadas.
6. La luz que emitía el personaje se reflejaba en los cristales de sus lentes.
7. Al despedirse, el «resucitado» dio unas palmaditas en el brazo de la mujer. Lola lo sintió como algo físico.
8. La mujer conocía a su suegro por fotografías. Las gafas que portaba en esta ocasión eran distintas a las que había visto.