En el DF mexicano, cualquier cosa que uno pueda imaginar, ya ha sucedido.
Tampoco es de extrañar. La capital de México es la más populosa del mundo: 28 millones de habitantes…
La doctora Sobrado, sin embargo, al referir su experiencia, sigue estremeciéndose. No es para menos…
Me reuní con ella el 28 de noviembre del año 2000. Hacía tiempo que sabía de su caso, pero el Destino decidió cuándo y de qué manera…
Éste fue su testimonio:
—Sucedió poco antes de la Navidad de 1980.
Oscurecía…
Terminé las clases, en la universidad, y monté en mi auto, dispuesta a regresar a casa…
Era un día desapacible. Llovía…
Yo, entonces, vivía cerca de la universidad —la UIA—. A cosa de veinte minutos…
Pero, al entrar en la avenida de las Torres, el carro falló…
Lo orillé, me bajé, e intenté ponerlo en marcha. Fue inútil…
El carro estaba descompuesto…
Pasaron quince o veinte minutos…
Me estaba mojando…
Así que decidí pedir un aventón…[38]
Me situé en la isleta central de la avenida e intenté que alguien parara…
Al poco se detuvo un auto. Viajaban cinco hombres, mayores…
Prometieron regresar en cinco minutos…
Y en eso paró otro vehículo…
Se detuvo en el carril de alta velocidad…
Manejaba una mujer…
Bajó la ventanilla y ordenó:
—¡Súbete!…
Le dije que esperaba al otro carro, pero la señora insistió, y muy autoritariamente:
—¡Sube de una vez!…
No sé por qué, la situación me pareció rara…
Pero hice caso y me acomodé en el asiento de atrás…
La mujer manejaba, como te digo, pero, al lado, en el asiento del copiloto, viajaba un hombre mayor…
Arrancó y la mujer empezó a regañarme…
Yo estaba asombrada…
¿Cómo sabía que se me había estropeado el auto? Yo no dije nada…
Era la primera vez que los veía…
Me regañó también por haber parado al auto con los cinco hombres…
Entonces dijo:
—Yo te llevo a tu casa…
Preguntó dónde vivía y yo se lo dije…
Después pregunté yo. La señora dijo que era médico…
Y hablamos un rato…
Le dije que estaba estudiando en la universidad y, en un momento determinado, quise darle la mano…
Sencillamente, quería ser cortés…
Ella respondió con cierta brusquedad:
—¡No me toques!
Y no la toqué, por supuesto…
La doctora me miraba por el espejo retrovisor…
El señor mayor no decía nada…
Entonces traté de hacer algunas preguntas, pero se negó a contestar…
Nos detuvimos en varios semáforos y, finalmente, llegamos a mi casa…
Le pedí una tarjeta, pero dijo que no tenía…
Y exclamó:
—Apunta mi nombre y mi dirección…
Así lo hice…
Me bajé del coche y nos despedimos…
Ella arrancó y se perdió en la noche…
Al día siguiente, por puro agradecimiento, acudí a la dirección que me había proporcionado…
En la casa no respondía nadie…
Al insistir abrió una vecina…
Le dije que buscaba a la doctora y la señora se quedó muy extrañada…
—¿Para qué la quiere? —preguntó…
Le expliqué lo sucedido la noche anterior y la mujer, perpleja, comentó:
—La doctora murió hace siete años…
A pesar del susto hice averiguaciones…
La médico, en efecto, había fallecido años atrás…