La carta de María V. Almonte me sacudió. La leí de un tirón.

Fue escrita el 29 de julio de 2008.

Decía así:

Estimado Sr. Benítez:

Después de desear que tenga usted un hermoso día junto a sus seres queridos quiero agradecerle el detalle que ha tenido para conmigo y, al mismo tiempo, reiterar el papel tan importante que usted ha jugado en mi vida… Gracias por presentarme a ese Jesús de Nazaret que mi corazón ya intuía y por mostrarme al Padre Azul…

Sin más preámbulo intentaré explicar la experiencia que tuve con mi madre. Por lo cual tendré que hacer un poco de historia para que le pueda encontrar sentido a dicha experiencia.

Soy la menor de siete hermanos, a los que sumo, más tarde, una hermana adoptiva. Nací en el seno de una familia humilde, católica y de padres con ningún estudio. Además no fui una hija deseada ni esperada, ya que mi madre era mayor y menopáusica cuando tuvo la desagradable noticia de un nuevo embarazo. Diríamos que comencé con mal pie.

Desde mi más tierna infancia sabía distinguir la importancia del amor y de la familia. Por eso mi padre se convirtió en una de las personas que más quise. Mi madre se empeñó en lograr que en mí nacieran sentimientos opuestos hacia ella.

Cuando tomé conciencia de la situación me refugié en los estudios y en la lectura y creé un mundo hecho a mi medida para poder llevar el día a día, ya que mi hogar era un campo de batalla un día sí y el otro también. Mi padre adoptó una postura pasiva y dejó a mi madre hacer. Esto provocó la guerra entre hermanos, ya que una parte era blanca (por mi madre) y la otra negra (por mi padre). Nos dividimos en dos bandos. Blancos contra negros.

A pesar del ambiente de violencia y desamor que vivía, yo luchaba para no convertirme en una persona desagradable y amargada.

Al pasar el tiempo y ver que no cambiaba la situación, yo seguía soñando, y guardaba la esperanza de escapar algún día.

Terminé el bachillerato y me puse a trabajar, con el fin de permanecer el menor tiempo posible en la casa. Mi madre había establecido una ley: con ella o contra ella. Mis hermanos eligieron lo más cómodo. Decían sí a todo. Eso me colocó en una postura difícil porque yo seguía solicitando explicaciones a todo. Y la batalla cambió: yo contra todos. Y fue a más. Mi madre siguió aferrada a las normas de la iglesia, y a las suyas propias, y mi situación fue empeorando y empeorando. Pero lo peor estaba por llegar.

Me quedé embarazada, sin buscarlo ni desearlo.

Y me prometí a mí misma que no haría con mi bebé lo que mi madre había hecho conmigo.

Resistí como pude hasta que nació mi niña. Todo iba a peor.

Mi padre, el único que me ayudaba, murió. Y con él desapareció toda esperanza de sobrevivir en esa familia. Con mi padre muerto, sin un padre para mi hija, sin trabajo, y sin familia, un buen día llegó mi madre con la «buena noticia». El cura de la parroquia le había dicho que yo no podía seguir viviendo (en pecado) en esa casa, y mucho menos junto a mi madre, que pertenecía a las hijas de María. Tras una fuerte discusión, a las diez de la noche me vi en la calle y con un bebé.

Le aseguro que odié a la iglesia, a mi madre y a mis hermanos. No podía entender por qué eran tan crueles conmigo. Lo peor es que ella no era así con los demás. Era una mujer maravillosa. Lo daba todo por los vecinos.

Pasaron muchas cosas por mi cabeza, incluido el suicidio.

Pero miré la carita de mi hija y me dije: «No, eso es lo que ellos quieren… Saldré adelante».

Llamé a una amiga y me acogió en su casa. Ella cuidó de mi hija y me puse a trabajar. Reuní dinero y me fui a Barcelona. No conocía a nadie pero salí adelante. Hoy miro atrás y no puedo creer lo que hice. Pero aquí estoy, con una hija maravillosa y el compañero ideal. Parecía que la vida, al fin, me sonreía. Pero la distancia no logró aplacar a mi familia.

Todo lo contrario. Comenzó el chantaje emocional. Sólo querían dinero. Y yo, como el odio me dura poco, lo dejaba pasar y lo olvidaba. Pero llegamos a una situación insostenible. Me cansé de trabajar para ellos. Me cansé de las mentiras de mi madre. Me cansé de enviar dinero. Un día le dije de todo: ella nunca había sido mi madre; le pedí que me dejara en paz y que se olvidara de mí. Rompí toda relación, aunque continué enviándole dinero a través de una hermana que vive en Nueva York. Mi madre nunca lo supo.

Pero no podía olvidar. Me dolía demasiado lo que había hecho. No entendía. Intenté recuperarme. Fui a los psicólogos. Nada. Tenía un gran vacío en mi vida y no lograba llenarlo. Entonces comencé a buscar a Dios, pero tampoco lo encontraba. No sabía dónde buscar. Escuché a mucha gente que predicaba, y que decía que estaban con Él, pero ninguno me llegó. Mi angustia creció. Sólo hallé alivio en los libros.

Mi marido, como yo, es amante de la lectura. Siempre procuramos tener un par de libros en la reserva… En verano, en el año 2000, vi que empezó a leer un libro. Le pregunté de qué trataba y me lo mostró: Jerusalén. Caballo de Troya. Y yo comenté: «Tú y tus gladiadores…». Me habló entonces del contenido del libro, pero no le hice caso. Unas semanas más tarde no tenía nada que leer y eché un vistazo a Caballo de Troya… No pude soltarlo. Cuando acudí a la estantería para buscar el segundo, yo sabía que aquellos libros marcarían mi vida… Y así fue… Los «Caballos» me sacudieron. A cada página se fue llenando el vacío que sentía. Lo comprendí todo. Lo había encontrado. Era lo que mi alma necesitaba. Por fin estaba frente al Padre. Sabía que reconocería la verdad cuando la tuviera delante.

Mi vida cambió. Los viejos fantasmas comenzaban a alejarse. Entendí tantas cosas que era imposible asimilarlas de golpe.

Quise enterrar el hacha de guerra con mi familia y, sobre todo, con mi madre. Sentía amor y me veía preparada para entenderla. Pero me equivoqué otra vez. Yo sí había entendido. Ella no. Y volví a poner distancia entre ambas, aunque yo ya no sufría tanto. Yo estaba llena de amor. Estaba en paz. La falta de amor de mi madre fue sustituida por el amor del Padre. Eso es lo más importante. Él me amaba y me amará siempre.

En abril de 2006 recibí una llamada de mi hermana, la que vive en Nueva York. Mi madre había empeorado.

A mediados de agosto de ese año hablé con ella. Su voz había cambiado. Hablamos un rato y, al colgar el teléfono, supe que le quedaba poco.

Hice las maletas y viajé a Santiago, en la República Dominicana. Fue un 28 de agosto de 2006. Al entrar en la que había sido mi casa sentí una extraña sensación. Me encontré frente a mi madre y la miré a los ojos. Supe que era otra mujer. La abracé muy fuerte, y ella a mí. Y lloramos. Por fin me abrazaba mi madre. Se acababa una guerra de muchos años y, sobre todo, el Padre estaba en ella. Los días siguientes los dediqué a llevarla al médico. Y cuidé de ella. Estábamos solas. Mis hermanos se negaron a entrar en la casa porque mi presencia seguía molestándoles.

Una tarde, después de la siesta, nos fuimos al balcón. Preparé café y nos pusimos a conversar. Me preguntó sobre el libro que traía conmigo, y le hablé de él. Era A 33.000 pies. Se lo leí entero y me sorprendió: lo entendía, lo razonaba, y nos reímos a carcajadas con las ocurrencias del Abuelo. Para ella fue algo divino saber que existía otra cara de Dios, y le gustaba esa nueva cara. Mi madre, como le dije, era de iglesia, de santos y de rezos diarios.

El cambio que se produjo en ella fue increíble. Mandó tirar los santos y figuras que tenía en la casa. De no haberlo visto no lo hubiera creído.

Insistía para que le hablara de la muerte y del «despertar», del que se habla en A 33.000 pies. Lo del «gran show» le encantó.

Y esa tarde confesó que había cometido muchos errores y que lo sentía.

Pasamos una semana maravillosa.

Cuando llegó el tiempo de despedirnos le recordé, entre otras cosas, que «para morir sólo se necesita un poco de confianza». Ella sonrió y dijo que sí.

Su salud iba a peor.

El 2 de febrero de 2007 me hallaba en Barcelona. Estábamos comiendo. De pronto oí la voz de mi madre. Me llamaba. Solté el tenedor y me fui al teléfono. Me puse muy nerviosa. No atinaba con el número. Y comencé a llorar. Mi marido trató de tranquilizarme. Conseguí, al fin, hablar con la casa, en Santiago, y mi cuñada anunció que, en esos momentos, iban para el hospital. Mi madre estaba muy mal.

Llegué a Santiago el 3 de febrero. Le pregunté a mi madre si estaba preparada para el gran momento. Dijo que sí.

A la mañana siguiente, al despertar, anunció que era el día.

Le hice el desayuno. Era la primera vez que estábamos todos los hermanos juntos.

Le pregunté si deseaba un cura. Dijo que no. ¡Santo Dios! Oír algo así de mi madre sí era un milagro.

Hacia las siete de la tarde comprendí que su hora había llegado. Escuché cómo hablaba con sus familiares muertos… Los llamaba por sus nombres y les decía: «Pero ¿qué haces tú aquí?… Tú estás muerto… Sí, claro, lo comprendo… De acuerdo… Sí, lo sé… Muy bien… ¿Y los demás también han venido a eso?».

Después se despidió de todos… Yo le cogí la mano y le dije: «Mamá, ya está todo hecho. No se preocupe y no tema. Él le esperará… Cuando despierte del sueño de la muerte, si ve a papá, dígale que le quiero mucho, y si el Jefe le da permiso, venga y dígame algo… Dígame si mis creencias se acercan un poco a la verdad, si mi forma de ser debo cambiarla… Dígame si debo hacer caso a mi corazón o al cerebro».

Apretó mi mano y murió.

En todo momento supe lo que tenía que hacer, desde prepararla a maquillarla… Mis hermanas sólo se dedicaron a llorar… Cuando la maquillaba sentí una brisa que pasó por mi cara y por mi cuello…

En el funeral que se hizo en la casa leí un párrafo de A 33.000 pies. Mi alma no sentía tristeza. Le canté una canción a todo pulmón y lloré, pero de alegría. Mi madre ya iba hacia el Padre…

Regresé a Barcelona y en marzo de 2008, al año de su muerte, tuve una asombrosa experiencia…

Quizá fue un sueño. No lo sé…

Estaba en la cama, leyendo. Me quedé dormida y, pasados unos minutos, sentí que alguien se sentaba en la cama… Me sobresalté.

Entonces la vi. ¡Era mi madre!… Estaba hermosísima y muy joven… Emitía una preciosa luz… En sus ojos sólo había paz y amor… Toda ella era luz. Era materia y luz al mismo tiempo… No sé cómo explicarlo…

Y le dije:

—Mamá, ¿qué hace aquí?

Ella replicó, con una sonrisa:

—Tú me dijiste que cuando despertara del sueño de la muerte viniera a verte…, y aquí estoy.

—Está hermosa —le dije. Y pregunté—: ¿Cómo es aquello?

—Sólo estoy autorizada a decirte que donde estoy es parecido a aquí… El amor es diferente… Todo es amor… Pero no es el de aquí…

Y añadió:

—Y sí, la idea que tienes de aquello no es que sea igual, pero sí parecida… No te lo puedes llegar a imaginar… No cambies tu forma de ser… Por ser como eres puedes llegar a comprender muchas cosas… Si hubieras sido como tus hermanos yo no habría comprendido las cosas antes de venir aquí… Ya va siendo hora de que empieces a pensar en ti… Has hecho demasiado por tus hermanos… Ellos tienen que buscar su propio camino. Son ellos los que tienen que dar el paso… Sigue haciéndole caso a tu corazón. Deja que él te guíe… Nunca te engañará…

Entonces se alzó y se fue hacia el espejo del armario. Levantó la mano y dijo:

—La vida es como un espejo… Te devuelve la imagen que pones delante.

Y yo le pregunté:

—Y la muerte, ¿cómo es?

—Parecido a lo que leíste, pero mejor.

Yo había leído la página 107 de A 33.000 pies.

Regresó a la cama, se sentó de nuevo y me tomó la mano.

¡Cuánto amor sentí!

Le pregunté por el gran show y recibí la más hermosa de las sonrisas.

—Dígame por qué nuestra relación fue tan dura.

Y sin cambiar la expresión del rostro aseguró:

—Las cosas siempre pasan por algo… Yo, antes, no lo entendía. Ahora sí. Todo tiene su porqué… Sé que has pensado que no te quería, pero ahora puedes ver que no es así. Quizá mi forma de ser contigo fue la que te empujó a buscar, a aprender a valerte por ti misma y a hacerte cada día más fuerte…

Hablamos de mis hermanos y me hizo varios anuncios.

Después me abrazó con fuerza y dijo que «tenía que irse».

Y se marchó como había llegado.

Desde ese día, mi vida ha cambiado, y mucho. Dejo hacer a mi corazón. Todavía hay muchas cosas que no entiendo, pero confío. Él sabe… La vida ha cobrado otro sentido para mí. Ahora estoy a la espera de las respuestas que me quiera ofrecer el Padre. Trato de dar lo mejor de mi vida sin esperar nada. Ése es el secreto…

Cuatro años después me entrevisté con María, y con su esposo, en la ciudad de Barcelona. Sostuvimos una larga conversación y ella confirmó todos y cada uno de los extremos de su carta.

Me emocionó vivamente.

He aquí una síntesis de la charla:

Por mis libros sabes hasta qué punto me interesan los detalles…

María sonrió y asintió.

—Pues bien, vayamos a los detalles del sueño. ¿O fue una experiencia real?

María, como decía en su carta, no lo tenía claro.

—En esos momentos, cuando mi madre se sentó en el filo de la cama, Santiago, mi marido, despertó y preguntó: «¿Con quién hablas?».

—¿Tú la oíste hablar?

Santiago respondió afirmativamente, y aclaró:

—Pero yo no vi a mi suegra. Lo único que percibí, con claridad, fue el hundimiento de ese lado de la cama…

—¿Como si alguien se hubiera sentado?

—Eso es.

—Días antes —intervino María— ya tuvimos otro susto. Mi hija salió corriendo de su habitación, gritando. Decía que había visto a la abuela…

—Vayamos con el aspecto de Mónica. ¿Qué edad tenía cuando falleció?

—Murió con ochenta y siete años —aclaró María—. Cuando se presentó, en cambio, estaba guapísima.

—¿Qué edad representaba?

—Unos cuarenta años… No tenía arrugas. El pelo le llegaba por los hombros.

—¿Tenía canas?

—Ni una.

—¿Qué hiciste al verla?

—Me incorporé y me senté en la cama.

—¿De qué murió?

—Del corazón. Al fallecer presentaba el vientre muy hinchado… Ahora, en cambio, aparecía muy delgada.

María intentó buscar las palabras. No era fácil.

—… Era un cuerpo traslúcido… Se veía a través de ella, pero no con claridad…

María se excusó:

—No sé explicarlo… Era luz y materia al mismo tiempo… Parecía humo condensado… Era un humo (?) blanco que irradiaba, pero no era luz, exactamente, y tampoco humo… Era mi madre la que emitía luz… Presentaba una especie de aura… Todo era blanco mate, pero, al mismo tiempo, brillaba…

—¿Cómo vestía?

—Llevaba un vestido blanco, sin mangas, hasta las rodillas. Pero lo que más me impresionó fue una capa, como un tul, que la cubría por completo. Esa especie de «impermeable» tenía las mangas largas y llegaba a los tobillos. Era igualmente blanco, de la misma naturaleza, eso me pareció, que el cuerpo.

—¿La capa (?) y el cuerpo eran similares?

—Sí, como un humo blanco y concentradísimo. Era un material que no sé describir.

—¿Cómo fue la comunicación?

—La oía. Movía los labios. Pero, si no hubiera hablado, la información habría llegado a mi cabeza de la misma forma.

—¿Qué fue lo que más te impresionó de su aspecto?

—La belleza y la serenidad del rostro. Mi madre era una mujer irascible y amargada. En esta ocasión fue todo lo contrario. Su cara parecía de porcelana e irradiaba luz y amor. También me impresionó el «tul»… Tenía la forma de un sari, pero mi madre nunca usó ese tipo de prenda…

—¿Observaste maquillaje?

—No.

—¿Anillos, cadenas, pendientes…?

—Tampoco. Nada.

—¿Sonreía?

—Todo el tiempo. Era una sonrisa hermosísima e impropia de mi madre.

—¿Tuviste miedo?

—En ningún momento.

—Hay otra cuestión que me intriga. Dices que dijo que sólo estaba autorizada a decirte…

—Así fue. Entendí que habló de lo que le permitieron. Afirmó que el lugar en el que estaba era parecido al nuestro y que el amor era diferente. Se detuvo unos instantes, como si buscara las palabras exactas. Finalmente aseguró que «ni remotamente podría imaginar cómo era aquel sitio».

—¿Respondió a todas las preguntas?

—No. En ocasiones se limitaba a sonreír. Por ejemplo, cuando pregunté si había visto al abuelo. Sonrió, sin más.

—Dices que se levantó y caminó hacia el armario…

—No caminó —matizó María—. Era como si la empujaran. No movía los pies ni las piernas. Se deslizaba.

—¿Tenía volumen?

—Pienso que sí.

—¿Se reflejaba en el espejo?

—Eso fue curioso. Yo veía los muebles y a mí misma en el espejo. Ella, en cambio, no se reflejaba.

—Pero estaba frente al espejo…

—Sí. Llegó a cosa de un metro, extendió la mano izquierda y el «tul» (?) se abrió… Entonces mencionó lo de la vida.

—¿Podría tratarse de lo que entendemos como holograma?

—A mí me lo pareció. Tampoco movía los brazos al caminar. Permanecían a lo largo del cuerpo. No era normal…

—Y bien…

—Ella regresó al filo de la cama, pero no se sentó. Extendió la mano izquierda y yo le di mi derecha… Entonces sentí una enorme energía.

—¿Apretó tu mano?

—Sí. Y me dijo: «Hasta pronto… Sigue tu camino». La sonrisa era increíble y permanente… Mi madre nunca sonreía. Entonces habló de mis hermanos y anunció algunos hechos.

—¿Se han cumplido?

—Hizo diez anuncios y se han cumplido la mitad.

—¿Cómo desapareció?

—Empezó a retroceder, sin dejar de mirarme…

—¿Te daba la cara?

—Sí. Y se fue alejando hacia la ventana. Entonces me di cuenta: era más alta. En vida podía medir 1,60 metros. Ahora lo superaba. Conforme se alejaba fue ascendiendo. Al llegar a la ventana se esfumó.

La vivienda de María se hallaba en un noveno piso y la ventana estaba cerrada.

—¿Qué fue lo que más te impactó?

—Era amor puro. Lo contrario a lo que había sido.

—¿Cuánto pudo durar la experiencia?

—Para mí fue eterna y brevísima. En tiempo real, quizá diez minutos.

María, ahora, está segura: la muerte es un puro «trámite administrativo».

Estoy bien
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