Curioso. En las mismas fechas en que Virgilio Sánchez-Ocejo vivía la desconcertante experiencia con su nieto Rigo, alguien que no he logrado identificar (y lo he intentado) puso en mis manos las galeradas de un libro que ignoro si ha llegado a publicarse. En él se habla de experiencias cercanas a la muerte (ECM). Pues bien, en la página 67 arranca un caso que me dejó atónito. Era parecido a lo que manifestó Rigo. La experiencia fue vivida por una niña paquistaní. He aquí el texto que, como digo, me fue enviado —misteriosamente— en 1997:

A finales del otoño de 1968 la menor de mis dos hijas, que entonces tenía dos años y medio, murió durante un cuarto de hora. Llevaba varios meses enferma, empeorando progresivamente. Había empezado a quedarse paralítica, y más tarde presentó episodios de vómitos y ceguera. Yo era médico militar y me habían destinado a una pequeña unidad al pie del Himalaya. Llevamos a Durdana al hospital militar, a unos kilómetros de distancia, para que la examinaran, pero los análisis resultaron de poca ayuda. Apuntaron que los síntomas podían ser secuelas de una encefalitis vírica que no hacía mucho había acabado con la vida de varios niños de la región.

Estaba ocupado en mi consulta cuando mi ayudante entró corriendo para decirme que me llamaba mi mujer, que algo le había ocurrido a la pequeña Durdana.

Vivíamos en el recinto de la estación, en una casa contigua a la consulta. Durdana había pasado muy mala noche y, temiendo lo peor, corrí a casa. Mi esposa estaba en el jardín, de pie junto a la cuna de la niña. Tras un breve examen no vi señales de vida. «Ha muerto», dije. Con una expresión casi de alivio, porque la niña había sufrido mucho, mi esposa cogió con delicadeza el cuerpo sin vida y se apresuró a llevarlo dentro. La seguí. Hay ciertas medidas de emergencia, obligatorias según el reglamento militar, y un colega, que me había seguido desde la consulta, salió en busca del equipo necesario.

Mi esposa llevó a la niña a nuestro dormitorio y la tendió en la cama. Tras otro examen procedí a seguir las medidas de emergencia prescritas, sabiendo que era improbable que surtieran efecto. Mientras lo hacía me sorprendí repitiendo medio inconsciente y en voz muy baja: «Vuelve, hija, vuelve».

Como último recurso, mi esposa vertió en la boca de la niña unas cuantas gotas de miketamida, un estimulante del corazón que también le habíamos dado la noche anterior. Un hilito de líquido salió de su boca sin vida y se deslizó por la mejilla. Seguimos observándola con tristeza. Entonces, para nuestro asombro, la niña abrió los ojos y, tras hacer una mueca extraña, dijo muy seria que el medicamento era amargo. Entonces volvió a cerrar los ojos. Me apresuré a examinarla y ella empezó a dar señales de vida, si bien muy débiles al principio.

Pocos días después, cuando Durdana se había recobrado de su «muerte» y mi esposa de su conmoción, madre e hija estaban en el jardín.

—¿Adónde fue el otro día mi pequeña? —preguntó mi mujer.

—Muy lejos, a las estrellas —fue la sorprendente respuesta.

Ahora Durdana es una niña inteligente y que se expresa muy bien; y lo que dice tiene que ser tomado en serio, o se enfada.

—¿Y qué viste allí, cariño?

—Jardines.

—¿Y qué había en esos jardines?

—Manzanas, uvas y granadas.

—¿Y qué más?

—Había riachuelos; un riachuelo blanco, uno marrón, uno azul y uno verde.

—¿Y había alguien allí?

—Sí, mi abuelo estaba allí, y su madre, y otra señora que se parecía a ti.

Mi esposa estaba muy intrigada.

—¿Y qué te dijeron?

—El abuelo dijo que se alegraba de verme, y su madre me sentó en su regazo y me dio un beso.

—¿Y entonces?

—Entonces oí a papá decir: «Vuelve, hija mía, vuelve». Le dije al abuelo que papá me llamaba y tenía que volver. Él me dijo que debía preguntárselo a Dios. Así que fuimos a ver a Dios y el abuelo le explicó que quería regresar. «¿Quieres volver?», me preguntó Dios. «Sí —respondí—, debo volver; mi padre me llama». «Está bien, ve», respondió Dios. Y bajé de las estrellas hasta la cama de papá.

Eso era más que interesante. Durdana había bajado realmente hasta mi cama, donde raras veces estaba, ya que las niñas duermen o juegan en sus camas o en la de su madre, nunca en la mía. Y cuando Durdana volvió en sí no estaba en condiciones para saber dónde se encontraba. Pero mi mujer estaba más interesada en la entrevista de Durdana con el Todopoderoso.

—¿Cómo era Dios? —preguntó.

—Azul —fue la desconcertante respuesta.

—Pero ¿qué aspecto tenía?

—Azul[19].

Por mucho que entonces y más tarde intentara lograr que la niña describiera con más detalle a Dios, sólo repetía que era azul.

Poco después llevamos a Durdana a Karachi para someterla a un tratamiento de neurocirugía en el hospital Jinnah. Tras una compleja operación en el cerebro, Durdana empezó poco a poco a recuperarse. Yo volví a mi trabajo, mientras mi esposa permanecía en Karachi con la convaleciente Durdana. Antes de marcharse para reunirse conmigo visitaron a varios parientes y amigos en Karachi. En casa de uno de mis tíos, mientras charlaban tomando una taza de té, Durdana empezó a pasearse por la habitación, apoyándose en los muebles para no perder el equilibrio, porque estaba tan débil después de la enfermedad que todavía no era capaz de permanecer en pie por sus propios medios. De pronto gritó: «¡Mamá, mamá!». Mi mujer corrió tras ella. «Mira —dijo Durdana excitada, señalando la vieja fotografía de la mesa—, ésta es la madre del abuelo. La conocí en las estrellas. Me sentó en sus faldas y me dio un beso».

Durdana tenía razón. Pero mi abuela había muerto mucho antes de que la niña naciera; sólo había dos fotos de ella, y ambas las tenía mi tío. Era la primera vez en su vida que mi hija visitaba aquella casa, y no podía haber visto esa fotografía antes…

Por supuesto, hasta el día de hoy, ni Rigo sabía de la existencia de Durdana, ni ésta conocía lo sucedido entre Virgilio y su nieto. Por cierto, en Kábala, el número 67, entre otras equivalencias, tiene el mismo valor numérico que las palabras «abuela» y «anciana» (!).

Estoy bien
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