Aquel 28 de noviembre de 1989 fue una jornada especial.
Me encontraba en Brasil.
Filmábamos trece documentales sobre grandes misterios.
Yo acompañaba al añorado Fernando Jiménez del Oso…
Y ese día acudimos a la selva con el equipo de televisión.
Allí me sometí a los efectos de una bebida alucinógena: la ayahuasca o soga del muerto.
Los alcaloides de la ayahuasca tienen la propiedad de alterar la conciencia. Y eso fue lo que sucedió.
Ingerí la repugnante bebida y a eso de las 23 horas (local) sentí cómo abandonaba la choza en la que filmábamos la experiencia.
¡Volaba!, literalmente.
Nunca he logrado explicarlo con satisfacción. Mientras el verdadero (?) Juanjo Benítez permanecía sentado, frente a la cámara de Jorge Herrero, «otro Juanjo» ascendía por los aires, como Supermán. Éramos dos en uno.
Llovía torrencialmente.
Notaba el roce del aire y de la lluvia.
Volé a gran velocidad y crucé la negrura del océano Atlántico.
Allí estaban las luces de Lisboa…
¡Era asombroso!
Podía orientarme a la perfección. Yo, que me pierdo en mi casa…
Y tuve conciencia de algo sublime: lo sabía todo. Nunca más me ha sucedido.
Y proseguí el vuelo hacia el norte.
Terminado el primer experimento (previamente pactado) volé hacia Madrid. Y me dispuse para la segunda aventura.
Antes de iniciar la experiencia de la ayahuasca, uno de los miembros del equipo —José Nogueira—, jefe de sonido, me pidió algo.
—¿Podrás pasar por esta dirección, en Madrid, y comprobar qué es lo que le he regalado a esta persona?
Me entregó una nota. Leí, con curiosidad. Era una dirección (no la recuerdo).
Dije que sí, aunque no sabía cómo hacer…
Pues bien, al llegar a la capital de España, no sé cómo ni de qué manera, descendí a la altura de las farolas, y volé directamente a la calle en cuestión. Alcancé el número y, como me había sucedido en la experiencia anterior, atravesé las paredes del edificio y entré en la casa. La recorrí despacio y descubrí el regalo de Nogueira. Eran unos palos de golf.
En la casa encontré a dos personas. Las observé con detenimiento. Eran un hombre y una mujer, jóvenes.
No me vieron.
Al terminar y relatar lo que había visto, Pepe Nogueira confirmó, asombrado, que su regalo fue lo que yo acababa de describir. Solicitó más información sobre las personas que vi en la vivienda y se mostró extrañado.
—Eso no puede ser —comentó—. El hombre que dices haber visto es el hermano de la mujer… Pero falleció hace dos años.
Tenía treinta y nueve…
Insistí en la descripción (aspecto, ropas, etc.). Nogueira no podía creerlo. La persona que acompañaba a la mujer estaba muerta.
Aún me dura el susto…