En 2009 recibí un inesperado e interesante manuscrito.
Se titula Casos sin resolver de Matilda Arenzana.
Lo leí, asombrado.
En él se narran 17 casos protagonizados por una vecina del País Vasco (España). Reúne sueños, premoniciones y otros hechos asombrosos.
En cuanto me fue posible viajé al norte y conocí a Matilda. Me encontré con una joven llena de vida, amabilísima, y con una capacidad paranormal envidiable.
He seleccionado tres de estas singulares experiencias. Tampoco necesitan comentarios…
El primer suceso tuvo lugar el 25 de febrero de 1992.
Matilda se hallaba en la casa de sus padres. Tenía diecisiete años.
Así lo cuenta ella:
Tenía una vecina —Eva— a la que quería mucho.
Un día me disponía a salir de casa. Abrí la puerta, pero me detuve. Vi gente en la escalera. ¿Qué ocurría?
Eran hombres y mujeres de mediana edad. Hablaban entre ellos… Noté mucho movimiento… Subían y bajaban…
«¡Qué raro!», pensé.
En el rellano de la escalera, cerca de la puerta de mi casa, conversaban dos hombres. Escuché la conversación, sin querer. Aparecían apoyados en la pared, muy relajados.
Quedé desconcertada: hablaban de sus propias muertes.
Volví a mirarlos. Eran normales.
Pero ¿por qué dialogaban sobre sus muertes? Yo los veía vivos y saludables… Vestían como todo el mundo… No se caían a pedazos, como en las películas de terror…
Los miré y los remiré.
¡Eran normalísimos!
Y seguían hablando de sus respectivas muertes. Daban detalles…
Fue entonces cuando me di cuenta: aquella gente estaba muerta. Los que subían y bajaban, y también la pareja del descansillo. ¡Todos muertos!
Entré en la casa, horrorizada.
Y cuando me disponía a cerrar la puerta oí la voz de Eva, mi vecina.
Me llamaba: «¡Matilda, Matilda!… ¡Óyeme!».
Y pensé: «¿Qué hace Eva ahí afuera, con los muertos?».
Quería entrar. Empujé la puerta, asustada, e impedí que entrara.
La mujer gritó: «¡Óyeme, Matilda!… ¡Escucha!… ¡Déjame entrar!… ¡Matilda, por favor!».
Creí que me volvía loca. ¿Era Eva otro de los muertos?
Empujé con todas mis fuerzas y conseguí cerrar.
La vecina, al otro lado, seguía llamándome.
Lloré de rabia y de pena.
¡Eva estaba muerta!
Entonces vi una mano. ¡Atravesó la madera de la puerta! Era una mano muy blanca y muy rara…
Entonces desperté.
Había tenido una pesadilla…
En esos instantes de confusión no supe si Eva estaba muerta realmente. Necesité algunos segundos para reaccionar y recordar que mi vecina seguía viva. Todo, como digo, se debía a un mal sueño…
Sentada en la cama, con la cabeza entre las manos, experimenté una gran angustia.
Aunque sólo fue un sueño, me sentí mal. Me comporté de forma desconsiderada con la pobre Eva. No quise auxiliarla. Pero ¿por qué huía? ¿Qué pintaban aquellos muertos en la escalera? Nada tenía sentido.
Ese mismo día, a la hora de comer, cuando regresé del instituto, mi madre me dio una noticia muy desagradable:
«Esta mañana me he encontrado con una sobrina de Eva y me ha dicho que está en el hospital. Los médicos han anunciado que es muy probable que se muera en los próximos días, por su grave enfermedad. He pensado que tal vez quisieras venir conmigo a verla».
No pude pronunciar palabra alguna.
Pensé que se trataba de una estremecedora casualidad. Ahora sé que no fue casual…
Tuve remordimientos. No me porté bien en el sueño.
Y todavía me pregunto: ¿Cómo es posible una relación tan directa entre el sueño y la realidad? ¿Fue un aviso?
Debía verla y hablar con ella.
Esa misma tarde acudí al hospital. Sabía que era la última vez que vería con vida a la que fue mi vecina.
La encontré sentada en la cama, con buen humor. No parecía gravemente enferma. Le di dos besos y nos miramos a los ojos.
Eva me habló de sus amigos, de su salud…
Murió al día siguiente, 26 de febrero…
Así consta en el certificado de defunción de Evangelina. Causa del fallecimiento: cáncer de vías biliares.
El Maestro hablaba con razón (como siempre): «Busca la perla en cada sueño».
La segunda experiencia seleccionada tuvo lugar el 30 de abril de 2001.
Mi madre —Tomi— agonizaba. Un cáncer la estaba derrotando…
Esa mañana, parte de la familia se encontraba en la casa, consciente de la grave situación…
Y a eso de las dos de la tarde colgué el teléfono. Una ambulancia venía de camino. Mi madre sería trasladada al hospital en el que había sido tratada a lo largo del último año…
Me encontraba sentada en el sofá del salón. Intentaba pensar. Deseaba que todo estuviera controlado. Quería anticiparme a cualquier acontecimiento…
Respiré hondo, crucé el pasillo, y me dirigí a la habitación en la que yacía mi madre…
Fue entonces, al ingresar en el cuarto, cuando fui testigo de aquel destello. Mejor dicho: de aquellos destellos…
Quedé confusa…
Me sentí mareada durante un instante…
Eran blancos, muy rápidos. Tipo estroboscópico[11]. Eran potentes. Cada «relámpago» podía tener una duración de tres o cuatro segundos…
Traté de hallar una explicación…
El cielo estaba azul. No había tormenta…
Los flashes (?) procedían del interior de la habitación…
No encontré explicación…
En la habitación estaban mi padre, mi hermano y una tía, pero no parecían darse cuenta del extraño fenómeno…
Miraban a mi madre en silencio…
La pobre se moría…
Y pregunté: «¿Alguien ha encendido una luz?».
La lámpara del techo estaba apagada.
—¿Qué? —preguntó mi hermano.
—¿Alguien ha encendido una luz hace un momento? ¿Alguien ha pulsado el interruptor?
—Yo no —intervino mi tía Agustina.
—¿Y tú, papá?
—No —respondió escueto y distraído. Su pensamiento estaba en otra parte.
—Nadie ha dado al interruptor —confirmó mi hermano cuando volví a interrogarlo con la mirada.
Y el asunto pasó…
Mi madre seguía con los ojos cerrados y la boca torcida. La enfermedad no tenía piedad…
Llegó la ambulancia y se llevó a Tomi…
Nunca regresó. Falleció el 10 de mayo…
La tercera experiencia —extraída igualmente del diario de Matilda— me hizo pensar, y mucho…
Ocurrió una noche de invierno…
Hacía poco más de un año que mi madre había muerto…
Los niños estaban ya dormidos y Diego, mi marido, descansaba en el salón. Veía la tele…
El reloj marcaba las doce. Se había hecho tarde y estaba cansada, pero me propuse terminar la tarea. Sólo quedaba barrer y pasar la fregona al suelo de la cocina…
Cuando estaba acabando, como de costumbre, fui a colocar el cubo con el agua, sobre la alfombrilla, en la entrada de la cocina…
Entonces lo vi…
Era una nube blanquecina. Flotaba en la oscuridad del pasillo…
Me quedé mirando, embobada…
Tendría cuarenta o cincuenta centímetros de diámetro…
Se hallaba quieta, casi en el techo, al otro lado de la puerta de la cocina…
La observé durante un rato…
¿Desde cuándo estaba allí? Nunca había visto nada semejante…
La nube (?) era transparente. Podía ver lo que había al otro lado…
Era como si las partículas de un gas se hubieran reunido, formando un cuerpo etéreo, con un volumen difuso…
Me recordó un globo de gas, sin la cubierta de goma, y al que la gravedad no parecía afectar…
No se trataba de una ilusión. «Aquello» seguía allí, imperturbable…
Vibraba tímidamente…
Decidí ir al baño, con el fin de tirar el agua sucia que había quedado en el cubo…
Y pensé: «Seguramente, cuando regrese, ya no estará ahí…».
Pues no. Al volver, la nube continuaba en el mismo lugar…
Curiosamente no sentí miedo. Sólo asombro…
Y así pasaron unos minutos, contemplando aquello.
Entonces empecé a sentirme cansada…
Pensé que se debía al trabajo de ese día…
Caminé hasta el salón y me tumbé en el sofá, frente a la puerta. De esta forma podía contemplar el pasillo. En el otro sofá se hallaba mi marido, ajeno a lo que sucedía…
Y observé que la nube se había desplazado. Ahora se encontraba en el salón, cerca de la puerta y casi rozando el techo…
Calculé que recorrió unos dos metros…
Me quedé mirando…
La verdad es que no entendía nada…
Y me vi inundada por una gratísima sensación de paz…
«¿Qué era aquello?…».
Cerré los ojos unos segundos…
Quería averiguar si la nube desaparecía al cerrar los ojos. ¡Y desapareció!
Entonces pensé: «Abriré los ojos y habrá desaparecido…».
No fue así…
Al abrir los ojos, la nube seguía en el mismo lugar, con aquella oscilación levísima…
Yo continué mirándola, intrigada. Diego seguía a lo suyo, pendiente del televisor.
Así transcurrieron varios minutos…
La paz me llenó por completo…
Pensé en avisar a mi marido, para que la viera, pero desistí. Me puse en el lugar de la nube y no lo estimé oportuno…
Y recibí un pensamiento que me inquietó: «¿Era mi madre?».
Casi estuve segura. ¡Era mi madre…!
Y alcé un brazo, saludándola. Así permanecí un rato. Quería demostrarle que yo también la quería…
Y pensé: «Mamá, quizá seas tú… Te veo. Quisiera abrazarte… ¡Te quiero!, ¡te quiero!».
—¿Qué haces? —preguntó mi marido al verme con el brazo en alto…
¿Qué podía decir?
—Estiro el brazo —repliqué mientras pensaba en algo más convincente.
—¿Por qué?…
—Tengo agujetas…
Diego no me hizo caso y continuó con la tele. Era obvio que no vio lo que yo veía…
Seguí un rato más, contemplando la esfera flotante…
Después me incorporé y me despedí de los dos…
—Me voy a la cama…
—¡Vale! —respondió mi marido…
Y me fui. La nube se quedó quieta. Yo no quise, ni pude mirar atrás… Mi corazón estaba en paz…
En la mañana del 9 de noviembre de 2012, como digo, tuve ocasión de conversar con Matilda e inspeccionar su casa. También conocí a Diego y a uno de sus hijos.
Interrogué a la mujer hasta el aburrimiento. Matilda se sintió observada todo el tiempo. La experiencia pudo durar media hora. Para ella —sin duda—, aquella «criatura» era su madre.
Como decía el mayor en Caballo de Troya: mensaje recibido.
Quizá, algún día, todos seremos igualmente esféricos…
Y abandoné el País Vasco con una idea muy clara: nada es lo que parece…