En marzo de 1953, Conchita Antúnez recibió la sorpresa de su vida. Yo, tras conocer la experiencia de labios de la propia Conchita, tampoco he logrado recuperarme del susto… Y dudo que lo consiga.

El suceso me fue narrado por primera vez en septiembre de 2012.

He aquí una síntesis de la conversación:

—Yo tenía doce años —explicó Conchita—. Vivíamos en La Habana Vieja, en el número 10 de Reparto Martín Pérez. No recuerdo el día. Serían las dos o las tres de la madrugada. Todos dormíamos. De pronto me despertó una conversación. Alguien hablaba con alguien. Entonces vi la luz. Era de color amarillo y parecía salir del cuarto en el que descansaba mi abuelo Enrique.

—¿Una conversación?

—Y muy clarita… Creí reconocer la voz de mi abuelo. La otra era de una mujer… Me asusté y corrí al cuarto de mis padres. Los desperté y también vieron la luz y escucharon la charla. Y nos presentamos en la habitación del abuelo.

»Yo me quedé en la puerta, desconcertada…

»Mi padre, al ver aquello, dio media vuelta y salió a la carrera. No volvimos a verlo hasta la tarde-noche de ese día. Estaba aterrorizado.

»Mi madre, más valiente, entró en el cuarto y fue a sentarse en una butaca situada a la izquierda, junto a la cabecera de la cama.

»La luz amarilla lo llenaba todo…

»Mi abuelo estaba tumbado y tapado hasta la cintura.

»Sentada al filo de la cama, a la derecha del abuelo, se hallaba Concha, muerta once años antes. Mi abuelo la llamaba Conchona. Era su esposa.

—¿Muerta?

—Concha falleció en 1942. Yo tenía un año.

—Pero…

—No me pregunte cómo lo hizo. Estaba allí. La vimos los cuatro. Al parecer llevaban un rato hablando. Ella, la Conchona, tenía la mano derecha de mi abuelo entre las suyas. Así se mantuvo todo el tiempo.

—¿Qué aspecto tenía?

—La abuela lucía un color perlado. Llevaba un vestido blanco, de lino. Presentaba un aspecto normal, parecido al que yo conocía por las fotografías.

—¿Y qué sucedió?

—Al ver a mi madre, la abuela dijo:

»—No te asustes. Estoy bien… No te preocupes por la enfermedad que tienes. Morirás de vieja…

»Mi madre padecía síndrome de Addison[9]. Y, efectivamente, falleció a los ochenta y tres años.

»—¡Qué alegría verte, mamá! —le dijo mi madre.

—¿Y dice que la Conchona estaba sentada en el filo de la cama?

—Exacto. Y se notaba cómo se hundía el colchón. La abuela era grande y pesada. Medía cinco pies y algo (casi dos metros) y pesaba 99 kilos. El abuelo también era alto.

—¿Te miró?

—Sí, y me sonrió. Tenía el semblante muy feliz. El abuelo, entonces, preguntó a la Conchona: «¿Cuándo me vienes a buscar?». Y ella respondió: «De un año a año y medio».

»Y mi madre, de pronto, reaccionó y dijo: “Bueno, mamá, ya está bueno…”. Y accionó el interruptor de la luz. Al hacerlo, la abuela desapareció. También la luz amarillenta…

Como digo, no podía dar crédito a lo que oía, pero Conchita Antúnez no mentía.

—¿Cuánto tiempo duró la conversación?

—Quizá cuarenta minutos. Puede que más. Nadie supo cuánto hablaron la Conchona y el abuelo antes de que apareciéramos en la habitación.

—¿Reveló lo que había hablado con su esposa?

—Nunca, y se lo preguntaron muchas veces. Él se limitaba a sonreír.

El abuelo Enrique era inspector de ferrocarriles en Cuba. La esposa estaba dedicada a la enseñanza (educación especial). Era también maestra de música.

—¿Cómo era la luz?

—Muy tenue, pero llenaba la habitación.

—¿Os miraba a los tres?

—Sí y lo hacía con una paz increíble. El abuelo sonreía. Estaba feliz.

Pasó el tiempo y en noviembre de 1955, cuando el abuelo contaba ochenta y ocho años de edad, tuvo que ser ingresado a consecuencia de un ataque de asma. El hospital se llamaba Quinta Dependiente, en La Habana. Allí sucedió algo no menos sorprendente.

—Mi abuelo tenía cinco hijos y se turnaron a la hora de acompañarlo en el hospital. La situación era grave. Una de aquellas noches le tocó a mi mamá. Todo transcurrió con normalidad. Y a eso de las seis de la mañana, mi madre decidió acudir a la cafetería del hospital. Deseaba que el abuelo desayunara café y una tostada. Lo dejó dormido y con el oxígeno puesto. Según contó, regresó a los veinte minutos; quizá a la media hora, como mucho. Y se llevó una sorpresa: el abuelo estaba sentado en la habitación, aseado, con un pijama limpio, perfectamente rasurado, y muy bien peinado, con la raya en medio, como acostumbraba a peinarlo la Conchona cuando vivía. Ella tenía la costumbre de dejar caer el pelo del abuelo a cada lado de la frente (tipo «media luna»).

»Y mi mamá preguntó: “¿Quién te bañó tan temprano?”.

»Él respondió: “Conchona”.

»“¿Conchona?”.

»“Sí —añadió el abuelo Enrique—. Y a las seis de la tarde vendrá a buscarme”.

—¿A qué hora pasaban a bañarlo?

—Como muy pronto a las ocho de la mañana. Pero nadie, en el hospital, sabía que la abuela lo peinaba de esa forma.

—¿Y qué fue del otro pijama?

—Según mi madre, apareció en el suelo, en un rincón.

—¿Podía bañarse solo?

—No. Estaba con la mascarilla del oxígeno. No era capaz de moverse de la cama. Necesitaba ayuda para todo.

—¿Había aseo en la habitación?

—En aquel tiempo no. Las duchas y los retretes estaban en el pasillo, a cierta distancia. Él no pudo ir solo, bañarse, afeitarse, peinarse y regresar. Mi madre preguntó, pero nadie, en el hospital, lo había aseado.

—¿Y qué sucedió?

—Mi abuelo empeoró. Y mi madre avisó al resto de la familia. Allí se congregaron todos, y nos despedimos.

—¿Estaba usted delante?

—Sí, yo casi tenía catorce años. Y a eso de las seis de la tarde escuchamos un ruido muy fuerte, como si las vigas del techo se rompieran. Nos asustamos.

»El abuelo murió en esos momentos.

»Un tío mío (Raúl Portell) dijo que, en esos instantes, vio “luces”, pequeñas como confetis, que le salían del pecho. Los médicos confirmaron la muerte del abuelo Enrique a las seis de la tarde: ataque al corazón. Fue enterrado en la localidad de Cárdenas.

Como dije, Conchita Antúnez jamás olvidará aquella experiencia. Y yo tampoco…

Estoy bien
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