Conocí a Mariluz Barasorda en Algorta (Vizcaya), aparentemente por casualidad. Hoy sé que aquel encuentro estaba minuciosamente programado…
El marido de Mariluz falleció el 12 de septiembre de 1986, a los setenta y ocho años de edad. Era abogado. Se llamaba Francisco José Eguillor. Todo el mundo lo conocía por Patxo. Está enterrado en Derio, muy cerca de Bilbao (España).
Pues bien, en mayo de 1987, cuando el marido llevaba ocho meses muerto, Mariluz vivió una experiencia que le hizo suponer que Patxo estaba en el cielo.
Esto fue lo que me contó el 15 de noviembre de 1990, ratificado en otras conversaciones y en sucesivas cartas:
Me hallaba en Madrid…
Aquel día me acosté tarde. Podían ser las cuatro de la madrugada. Es una de mis costumbres. Duermo poco…
Miré el reloj. Dormí una hora…
A las cinco desperté…
Empecé a sentirme intranquila…
No soy una persona miedosa, pero me sentí rara. Como si alguien me observara…
Noté frío. Mucho frío. Me tapé hasta la nariz…
Después lo he pensado. Estábamos en el mes de mayo. Aquel frío —helador— no era normal…
Me volví a dormir…
Y desperté a las seis…
El frío se colaba hasta los huesos…
Me dormí de nuevo y fui a despertar cuando faltaban pocos minutos para las ocho menos veinte…
Tengo la costumbre de cerrar bien las ventanas, pero esa noche me descuidé. Entraba luz…
«Un nuevo día sin él», pensé…
Entonces lo vi…
¡Era Patxo!…
Estaba de pie, a mi izquierda, junto a la cama, cerca de mis rodillas…
Te juro que no sentí miedo…
Lo encontré muy guapo…
Aparentaba unos treinta años…
Vestía un traje marrón, de rayas, con una camisa blanca y una corbata…
Reconocí el traje al instante. Era el que usaba en los viajes… (!)
Se lo ponía cada vez que marchaba a Guinea. Allí lo compró…
Tenía el pelo corto…
Entonces habló:
—Chiquitxu —«Pequeñita»…
Así me llamaba en vida…
Alzó la mano izquierda y añadió:
—No te preocupes…
Me llamó la atención el gesto. No era habitual en él…
Entonces se quedó callado y bajó la mano…
Así pasaron unos minutos…
Nos mirábamos, sin más…
Y al rato dijo:
—Bueno, Chiquitxu, tendré que irme…
Y yo repliqué:
—¿Tan pronto?… ¡Qué poco tiempo has estado!
Y él contestó:
—Sí, pero…
Y miró hacia arriba, como si preguntase si podía continuar allí…
Era como si alguien estuviera hablándole…
Yo estaba desconcertada…
Patxo siempre hacía su santa voluntad. No admitía consejos de nadie…
Entonces bajó la mirada y me dijo:
—Bueno, tengo que marcharme…
—¿Volverás otra vez? —pregunté…
—No sé —replicó…
Era como si él no mandase…
Volvió a mirar hacia arriba y repitió:
—Bueno, tengo que marcharme… Cuídate mucho…
Y desapareció en medio de una neblina blanca…
Lo vi ascender…
Mariluz contó que su marido era creyente, pero que no creía en esta clase de presencias o apariciones. En cierta ocasión, una abuela de Mariluz prometió que regresaría después de muerta y que la avisaría sobre la existencia del más allá.
Patxo me tomaba el pelo —comentó Mariluz—. «¡Que viene la abuela!», bromeaba…
Pregunté entonces por qué consideraba que Patxo se encontraba en el cielo. Mariluz respondió:
En el colegio nos enseñaron que los que mueren sin pecado viven eternamente, y con la edad de Cristo: treinta y tres años…
Ésa era la edad que aparentaba mi marido. Por eso sé que está en la gloria…
No me entretuve en explicarle que el Maestro no murió a los treinta y tres años, sino a los treinta y cinco. Y tampoco hablé del absurdo asunto de los pecados. Nadie puede ofender al buen Dios, aunque quiera…
Mariluz era feliz con estas creencias, y yo lo respeté, por supuesto.
Lo importante era lo que había visto y lo que había sentido.