Dane (nombre supuesto) no olvidará aquel viaje mientras viva; y después tampoco…

Esto fue lo narrado por ella en su día:

En agosto de 1998, tras graduarme como administradora de empresas, decidí viajar a la ciudad de Miami, a la casa de mi madre…

Mi esposo trabajaba desde hacía tiempo en Greenville, en Carolina del Sur…

Yo deseaba verlo, y también mi hija, de dos años de edad…

Así que lo planeamos todo…

Viviríamos, como le digo, en la casa de mi madre. Yo buscaría trabajo y ahorraría…

Después, cuando pudiéramos, mi esposo y yo nos reuniríamos en Miami y empezaríamos una nueva vida…

Fue una decisión compartida. Lo hablé muchas veces con él…

Pero el tiempo fue pasando y las esperanzas empezaron a desvanecerse…

Yo no encontraba trabajo y mi marido, aunque hablábamos todas las noches, tampoco ayudaba. No enviaba el dinero necesario para nuestro sustento y tampoco hacía por venir a vernos…

Greenville se encuentra a doce horas de carro de Miami…

Pasé unos meses horribles…

Mi esposo no actuaba limpiamente…

Lo único que tenía claro era que trabajaba en una determinada empresa…

Decía que vivía en un cuarto de alquiler, con una familia hispana, y que allí no había teléfono…

Tenía que llamarlo, forzosamente, al de la empresa…

Mi cabeza era un remolino…

Las dudas me devoraban…

Yo estaba muy enamorada…

Y en diciembre de ese año (1998) tomé una decisión…

Viajaría a Greenville por sorpresa…

Hice las maletas y le dije a mi madre que Abel, mi esposo, estaría esperándome…

Todo inventado…

Mi madre acudió a despedirnos a la estación de autobuses y yo hice cuanto pude por disimular…

Le dije que era muy feliz porque estaba a punto de reunirme con mi esposo. Mentira…

Las dudas me consumían…

Y ya en el bus creí morir. Le pedí a Dios que me acompañara y que dirigiera mis pasos en aquella aventura…

Y ya lo creo que lo hizo…

El autobús partió en la mañana del día 15…

Y fue parando en numerosos pueblos. Allí subía gente…

Empecé a desesperarme. Pensé que era un viaje expreso, pero no…

Y fue subiendo gente de diferentes edades y niveles sociales…

Yo, junto a mi hija, seguía asustada…

No dormí en toda la noche…

Cada vez que entraban pasajeros tomaba a mi hija y me desplazaba hacia la parte delantera del bus, cerca del conductor. Así me consideraba más segura…

Y vi amanecer…

El paisaje fue cambiando…

Vi ranchos y caballos y árboles…

Esto me distrajo un tiempo…

Siguieron las paradas y siguió subiendo gente…

Y yo pensaba: «Nos arreglaremos… Estaremos los tres juntos… No importa que sea un pequeño cuarto, alquilado… Buscaré trabajo y ayudaré en los gastos»…

Y en una de las paradas subió un señor de edad madura…

Era alto, con canas…

Y se fue a sentar junto a mí, al otro lado del pasillo…

Al principio no le presté excesiva atención…

La mirada era pura bondad…

Él me sonrió…

Yo respondí con otra sonrisa y, sutilmente, se interesó por mi hija. Y preguntó su edad…

Así empezamos a conversar…

Y, sin darme cuenta, fui explicándole mi situación…

Le hablé de mis dudas y de la desconfianza hacia mi esposo…

Aún me pregunto por qué actué así. Yo no lo conocía de nada. Tampoco es mi forma habitual de ser…

Dijo que se llamaba Manuel…

Había algo en él que inspiraba seguridad…

Me sentía bien a su lado. Proporcionaba paz. Sabía escuchar…

Y seguimos conversando…

De pronto preguntó:

—¿Tiene lápiz y papel?…

Le dije que sí…

—Anote mi número de teléfono —comentó—, por si surgen desilusiones.

Así lo hice. Abrí la agenda y tomé nota de lo que dijo…

La verdad: lo tomé como un cumplido, sin más…

Y al llegar a Greenville bajamos del bus y procedí a sacar las maletas…

El hombre bajó conmigo y, cuando extendí la mano para despedirme, me dejó con la mano en el aire, y comentó:

—La esperaré aquí… Llame a su esposo… Yo cuidaré su equipaje.

No sé por qué, pero obedecí…

Respiré hondo. Había llegado el momento de la verdad…

Tomé a la niña de la mano y me dirigí a los teléfonos de la estación…

Allí se quedó don Manuel, con las manos en la espalda, muy erguido, y con las maletas a sus pies…

Podían ser las 13 horas cuando marqué el número de la empresa de mi esposo…

Se puso y yo, emocionada, lo saludé…

—Mi amor —respondió—, yo te llamo en la noche. Ahora estoy muy ocupado… Yo te llamo.

—No es necesario —contesté—. No me llames más…

—¿Por qué?…

Y respondí con mucho miedo:

—Porque estoy aquí, en Greenville…

Se produjo un largo silencio…

Y él preguntó de nuevo:

—¿De qué Greenville me hablas?

Le aclaré que estaba en la ciudad, en la estación de autobuses y que podía leer el cartel de la calle donde me encontraba: Greyhound, en McBee…

Nuevo silencio…

Y replicó que regresara de inmediato a Miami…

Se me partió el corazón…

Y comencé a llorar…

Le dije que sólo tenía 30 dólares y que si quería que volviera tenía que venir a la estación, dar la cara, y entregarme el dinero necesario para retornar a Miami…

Me sentía perdida, traicionada y abandonada…

Al mismo tiempo no entendía nada…

Colgué y caminé, despacio, hacia el lugar en el que aguardaba don Manuel…

Me aproximé y dijo:

—Mi pequeña niña… Eso forma parte de las desilusiones de la vida…

Yo, abrazada a mi hija, lloraba desconsoladamente…

Entonces, él intervino de nuevo y comentó:

—Vamos a sentarnos… Él vendrá… Démosle unos minutos… Esperaremos sentados…

Nos sentamos…

Don Manuel cruzó las piernas, tomó un periódico y se puso a leer…

Yo sentí que pasó una eternidad…

¡Dios mío! ¿Qué podía hacer en una ciudad extraña, sin dinero, y con una niña tan pequeña?…

Pasaron veinte minutos…

Y vi entrar a mi esposo en la estación de autobuses…

Me llené de alegría. El sufrimiento desapareció…

Nos abrazamos y le presenté a mi amigo…

Se dieron la mano y don Manuel, mirando a los ojos de Abel, le dijo:

—Jamás, nunca, haga sufrir a la mujer que Dios le ha dado por compañera. Ella es de buen corazón…

Mi esposo y yo volvimos a abrazarnos…

Entonces, cuando me di la vuelta para despedirme y darle las gracias, don Manuel había desaparecido…

Parecía como si se lo hubiera tragado la tierra…

Nunca logré explicar por dónde se fue…

Y allí empezó mi odisea…

La intuición nunca engaña…

Mi marido no era trigo limpio. Tenía otras mujeres…

Descubrí sus engaños e infidelidades…

Me sentí nuevamente sola y perdida…

Pero mi familia no sabía nada…

Pasaron los meses y la tristeza me conquistó por completo…

Fue entonces cuando recordé las palabras de don Manuel: «… por si surgen desilusiones»…

Marqué el número telefónico que me había proporcionado y se puso una señora…

Quería explicarle mi situación y que supiera que regresaba a Miami…

La mujer oyó mis explicaciones y pensó que estaba loca o que bromeaba…

Le dije que no era broma y pidió que lo describiera…

Así lo hice…

La señora, entonces, se echó a llorar…

Don Manuel, su esposo, había fallecido cinco años atrás…

Interrogué a Dane en diciembre de 2012 y confirmó lo expuesto:

El hombre era alto, con los cabellos ondulados…

Tenía algunas canas y bigote…

Era de tez clara, con las manos largas, como las de un pianista…

Vestía pantalón negro y una guayabera blanca…

Los zapatos eran oscuros…

Todo aparecía correctamente planchado…

Don Manuel —según Dane— entró en el bus en la mañana del día 16. No llevaba equipaje y permaneció en el vehículo por espacio de seis horas, aproximadamente. Recorrió quinientos kilómetros en la compañía de la mujer.

Dijo ser hondureño o salvadoreño. No lo recuerdo bien…

No he conservado el número de teléfono. Han pasado muchos años…

No sé por qué no quiso darme la mano. A mi esposo sí se la dio…

Estoy bien
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