Conocí a Juanjo Infante y a Luisa, su esposa, un 15 de febrero… No podía ser de otra forma[18].

Hablamos mucho.

Me contaron algunas experiencias que no tienen explicación a la luz de la razón. Pero, como dije, qué importa la lógica si la experiencia es real…

Empezaré por uno de los sueños de mi tocayo.

—Sucedió una noche, entre enero y marzo de 2002…

La conversación fue dolorosa, pero Infante y Luisa resistieron.

—En esos momentos —prosiguió Juanjo—, cuando se produjo el sueño, nuestra hija Alba tenía cuatro años… El caso es que llevaba tiempo pidiendo un hermanito… Pero Luisa no se quedó embarazada hasta mayo de 2002.

Las fechas eran importantes y Juanjo solicitó que me fijara en ellas. Así lo hice…

—El sueño tuvo lugar entre enero y marzo de 2002 —repetí— y Luisa quedó embarazada en mayo de ese mismo año…

El matrimonio asintió.

—Pues bien —continuó Juanjo—. Vayamos con el sueño, propiamente dicho. Yo me hallaba sentado en un banco metálico de color verde… Sé que era una estación o, más exactamente, un apeadero…

—¿En qué lugar?

—Lo ignoro. El banco era parecido a los que había visto en el barrio en el que crecí… Era de día. Lucía el sol. Podía ser mediodía. Recuerdo que me embargaba un sentimiento muy intenso, mezcla de nostalgia, dolor y resignación…

—¿Por qué?

—En el sueño sabía que nuestra hija Alba estaba muerta…

—Pero, en esos momentos, la niña vivía…

—Sí.

Dejé que continuara.

—Yo tenía un bebé entre mis brazos. Se hallaba dentro de un saquito de punto blanco. Era el mismo que había cubierto a Alba cuando era bebé. Reconocí la prenda…

»No sé cómo explicarlo… En el sueño sentía que quería mucho a aquel niño. Era mío. Mejor dicho, nuestro. Olvidé decir que Luisa, mi mujer, también estaba en el sueño.

Juanjo Infante regresó a los detalles:

—El apeadero no era muy grande. Podía medir treinta o cuarenta metros de largo por cinco o seis de ancho. Disponía de un pequeño porche que proyectaba sombra, justamente sobre nuestras cabezas. La edificación se alzaba a mis espaldas. Era un apeadero típico de los pueblos de la sierra de Sevilla, muy rústico, con los precercos de las jambas de las puertas…

Infante —se notaba— trabaja en la construcción.

—Sólo veía el borde del andén, sin llegar a divisar los raíles. Tampoco vi ningún tren. Enfrente se alzaba un grupo de árboles, altos, y azotados por el viento…

Infante hizo una pausa y comentó, casi para sí:

—No entiendo por qué recuerdo los detalles y, sin embargo, la cara del niño está en blanco… No consigo recordar los rasgos…

—¿Nada?

—Absolutamente nada… Entonces dije algo absurdo: «¡Hay que ver lo que se parece el niño a su hermana! ¿Ves?».

»Ahí terminó el sueño.

—Veamos si lo he entendido. En el sueño, Alba ya estaba muerta…

—Así es, pero la niña falleció realmente meses después: el 15 de febrero de 2003 y de forma repentina e inesperada.

—En cuanto al bebé que sostenías en brazos…

—En el momento del sueño ni siquiera había sido concebido. Luisa, como te dije, quedó embarazada en mayo de 2002.

—¿Cuándo nació el bebé?

—Alejandro vino al mundo el 13 de diciembre de ese año. Alba nos lo había pedido y nosotros lo buscamos durante tres años.

—En esos momentos (enero-marzo de 2002), ¿tenías alguna sospecha sobre la enfermedad de Alba?

—Ninguna. La sepsis estreptocócica que se la llevó se presentó a primeros de febrero de 2003. Mi hija duró diez días. En suma: en las horas previas a la noche del sueño no hubo ningún hecho, circunstancia, película o noticia que hubiera podido afectar mi subconsciente, en el sentido de barruntar su pérdida. El elemento principal de la ensoñación fue el bebé que sostenía en los brazos.

—¿Qué opinas del sueño?

—Fue una doble premonición…

Lo dicho: hay sueños mágicos.

Estoy bien
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