La primera noticia sobre la experiencia vivida por Javier Martínez Pedrós me llegó por carta. Maite, hija de Javier, tuvo una feliz iniciativa y me puso sobre aviso. A su padre le había sucedido algo singular y consideró que dicha experiencia no debía perderse. «El suceso —me decía— puede ayudar a otras personas».

Estuve de acuerdo.

Pero, siguiendo la costumbre, dejé reposar el asunto.

Algún tiempo después solicité nueva información a la hija de Martínez Pedrós.

Esta vez fue el protagonista quien respondió a mi petición. Y me proporcionó detalles. La carta de Javier decía así:

Alacuás 22/08/01

… Estimado amigo: Permíteme que te trate como un amigo, pues aunque no nos conocemos personalmente te considero un amigo, pues he leído prácticamente todos tus libros.

Me llamo Javier Martínez Pedrós (no me importa en absoluto la confidencialidad de lo que te voy a contar), pues no me avergüenzo de lo que me pasó con mi abuelo; muy al contrario: estoy muy orgulloso y me siento una persona privilegiada por haber vivido esta experiencia.

Ante todo quiero que sepas que sé diferenciar muy bien lo que es una ilusión de una alucinación, de lo que es real y lo que es irreal, de lo que es estar en estado de sueño y de vigilia, de la sensación y de la percepción. Con esto quiero decir que lo que vi o lo que viví era real…

Te digo todo esto sobre la ilusión y la alucinación porque es un tema que tengo muy estudiado, pues como te habrá contado mi hija soy licenciado en Psicología.

A continuación paso a contarte el suceso:

Todo ocurrió a finales de enero de 1975. Quizá el 22 o 23. Yo tenía trece años.

Mi abuelo se llamaba José Pedrós Florencio. Aparte de ser mi abuelo materno, también era mi padrino. Considero que teníamos una relación muy estrecha. Yo le quería mucho y él a mí.

El abuelo enfermó de bronquitis y, por lo que recuerdo, pasó bastantes semanas en cama. Un día, el médico nos comunicó que había pasado lo peor y que mi abuelo estaba en vías de recuperación. Al parecer, según el médico, durante todo ese tiempo estuvo en peligro de muerte.

Esa misma noche, el abuelo le dijo a mi madre que estuviera preparada «porque pensaba dar guerra». A mi madre le extrañó la actitud del abuelo. Yo, ahora, pienso que él sabía que se moría…

Y, efectivamente, esa noche falleció. Ocurrió el 20 de enero de 1975. Tenía setenta y nueve años de edad.

No recuerdo si había pasado un día o dos desde su fallecimiento… El caso es que estaba durmiendo en mi habitación (podían ser las cuatro o las cinco de la mañana) cuando escuché una voz. Alguien me llamaba: «¡Pavi… Pavi!». (En casa siempre me han llamado Pavi).

Al oír repetidamente mi nombre terminé despertando.

Entonces vi a un hombre, junto a mi cama. No paraba de pronunciar mi nombre.

En un principio no reconocí al abuelo. Pensé que se trataba de alguien —quizá un ladrón— que se había colado en la casa.

Esta persona se hallaba de pie, a la izquierda de mi cama. Tenía los brazos cruzados, vestía un traje oscuro y llevaba puesta una boina. Presentaba una barba de dos o tres días.

Me asusté tanto que me incorporé y lo golpeé con varios puñetazos. Los golpes atravesaron el cuerpo de esta persona, aparentemente sin hacerle daño.

Después de golpearlo varias veces, y viendo cómo mis manos y brazos atravesaban su cuerpo, de repente me dijo: «Ahora que te he visto me puedo ir satisfecho». (O sea, que aún no se había marchado).

Fue en ese instante, al hablar, cuando me percaté: ¡era mi abuelo!

Y empecé a llamarlo: «¡Abuelo, abuelo, abuelo!».

Me miró, sonrió, y se desvaneció.

Intenté agarrarlo para que no se marchara. Fue como si abrazara a la nada…

Se marchó sonriendo, con gran satisfacción.

Y yo pasé del miedo y del terror a la alegría y a la esperanza. Acababa de ver a la persona que más quería en esos momentos.

Mi abuelo era una persona muy tozuda. Estoy seguro de que antes de marcharse pidió verme y despedirse de mí…

Estoy seguro de que cuando me llegue la hora, él vendrá para guiarme…

Y, como es habitual en mí, archivé la carta de Javier y adopté la técnica de la «nevera».

Así transcurrieron once años…

Finalmente, «alguien» tocó en mi hombro y viajé a Valencia, en España.

Fue el 17 de octubre de 2012.

Javier Martínez Pedrós —gentil y paciente— me recibió y volvió a contar la experiencia (con detalle). No hubo una sola contradicción. Como ya mencioné, si el testigo inventa, o miente, es muy difícil que sostenga la versión original, y mucho menos después de tantos años…

No era el caso.

Y hablamos —cómo no— de los detalles del suceso.

—El abuelo fue enterrado en Ribarroja del Turia, aunque falleció en Alacuás…

Javier es un hombre despierto y con una excelente memoria.

Me interesé mucho por el «cuerpo» del abuelo.

—La figura que vi parecía normal. Era idéntica a la que conocí en vida. Lo único anormal es que, al golpearlo, los puños lo atravesaban.

—¿Era traslúcido?

—Aparentemente era un cuerpo sólido. No veía a través…

—Dices que llevaba barba de dos o tres días.

—Sí, y me sorprendió.

—¿Por qué?

—El abuelo se afeitaba a diario. Era muy cuidadoso.

—¿Vestía la ropa habitual?

—Sí, de negro. Pantalón y chaqueta de pana y una faja en la cintura.

—¿Había luz en la habitación?

—Por la ventana entraba la luminosidad de la calle.

El hecho tuvo lugar en la calle Bandera Valenciana, patio cuatro, tercer piso, en el referido pueblo de Alacuás.

—¿Cómo desapareció?

—Noté una vibración y empezó a difuminarse.

—¿Por partes?

—No, el cuerpo se borró poco a poco, pero de manera uniforme.

—Háblame de la voz…

—Era la suya. La reconocí perfectamente. Pronunció mi nombre varias veces…

—¿Cuántas?

—Siete u ocho. «¡Pavi… Pavi!».

—¿Por qué lo golpeaste?

Javier me observó, perplejo.

—Me asusté. Pensé que había entrado un extraño.

—¿En qué momento dejas de «golpearlo»?

—Al escuchar la voz. Entonces comprendí que era el abuelo…

—¿Sabías que estaba muerto?

—Claro. Llevaba dos días enterrado.

—¿Dormías solo en la habitación?

—No, con mi hermano. Pero no se enteró de nada.

—Dices que te incorporaste en la cama…

—Sí, y empecé con los puñetazos. Entonces fue cuando reconocí la voz y me fijé en la cara. Sonreía. Los ojos estaban llenos de vida… Fue en lo que más me fijé.

—¿A qué distancia estaba de la cama?

—A medio metro.

—Dices que trataste de abrazarlo…

—Sí, pero abracé a la nada. Entonces se difuminó.

—¿Era religioso?

—Creía en Dios, pero era anticlerical.

Estoy bien
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