María de la Luz Rodríguez vive en la ciudad de Cádiz (España).
Me entrevisté con ella el 5 de octubre de 2012. Previamente —doce años antes (!)— me había enviado la siguiente carta:
Cádiz, 5 de junio de 2000
Estimado Sr. Benítez. Por fin puedo dirigirme a usted, pues no sabía cómo hacerlo… Empecé a leerle ¿por casualidad? Una amiga me prestó un libro (me encanta leer). Ese libro era Caballo de Troya. Lo leí rápidamente y después lo disfruté lentamente (tengo esa costumbre). Siempre los leo dos veces y me sorprendió bastante al ver que muchas de las dudas que desde pequeña me asaltaban sobre la iglesia, Jesús de Nazaret, María, etc. estaban resueltas en ese libro. Era lo que siempre había pensado…
Ahora me presentaré. Me llamo María de la Luz Rodríguez. Tengo cuarenta y cuatro años y he sido auxiliar de clínica… desde hace diez meses soy viuda. Mi marido falleció el 18 de julio de 1999.
Sé que el caso que le voy a contar ya lo habrá oído en más de una ocasión, pero ahí va.
Mi marido era el administrador de Radio Cádiz (Cadena SER). El 8 de julio del 94 estaba trabajando cuando sufrió un fuerte dolor en la cabeza. Los compañeros lo trasladaron al hospital. Cuando llegué estaba totalmente desorientado. Le fue diagnosticado un tumor cerebral. Antes de operarlo, el médico me alertó: la operación era bastante grave; después podía sufrir problemas de carácter y de memoria. Quedaría desorientado. Y así fue. Tras la operación no recordaba que estábamos casados, ni tampoco que teníamos hijos… A veces estaba lúcido y a veces lo olvidaba todo.
Mi sorpresa, en fin, empezó al día siguiente de trasladarlo de la UCI a la habitación. Fue el 17 de julio de 1994. Después de marcharse las visitas de la tarde le hice un comentario:
—¡Cuántos amigos tienes!
Y él respondió:
—¿Y tu padre?
—¿Mi padre?
—Sí, qué bien está, ¿verdad?
Me quedé de piedra. Mi padre había muerto catorce años antes.
Y pensé que era otro despiste, tal y como advirtió el médico.
Las preguntas sobre mi padre se prolongaron toda la semana que estuvo ingresado. Decía que lo veía, sentado, entre la cama y la pared.
—¿Es que no lo ves? —repetía—. Yo sí lo veo…
El día que le dieron el alta, mientras esperábamos la ambulancia, me cogió de la mano y preguntó:
—¿Y tu padre?… ¿Por qué no viene a verme?
Entonces se echó a llorar y contó que lo había visto entrar en Urgencias, conmigo. Y explicó que mi padre caminaba todo el tiempo a mi lado. Y dijo que aparecía serio, como preocupado. Y dijo más: el día que lo llevaron al quirófano, para intervenirlo (iba totalmente sedado), vio a mucha gente que entraba y salía de los quirófanos. Dijo que no era personal sanitario. Eran gente —ya fallecida— que acudía a cuidar a sus amigos y familiares. Mi marido aseguró que vio a su abuela materna, a mi cuñado, con una túnica de color naranja, y a mi padre. Y en medio a Jesús, muy moreno, y con una túnica blanca… Todos estaban muertos.
Entonces, ya en el quirófano, dice que se vio en lo alto, flotando cerca del techo. Y vio la mano del cirujano, aspirando con un tubo una mancha blanca que aparecía en la cabeza (su propio cuerpo). Decía que el cráneo se hallaba abierto como un libro… En esos instantes es cuando vio a mi padre y a mi cuñado (fallecido el 5 de noviembre de 1981) y a su abuela, muerta el año 72. Y en mitad de estos familiares, la persona de Jesús de Nazaret. Pero no era el Señor que vemos en las iglesias ni en los cuadros. Era un hombre normal, alto, moreno, con barba y túnica blanca. Mi marido dijo que hubiera deseado irse con ellos, pero le dijeron, mentalmente, que no era su hora. Entonces me vio a mí en la capilla del hospital, llorando y rezando. Y era cierto. Ahí terminaron sus recuerdos.
El médico afirmó que el tumor era maligno y que había metástasis. Entonces empezaron a buscar el primario, pero no dio la cara hasta 18 meses después, en el pulmón. El médico le dio de vida un año o, como mucho, año y medio. El caso es que ha vivido cinco años, sin dolores y sin tomar calmantes. Finalmente falleció el 18 de julio. Se quedó dormido…
Debo decirle que mi esposo, antes de que sucediera todo esto, era casi ateo. No creía en nada, y menos en los curas. Cuando íbamos a una boda o a una comunión, él aguardaba fuera. No entraba en las iglesias. Después de lo que vio llenó la casa de imágenes del Sagrado Corazón.
Y una última cosa. Mi marido, en esos cinco años que alcanzó a vivir, siempre contaba la experiencia de la misma forma. Y aseguraba que, al morir, «nos quedamos aquí, pero en otra dimensión».
Por cierto, Al fin libre, maravilloso…