La mañana del viernes, 3 de agosto de 1979, fue soleada y calurosa.

Yo acababa de llegar a Barbate.

Era tiempo de vacaciones.

Así consta en mi cuaderno de campo…

Por supuesto, esa mañana yo estaba ajeno a lo que sucedía en el centro del pueblo, a quinientos metros de mi casa.

Fue después, meses más tarde, cuando recibí la primera noticia del singular suceso ocurrido en Cristamar, una céntrica cristalería.

Quedé desconcertado.

Y se registró a plena luz del día…

He aquí un resumen de los hechos:

En realidad todo aconteció en poco más de cinco minutos. En un primer momento el hecho pasó desapercibido. Cristamar se encuentra en la avenida, en pleno centro de Barbate.

Esa soleada y apacible mañana, como digo, el encargado de la cristalería —Juan F. Benítez— vio entrar en el taller a un joven de mediana estatura. Juan supuso que se trataba de un cliente.

Y el recién llegado, tras un escueto saludo, fue directamente al grano.

Deseaba dejar un aviso.

Juan, que en esos momentos se encontraba solo en la cristalería, abandonó momentáneamente sus quehaceres y se dispuso a tomar nota.

La conversación tampoco se distinguió por nada fuera de lo común.

—Entiendo —aclaró el responsable del taller—, se trata de tomar medidas para la colocación de una cortina… ¿Dónde?

Y el joven respondió:

—En la casa del guarda forestal.

Juan cayó en la cuenta. En el pueblo había dos guardas forestales.

—¿En qué casa? —preguntó.

El joven precisó y Juan replicó:

—De acuerdo. Conozco el sitio. A la entrada del pueblo…

Y con un segundo, y no menos parco saludo, el cliente dio media vuelta y salvó los cinco metros que le separaban de la puerta. Juan lo vio alejarse y, sin más, retornó a su trabajo.

El asunto, en efecto, fue de lo más normal. Aquel tipo de avisos eran el pan nuestro de cada día…

El lunes, día 6, a eso de las trece horas, un segundo empleado de Cristamar —Antonio Alba— acudió a la casa del guarda forestal. Lo atendió una de las hijas.

Nadie sabía nada sobre el encargo.

Alba, confuso, recordó lo del viernes por la mañana.

Nadie había dado ningún aviso…

Cuando la señora de la casa regresó preguntó sobre la persona que hizo el encargo, pero Antonio no supo responder. Fue Juan, su compañero, quien recibió la petición.

Y la madre quedó en pasar por la cristalería para aclarar el asunto.

Así fue.

La esposa del guarda forestal acudió a Cristamar y Juan le dio toda clase de explicaciones sobre el joven que había hecho el encargo.

La señora tuvo un presentimiento.

Al cabo de unos días volvió a la cristalería, y lo hizo con varias fotografías de sus hijos varones.

Las mostró al empleado y Juan, sin dudarlo, reconoció una de las imágenes.

—Éste es el joven que dio el aviso.

—¿Estás seguro?

—Completamente —sentenció el cristalero.

A la señora se le saltaron las lágrimas. El joven en cuestión era su hijo, Miguel López Sepúlveda, de treinta años de edad…

Había muerto en accidente de tráfico el 22 de diciembre de 1978 en el kilómetro 64 de la carretera de Ubrique a Los Barrios, en Cádiz (España).

Hacía siete meses que se hallaba sepultado en Barbate…

Poco a poco fui interrogando a los protagonistas. Conversé con ellos por separado.

—Era un joven de 1,70 metros —manifestó Juan F. Benítez—. Llevaba una camisa clara y un pantalón vaquero…

—¿Lo conocías?

—No.

—¿Te dio la mano?

—No. Tampoco es la costumbre cuando se entra en una cristalería…

—¿Podrías reconstruir la conversación?

—Él saludó y yo respondí:

»—Qué hay…

»Entonces manifestó que deseaba dar un aviso…

»—Es para una cortina —dijo—. En la casa del guarda forestal.

»—¿Cuál de ellas? —pregunté.

»—La de allí arriba —y señaló la entrada del pueblo.

Comprendí.

—¿Tenía acento andaluz?

—No lo recuerdo bien; creo que sí…

Juan se quedó dudando.

—Entonces tomé nota aquí mismo, sobre la mesa de corte…

—¿Qué hizo él mientras apuntabas?

—Guardó silencio y esperó. Al terminar se despidió, dio media vuelta, y se fue…

—¿Caminaba normalmente?

—Sí.

Alba, al interrogarle, confirmó lo que ya sabía.

—En la mañana del lunes, a eso de las 13.30 o 14.00 horas, me presenté en la casa. Y pregunté por la cortina en cuestión…

—¿Quién te recibió?

—Una de las hijas. La señora no estaba en esos momentos. Llegó después…

—¿Y qué sucedió?

—Que nadie sabía nada del aviso. Ni la hija ni la madre. Yo noté que se miraban con extrañeza. Total, ya que estaba allí, la señora pidió que midiera la cortina. Y así lo hice.

—¿Pasó algo más?

—La señora insistió. Quería saber quién había dado el aviso. No pude decírselo. El encargo lo recibió mi compañero. Y le dije que fuera a la cristalería y que preguntase.

Eso fue lo que hizo Isabel Castañeda González, la esposa del guarda forestal.

—Tuve un presentimiento —contó—. Dos días antes, el sábado, 4 de agosto, mientras almorzábamos, mi marido, mi hija y yo hicimos un comentario: «Entran muchas moscas en la cocina. Habría que colocar una cortina de palillo»… Pero no pensamos en esa cristalería, ni en ninguna.

—No entiendo…

—De haber dado el encargo, que no lo hicimos, lo hubiéramos hecho a Perea, un hombre que se dedica a estas cosas.

Eché mano de la memoria.

El aviso fue dado el viernes, 3 de agosto. La familia del guarda forestal hizo el comentario el sábado, día 4, y el de las medidas, Alba, llegó a la casa el lunes, 6.

Asombroso.

Y la mujer prosiguió:

—Cuando el muchacho de la cristalería llegó a tomar las medidas, yo estaba ausente. Lo recibió mi hija Adela. Con ella estaban Carmen, la Levante, y una señora de Málaga. Mi hija pensó que el encargo lo había hecho yo. Pero, como le digo, yo no di ningún aviso. Se lo reproché a Antonio, mi marido, cuando llegó a almorzar. Pero él tampoco había avisado a nadie. Total, que el muchacho quedó en volver en cosa de dos o tres días, con la cortina.

—¿Por qué dice que fue una intuición?

—No lo sé. Me vino de pronto. Y bajé a la cristalería y pregunté. Juan explicó cómo era el joven y cómo iba vestido. No tuve dudas. Era él, era Miguel… Volví a casa, tomé una foto de mi hijo, y regresé a la cristalería. Juan vio la foto, pero no reconoció al joven que le había visitado.

—¿No le reconoció?

—No, y tiene una explicación: la foto era de la época de la «mili»… Entonces dejé pasar unos días y al mes, más o menos, volví a Cristamar con tres fotos más modernas. Eran de mis hijos varones. Juan las miró y señaló una de ellas.

»—¿Estás seguro? —pregunté.

»—Completamente. Es éste el que entró en la cristalería.

»¡Era mi hijo Miguel!

—¿Cómo se mató?

—Conducía otro. Cayeron a un arroyo…

Miguel López Sepúlveda era ayudante de montes.

—Al entrar en la cristalería, ¿llevaba la misma ropa que el día del accidente?

—Según lo contado por Juan, no. El día de la cristalería vestía una camisa de manga corta, clara, con unas rayitas de color beige, y unos vaqueros. Esa ropa está colgada en mi casa.

Por supuesto verifiqué el accidente y la tumba donde está enterrado Miguel.

Estoy bien
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