38
En noviembre de 1938, mi padre subió a bordo del barco Matusalén en el puerto de Jaffa y embarcó para Southampton. Llevaba camisa blanca sin corbata. Estaba poseído de un gran anhelo espiritual. Abajo, en el muelle, la mujer que amaba le dijo adiós agitando la mano.
Había estado meses dudando sobre si partir o no. Había pasado semanas dándole vueltas. Ahora se encontraba en el momento inevitable: la separación que no creía fuese a llegar nunca.
Y si el hecho encerraba una contradicción, si la separación que él veía inevitable nunca le había parecido real, era porque reflejaba su vida en general, que aun prosiguiendo imperturbable tampoco le había parecido nunca del todo real.
Sólo que esta mañana, al despertarse juntos en la blanca habitación de la calle Gordon, las rayas de luz en el suelo, el maletín, la respiración de ella a su lado eran indiscutiblemente reales.
Habían estado hablando hasta tarde, pese a que lo era ya demasiado, y al final se habían acostado, agotados, uno al lado del otro. Ella le besó la mejilla; le acarició las rubias cejas; y cuando le rozó con el dedo la marca de la frente que dijo alto a la muerte, con voz que era a la vez cansada y cariñosa, le dijo:
—Al final del día lo que te guía no es lo que quieres, sino lo que piensas que deberías querer.
Él no tenía idea de la diferencia. En los ojos de la mente tenía siempre presente el grave rostro de su padre. Permaneció despierto toda la noche junto a ella mientras dormía como si tuviera la conciencia clara.
Ya había llegado la mañana y ella seguía allí, demasiado real para dudarlo, demasiado carnal para creerlo. Acercó el rostro a sus cabellos y aspiró su perfume. También ese momento se le escapó rápidamente.
En todos los años que siguieron volvería a ese momento, recordaría aquel perfume como esa palabra que uno tiene en la punta de la lengua. Era la letra que había cambiado en el manuscrito de su vida: el factor que variaba la suma total, el elemento que contaba una historia diferente.
Ahora estoy en el aeropuerto, a punto de volar a casa. Voy vestida con unos tejanos y una camiseta gris. Llevo unos bocadillos en el bolso de viaje. El inventario de lo que he cargado en el equipaje es el siguiente: una colección de cartas, un diario manuscrito, un par de candelabros del sabbat. Mi tía Miriam me desea buen viaje.
Tiene un aire animoso y a la vez inmaculado con sus pantalones verdes floreados y el pelo sujeto con una cinta juvenil. Pero también la veo pequeña en la inmensidad del aeropuerto: frágil y endeble, vulnerable y débil. Me vienen a las mientes de pronto todas las preguntas que quisiera hacerle. ¿Quién sabe si llegaré a hacérselas algún día?
—No tardes tanto en volver —me dice cuando nos abrazamos—. Espero poder verte otra vez.
Después se va; y me siento todo lo sola que es posible estar, mezclada con la barahúnda de itinerantes que parten hacia diferentes destinos: Atenas y Londres, Budapest y Roma. Acepto la soledad al igual que la capacidad de recuperación del viajero; aburrida de antemano ante las distancias que he de cubrir, las muchas esperas que debo afrontar.
Resignándome a la situación, me siento en una silla dura y hago lo que vienen haciendo muchas generaciones de viajeros en circunstancias similares: abro un libro. Es denso y onírico, me transmite aromas de mar y niebla inglesa: algo tan alejado de esta realidad que me permite sumergirme en él y olvidarme de mí, olvidar incluso por un breve instante el brillante y discordante ambiente que me rodea. Estar sentada en un aeropuerto, leer una descripción de la orilla del mar parece resumir ahora mi puesto en la vida.
He leído apenas tres frases cuando advierto una presencia a mi lado, alguien sentado en la silla contigua que atisba el libro que estoy leyendo con atrevida curiosidad. Es Gideon, naturalmente. Lleva una mochila colgada del hombro, tiene aspecto animoso y ponderado, está a punto de partir; pero en esta fase de la situación ni siquiera hay espacio para la sorpresa, si bien me desconcierta secretamente lo mucho que me complace verlo, el alivio que me causa el simple hecho de haberlo encontrado.
—Vuelves a estar en camino —dice.
—También tú vuelves a estar en camino —replico.
—Así es.
—¿Hacia dónde?
Gideon suelta una risita.
—A Oriente.
—¿A Bakú?
Me observa con atención.
—Sí. ¿Cómo lo sabes?
—¡Ah, dispongo de fuentes de información particulares! —replico, serena.
Vuelve a mirar mi libro: ve que utilizo una foto como señal de lectura.
—¿Has encontrado lo que viniste a buscar? —continúa.
Coloco la foto de Hannah entre las páginas.
—Sí, en efecto. ¿Y tú?
—¡Oh, sí! —dice Gideon.
—¿Dónde está el códice ahora?
—De momento, en lugar seguro. —Su sonrisa se hace más franca—. En una guenizá.
No puedo evitar una sonrisa.
—¿Cómo lo devolverás a su sitio?
—¿Cómo va a ser? Hoja por hoja. No te preocupes. Lo volveremos a encuadernar. Así que... —mira con inquietud a su alrededor—, volverás, ¿verdad?
—Sí, pronto, espero. ¿Y tú?
—Pronto, quizá —reflexiona—, pero aún no.
—Dime una cosa. ¿Está perfecto el códice?
Lo miro a los ojos.
—Tan perfecto para nosotros como el vuestro para vosotros. ¿Quién sabe? A lo mejor un día tienes ocasión de comprobarlo por ti misma. —Hurga en el bolsillo—. Tengo algo para ti. No es más que un trocito de papel —dice dándomelo—. Una muestra de lo que podríamos calificar de prueba.
En realidad, es un pergamino: una carta, cerrada en otro tiempo, ahora abierta, empalidecida por el paso del tiempo y los muchos pliegues con que fue doblada muchas veces.
—¿Prueba? —Siento el peso en los dedos—. Si es una prueba, ¿por qué no me la diste antes?
—A veces vale la pena ver si una persona confía en ti sin necesidad de que exista una prueba.
—¿Y Cobby...?
—Él no habría creído en mí por muchas pruebas que existieran. Algunas personas sólo creen en su escepticismo. —Indica el pergamino con un gesto de la cabeza—. Hace ciento treinta años que tu bisabuelo se la dio al mío, y ahora yo te la devuelvo. Pero no la abras todavía. Y ahora —dice Gideon— voy a cogerte la mano.
Y para sorpresa mía, la coge.
—Y ahora te diré adiós.
Y para mayor asombro, me besa en la mejilla.
—Un saludo entre primos. Y una muestra de agradecimiento. Mi madre no me lo perdonaría —añade—, si no te invitara a ir a ver a la familia. Nos veremos en Bakú.
Se levanta bruscamente y se aleja, la mochila colgada descuidadamente del hombro, haciendo un leve gesto con la mano.
Sigo largo rato mirando ese punto distante entre la muchedumbre que se ha tragado la figura bíblica de Gideon. Me embarga una inmensa carga de sentimientos; ahora me parece absurdo, imposible, salir volando de aquí. Me levanto por fin, entro en el lavabo de señoras, me mojo la cara con un poco de agua tibia. El rostro que veo en el espejo está abotargado, refleja un gran cansancio. No por primera vez, sino una más, me veo como una mujer de mediana edad.
Entre angustiada y curiosa, desdoblo el pergamino:
Con la ayuda de Dios, La Ciudad Santa, kislev 5, 5626
Honorables y amados hermanos, desde que vimos claramente que se acercan para nosotros los días de la disolución y que tenemos al alcance de la mano los días del Mesías, nos sentimos poseídos del anhelo de reunirnos con nuestros hermanos dispersos, que el Señor ha diseminado por los rincones más apartados de la Tierra, y por eso deseamos ardientemente ver el rostro de nuestros hermanos, dondequiera que el Señor los haya desperdigado, hasta que llegue el tiempo en que vuelva a reunirlos, como las corrientes del Néguev y en alas de águila, en la Ciudad Santa de Jerusalén. Y por eso nuestro amado hermano reb shalom de skidel ha querido emprender ese peligroso viaje, movido por el afán de buscar a los que se perdieron y lamentar con ellos la gloria de Sion, que ya pasó, y regocijarse con ellos por la llegada del Rey Mesías, que está a punto de sobrevenir.
Paso la hora siguiente, y más tiempo, con la mirada fija en las páginas del libro que vuelvo sin leer. Cuando me sujeto con el cinturón en el asiento del avión, miro sin ver a través de la exigua ventana. Del asfalto muerto se levanta el trémulo resplandor del calor. El verano está de camino. No sé cuándo volveré ni en qué estación del año. Mientras despega el avión con sus inmisericordes bandazos, levanto la cabeza para atisbar esa estrecha cinta de tierra desplegada delante de un Mediterráneo azul que se va ensanchando.
Ahora somos viajeros los dos: yo hacia Occidente; Gideon hacia Oriente. Portadores ambos de la tradición familiar. Nos elevamos cada vez a mayor altura, atravesamos una cordillera de nubes. Como mi padre hizo antes que yo, me vuelvo a mirar el horizonte.