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—¿Y ahora quieres comer repostería de verdad? —dice Miriam.

Y saca del frigorífico una caja llena de dulces de lo más elaborado.

Como. Ella me mira comer mientras rodea con ambas manos su vaso de agua caliente: me explica que tiene problemas digestivos y que no puede comer mucho. A esto se añaden dolores de cabeza y trastornos circulatorios, pero ella no para de moverse, tiene el piso limpio, cuida de sus plantas; lucha contra la vejez lo mejor que puede. ¡No es ninguna fiesta! Nosotros, los Shepher, vivimos muchos años y, por desgracia, uno puede aferrarse a la vida aunque tenga la salud totalmente destrozada.

La cocina está inmaculada, los pucheros y platos meticulosamente ordenados, los restos de comida reservados cuidadosamente en un cuenco de cristal. Todo está limpio, deslucido, restregado hasta perder el brillo: viejo pero respetable, gastado pero perfectamente utilizable. Estoy suspendida en un momento de realidad segura, absoluta.

—O sea, que cuando vino a Palestina ya estaba comprometida —digo.

—Eso parece. Pero no lo dejó traslucir.

—Tal vez pensara que su prometido no conseguiría escapar nunca —digo con prudencia.

—Es muy probable.

—Aun así —digo, tanteando el terreno—, habría sido mejor que hubiera sido franca.

—Tu abuelo se llevó un gran disgusto —dice Miriam.

Me vuelvo hacia la ventana abierta, donde la ciudad sigue destellando fulgores en su nido de oscuridad: un mapa de gemas a vista de pájaro. El cielo refleja la floración de luces; una luz excesiva para poder mostrar su malla de estrellas.

—Es decir, que no se casaron.

—No, no se casaron. Si se hubieran casado, tú ahora no estarías aquí —sonríe Miriam.

—Claro...

Sostengo la mirada; intento retener un instante más aquel estremecimiento que me produce la revelación nueva y extraña, junto con lo inaprensible, la idea: ese concepto de mi posible no existencia.

—Pero ellos se querían.

—No dudamos nunca de que se quisieran —dice Miriam.

Silencio. Las dos pensamos en algo. El aire suspendido entre nosotras se hace muy pesado, como una nube de tormenta.

—Pero háblame de ti —dice Miriam con viveza—. Dime qué es de tu vida, quién hay ahora en tu vida.

Vuelvo a centrarme en la tarta; empuño el tenedor y sigo comiendo.

—Oh, nadie en particular.

—Me parece que antes había alguien. Me lo dijiste por carta, un tal Daniel.

—Hace mucho de eso. Terminó.

—¿Y ahora no hay nadie?

—Nadie. —Me vuelvo a mirarla—. Nunca ha habido nadie aparte de Daniel.

Nos hemos precipitado con tal rapidez en el presente que Miriam parece contrita por un momento: en su avidez de dejar atrás una cuestión penosa, se ha lanzado, quizá de manera inevitable, a otra.

Posa una mano en la mía.

—¿Quieres que hablemos?

Miro sus ojos tristes, viejos, afables, cargados de experiencia.

—Sí —le replico—. Creo que sí.