12
A última hora de la tarde comparece el nieto de Miriam, un muchacho fornido de anchos hombros que va vestido de uniforme, a quien recuerdo haber visto por última vez cuando él era un niño. Ahora es un gigante de mandíbula cuadrada y va calzado con unas botas colosales. Cuesta asimilar que, en el espacio de dos generaciones, ese pájaro haya producido una bestia así.
Se sienta y ocupa todo un rincón de la cocina, arrasa con los restos de comida, desbarata los pasteles. Me hace preguntas lacónicas relacionadas conmigo. Tiene una voz monocorde; expresa un lánguido aplomo. Le interesa sobre todo el precio de los coches y aparatos eléctricos en el Reino Unido.
Me pregunto quién será ese pariente mío que no se parece en nada a mí, ni tampoco se parece, a mi modo de ver, a ningún Shepher anterior. Tiene los miembros largos, es atlético; lleva los cabellos rapados muy cortos, pero los tiene abundantes y oscuros. Sus ojos son soñolientos. Lo recuerdo de niño cuando era rubio y delicado; cazaba mariposas en el patio trasero de la casa de mi primo. Recuerdo un escarabajillo reluciente corriendo por sus tiernas manos. Me enseñó que podía encontrar un martín pescador en los restos del antiguo naranjal.
Lo que antes en él era claro, hoy es oscuro; lo que antes fue liviano, ahora es pesado. Le hago preguntas y nuestra conversación se interna en callejones sin salida y en puntos muertos del secreto, en información confidencial, en ejercitada reticencia. Yo avanzo trastabillando como un civil en una pista de entrenamiento militar. Me siento perdida.
Repantigado en el largo sofá dorado que tiene en el salón tía Miriam, impresiona por lo que tiene de estatua griega, aunque no identificable, miembro de una raza extraña. Se atiborra de cacahuetes, habla con frases duras, cortantes, elásticas. Me rebotan como canicas, no puedo hacer nada con ellas. Recojo alguna y trato de acomodarla a una conversación que tenga más sentido; pero mis frases quedan absorbidas como los datos de un inmenso banco de datos.
Tía Miriam está sentada en el extremo más alejado del sofá y su expresión es entre admirada y divertida, como si no le sorprendiera lo más mínimo haber producido ese prodigio. Por el contrario, reconoce plenamente esa nueva manifestación del clan Shepher. Y a medida que voy observando al chico, comienzo a descubrirle unos rasgos familiares: los labios finos y pálidos, las orejas prominentes, la manera de cruzar las piernas o de rascarse la ceja derecha con el dedo meñique. Como si en las profundidades de un holograma fluctuaran jirones de un rostro amado.
—Fue Yigal quien encontró el códice —dice Miriam con orgullo.
—¿Yigal? ¿De veras?
Aseguraría que soy para él un motivo de perplejidad de la misma envergadura que él lo es para mí: una extraña, una aficionada inofensiva. Una sentimental, tal vez. A sus ojos, estoy demasiado interesada en el pasado. Y sin embargo, su gesto reproduce exactamente el mío cuando, acariciándose la mandíbula, dice:
—Si yo fuera israelí, no vería por qué había de empeñarme en ser judío.
Con una sola frase arroja por la borda todo el enigma de mi existencia.
—Es curioso —le replico—. Hay judíos que no ven por qué han de empeñarse en ser israelíes.
Se encoge de hombros. Es casi impenetrable. Con todo, dentro del caparazón del soldado entreveo al muchacho vulnerable.
Me dice que tiene un amigo que puede alquilarme un coche por poco dinero.
Es un ser potente. Se levanta, retira los platos, dispensa sabiduría práctica. Y cuando termina, da un beso impetuoso a su abuela, me estrecha la mano y vuelve a perderse en la humedad de la noche.