25
Estuvo dos horas paseándose arriba y abajo de la calle Allenby antes de decidirse a ir a Trumpeldor. Leyó el periódico. Miró los escaparates de las tiendas forrados con celofán de color naranja. Compró regalos para sus hijos; se comió una bolsa de nueces. Finalmente volvió al edificio que había identificado poco después de su llegada y se quedó delante de él, recorriéndolo con la mirada en un vano intento de adivinar cuál sería su ventana.
Ésa es la imagen que guardo de él, una imagen que no he visto: vestido con sus mejores ropas, de pie en la acera bajo la ventana de la mujer que ama.
Pero tal vez no llevaba sus mejores ropas. Tal vez llevaba los segundos mejores pantalones y una camisa abierta. Era así como iba vestido generalmente en Jerusalén, en Tel Aviv. Tal vez llevaba sus segundos mejores pantalones, la camisa nueva comprada para el viaje y corbata. La corbata azul que yo le regalé el día de su último cumpleaños. Siempre se ponía corbata en las ocasiones de mayor ceremonia.
Reconozco que no sé cómo iba vestido mi padre. No sé cómo se viste un hombre cuando, tras treinta años de ausencia, visita a la mujer que ama.
Tampoco sé cuánto tiempo se quedó en la calle mientras pasaban junto a él viandantes indiferentes, tal vez observado por una desconfiada vienesa que, con una gamuza en la mano, interrumpió un momento la limpieza de las persianas de su mirador. Tampoco sé si, pasado cierto tiempo, entró en el edificio o si prosiguió, cabizbajo, su camino.
¿En qué piensa, de pie en la calle, con un ramo de rosas mustias en la mano (rociadas con agua por el vendedor ambulante para mayor impresión de frescor)? ¿Acaso recuerda? ¿Acaso duda? Hay espacios en los que no debemos curiosear. Pero para él se trata de algo más que de curiosidad: es un impulso que lo arrastra más allá de la conciencia de su calvicie y decrepitud, más allá del temor de cómo pueda ser ella ahora, transcurridos treinta años desde la última vez que la vio. Es una necesidad de consuelo, o quizá de pasión, que responde a una parte de sí mismo perdida hace mucho tiempo.
No sabe por qué está allí, le parece estar soñando, tampoco sabe cuáles son sus esperanzas e intenciones mientras sigue adelante, soñando siempre, camino adelante.
Y suponiendo que llegase a entrar en el edificio, suponiendo que llegase a pulsar el timbre que le daría entrada (tras localizar el nombre de ella junto al número del piso), o aprovechando la salida de alguien para colarse de manera inadvertida en la fría oscuridad del vestíbulo, que emana un ligero olor húmedo y malsano, con una bicicleta vieja apoyada en una pared bajo la caja de los fusibles, con el brillo rojo desvaído del interruptor de la luz centelleando en la penumbra, con el inicio de una escalera de cemento que se encarama hacia lo alto..., ¿qué pensaba hacer a continuación? ¿Qué podía decirle cuando ella finalmente abriese la puerta a fin de sorprenderla en la mundanidad de aquel momento?
Como si observara toda su vida con un telescopio y como si desde la última vez que la había visto hasta ahora no mediara tiempo alguno.
Pero quizá no importaba, a lo mejor había que actuar como si el tiempo no hubiera pasado. Había que limitarse a ser uno mismo, aunque tuviera la impresión de haberse desperdigado a los cuatro vientos, de sentir confusa la mente mientras subía la escalera y a pesar de haberse apagado con un chasquido la luz automática.
Allí en la oscuridad podía ser cualquiera, incluso podía ser joven. Se entretuvo unos momentos presa de aquella sensación. Se quedó flotando en la ingrávida oscuridad de la escalera hasta que se le adaptaron los ojos. Entonces tentó la pared en busca del interruptor, se hizo la luz, vio un espejo dorado en el rellano.
En él apareció su rostro: el rostro de un viejo.
Imagino que entonces vio el número de la puerta. Y el nombre al lado, escrito en la pequeña ventanita del timbre. Pero me es imposible calcular el tiempo que permaneció allí. Tampoco puedo decir con seguridad si llegó a tocar el timbre.
¿Se abrió la puerta en algún momento y se encontraron frente a frente? ¿Le flaqueó el corazón al verla? ¿Había cambiado tanto que era casi irreconocible?
Y suponiendo que se abriera la puerta, suponiendo que él entrase en el piso pequeño y ordenado (las rosas olvidadas en la mano) donde ella practicaba todavía su música y daba clases de violín, un saloncito sumido en la penumbra que olía a cera y a espliego, con cuadros oscuros colgados de las paredes, ¿qué se dirían, de qué hablarían?
No hay manera de saber si llegó a decirle aquellas cosas que en sueños repetidos salían de él a borbotones, palabras que cuando se despertaba no recordaba ya.
Jamás podré imaginar qué fue lo que ella le dijo a él.
Mientras, espera en el rellano y se apaga la luz con un chasquido. Después, la puerta se cierra detrás de él y desaparece.
Pero no sé si fue a verla alguna vez. Eran cosas que habían ocurrido en el pasado y de ellas hacía muchísimo tiempo, cosas pasadas ocurridas hacía muchísimo tiempo.
Mi padre se demora en la calle Trumpeldor y levanta los ojos hacia las ventanas de cierto edificio. Se cierra una persiana. Deja un ramo de rosas en el suelo. Sigue caminando, dobla la esquina y se pierde de vista.