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La pareja durmió detrás de la cortina en la casa de la calle Habad. Raphaelovitch se pasó toda la noche con el oído atento a los sones de la procreación.

Ya he dicho que mi bisabuela tenía fama de dura, y lo era: dura y fría como un candelabro de bronce. Al principio del matrimonio no hubo amor, tampoco hubo milagro de amor al final. Batsheva cocinaba cada día un pollo destinado a su marido y a su padre. Daba a Raphaelovitch la carne blanca, ya que consideraba con razón que Shepher preferiría la oscura. Cuando por la mañana su marido pasaba por la cocina, se la encontraba desplumando el pollo; cuando volvía por la noche, estaba hirviendo los huesos. No intercambiaban una sola palabra cariñosa en ninguna de las dos ocasiones.

Poco después de la boda, mi bisabuela vendió sus joyas de novia y se dedicó al negocio de la confección de vinagre. De ahí el apodo que le pusieron en la localidad: Batsheva, la Agria. Cuando no cocinaba el pollo, hervía y tamizaba, mezclaba y reducía, hacía fermentar y tamizaba de nuevo, antes de llenar de vinagre transparente y dorado unas botellas relucientes que vendía en la casa de la calle Habad. Con los beneficios obtenidos puso en marcha ciertos experimentos, ya que mi bisabuela era una científica nata. Probó la fermentación del zumo de naranja, de higo y de higos chumbos, que ella recogía con sus propias manos al otro lado de la puerta de la Boñiga. Hacía vinagre de naranja, vinagre de higo y vinagre de higo chumbo. Incluso vinagre de miel. Iba al mercado de especias y compraba condimentos como romero y tomillo y hojas de laurel, ajo y cinamomo y pimientos rojos picantes. Toda la maravillosa variedad de lo ácido y lo picante, lo acre y lo ardiente, daba su floración gracias a sus habilidades. A las mujeres de Jerusalén, profundamente supersticiosas, les explicaba las propiedades de cada botella: decía de ésta que curaba el dolor de cabeza, y de aquélla que aliviaba la calentura; de esa otra que era un tónico, y de la de más allá que inducía el sueño reparador. Aprovechaba los conocimientos adquiridos a través de las campesinas árabes que trataba en el mercado y aplicaba lo poco que había leído; lo demás se lo inventaba, aunque no dio nunca pruebas de imaginación en ningún otro campo que no fuera la confección y el uso del vinagre.

Más tarde, con las botellas sobrantes de cada lote comenzó a preparar encurtidos, y la preparación de los mismos pasó a convertirse en un nuevo viaje de descubrimiento: era su nueva obsesión. Adobaba limones con pimientos rojos, higos con cinamomo y clavo y col con semillas de coriandro. Experimentaba en la conservación de verduras en salmuera y maceraba las aceitunas con una solución alcalina. En el comercio que tenía el fabricante de tinta en la calle de los Judíos, adquiría cristales de sulfato de cobre y vitriolo, mencionados en recetas antiguas, y alumbre y cal para dar a sus preparados cuerpo y color. Debido a todas aquellas mixturas abrasivas, tenía las manos cubiertas de lacras, y por dondequiera que pasase sus ropas dejaban un rastro acético que persistía en el aire. Desarrolló un particular talento para convertir la dulzura natural de la fruta en acidez. Nada la satisfacía tanto como la búsqueda de nuevas combinaciones: almendras con nueces, tomates con melones, hasta pétalos de rosa con menta; todo era sometido con más o menos éxito al mismo proceso.

—Si te lo puedes comer, quiere decir que también puedes conservarlo en vinagre —decía.

Los espacios frescos de la casa de la calle Habad se llenaron de misteriosos cacharros y de pesadas jarras herméticamente cerradas donde proliferaban los encurtidos como extrañas flores. Para Batsheva eran cosas hermosas, modificaciones de la naturaleza y, por consiguiente, una forma de arte. Alrededor del patio, ordenadas a manera de muestrario, se veían coles moradas cortadas en fragmentos y extrañas mezcolanzas de frutas retorcidas.

En vez de golosinas, servía a Shalom Shepher cebollas en vinagre, col fermentada y pepinillos especiados, lo que le causaba agudas indigestiones y le provocaba subidas de amargos ácidos hasta la misma garganta. Los pepinillos, que serían el bastión de la fama de Batsheva, eran preparados según una receta secreta y se decía que tenían propiedades alucinógenas. Gozaban de especial popularidad entre los estudiosos de la cábala.

Isaac Raphaelovitch tenía siempre un tarro de pepinillos sobre la mesa y no remataba nunca una comida sin haberlo apurado, de la misma manera que algunos la rematan con un cigarro puro. Animaba a su yerno a que también los comiera y se inventaba historias sobre unos supuestos efectos nutritivos para el cerebro o sobre su acción beneficiosa para la vista. El gran sabio Shammai, decía, había vivido prácticamente de pepinillos en vinagre. Aunque Shalom Shepher tenía sus dudas al respecto, pensaba que tal vez eso explicaba el talante ácido de Shammai.

—Me casé con la rosa de Siria y se transformó en un campo de pepinos —decía en son de broma.

Y entre tanto se compraba caramelos pegajosos, que se guardaba en el bolsillo hasta que se le derretían; a veces se quedaba delante de los tenderetes de los reposteros del bazar contemplando las hileras de dulces prohibidos, remojados en almíbar y recubiertos de almendras o rellenos de miel y espolvoreados con cinamomo, y que se reflejaban en bruñidos espejos en hileras sucesivas. Su hambre de comer algo dulce lo llevaba a mascar las algarrobas que encontraba esparcidas bajo árboles de copa inaccesible y a mordisquear higos secos y hasta a chupar durante horas enteras un jirón de tela mojada en vino mientras estudiaba. Ansiaba los platos lechosos y reconfortantes de Pentecostés o el pan dulce de almendras que se horneaba en Año Nuevo; semana tras semana anhelaba la invitación del sabbat a casa del rabino, cuya regordeta esposa le serviría unas tajadas de strudel de manzana una vez terminada la ceremonia.

Batsheva sacaba del interior de sus bolsillos los dulces que su marido se guardaba y los tiraba asqueada, pero su corazón no se ablandaba viéndolo tan alelado y goloso. Ella seguía sirviéndole vitriolo y especias y transformando en hiel todas las frutas de la casa y, junto con su padre, los dos enfurruñados, sombríos y desmadejados, seguían masticando sus pepinillos en vinagre con actitud de conspirar contra él.

Prodigaba sus únicas muestras de ternura a la multitud de gatos que brincaban por los tejados de Jerusalén y que bajaban a beber a la cisterna de su casa. Sacaba agua para dársela, los regalaba con las sobras de la comida y, con sus manos largas e irritadas por el ácido, acariciaba sus agrisados lomos. Los gatos sabían dónde acudir y por eso se congregaban en el patio, apostados entre los tarros de encurtidos. Suele ocurrir que aquellos que no abrigan ningún afecto por sus semejantes tienen afinidad con los gatos.

Isaac Raphaelovitch, levantando un dedo admonitorio, advertía a su yerno de los peligros de conceder excesiva libertad a las mujeres.

—Cuida de las ganancias de tu esposa y sé amo de tu casa —le decía—. Después de todo, no querrás que ella tenga ahorros propios.

Mi bisabuelo ignoraba el consejo, aunque en años venideros tendría motivos para lamentarlo.

Tampoco Batsheva se preocupaba demasiado de las andanzas de su esposo. No la impresionaban sus debates en la casa estudio, puesto que no los había presenciado nunca. Él hacía menos dinero vendiendo pergaminos que ella con su vinagre y sus encurtidos. En otro tiempo había disfrutado de la lectura, pero las exigencias del negocio y de la familia le habían exigido el abandono de los libros. Seguía la religión de la cocina. El sabbat significaba: carne y cirios; el Año Nuevo: dulce de miel y facturas del sastre; el Pésaj: la limpieza de primavera y utensilios nuevos. Y había que sufragarlo todo.

Mantenía una actitud escéptica con respecto a la fama de su marido. En lo tocante a piedad, tenía vistos ya a muchos chiflados metidos en vereda. En cuanto a su vista excepcional, rebatía con un bufido:

—A oscuras no ve nada.

Reb Jacob Itchka, el carretero, dijo una vez que Shalom Shepher debía de ser uno de los treinta y seis hombres justos que da cada generación. Batsheva replicó:

—Y Reb Itchka uno de los cuarenta millones de necios.

Pero Isaac Raphaelovitch estaba encantado con su yerno. Era la oportunidad que se le ofrecía de estudiar con un auténtico erudito y nunca dejaba de atosigarlo para que le diera una hora de clase. Shalom Shepher se veía obligado a complacerlo. Naturalmente, Raphaelovitch se sentía ávido de exhibir sus conocimientos y de impresionar al joven con su lista de libros. La lectura, en general, estaba salpicada de sandeces. Batsheva asomaba a veces la cabeza por la puerta y los observaba allí sentados los dos, su padre inclinado sobre la página, su marido recostado para atrás con los ojos cerrados; era evidente que su marido dormía mientras su padre, con total desvergüenza, se hurgaba la nariz.

Pasó un tiempo antes de que finalizaran las conjeturas y el matrimonio fuera bendecido con el nacimiento de hijos. Transcurrido el debido tiempo, Batsheva parió una hija, a la que siguió otra. No tardó en tener tres, una hija, una hija y una hija, iniciadas todas ellas a edad temprana en los misterios de la producción de vinagre. Con sus caras largas y solemnes, y su cabello lacio y oscuro, moviéndose en la cocina de la casa de la calle Habad armadas con sus embudos y sus cacerolas en miniatura, no cabía la menor duda de que aquellas niñas eran las auténticas descendientes de Batsheva Raphaelovitch.

Tendrían trece hijos en total, de los que sobrevivieron siete. Seis hijas llegaron a la edad adulta y se casaron con hombres de letras desdinerados. Una se casó con un aventurero que, tras embarcarse rumbo a América, bajó del barco en Irlanda y desapareció. Otra enviudó joven, se consagró a las buenas obras y desatendió a sus parientes. Una tercera, Hannah Raisl, se emparejó con un hombre que reparaba relojes, pero era tan malo en su oficio que ella tuvo que pasarse treinta años llevando sola el negocio.

El único hijo fue mi abuelo, Joseph Shepher. Tenía la constitución física de mi bisabuelo y el color de mi bisabuela; el estómago de Reb Shalom, y la bilis de Batsheva. En resumen, heredó las características peores de ambos, si bien hay que concederle el mérito de haber sabido sacarles el mejor partido.

Desde temprana edad sufrió indigestiones agudas. Podía ser o no un rasgo hereditario. También podía ser resultado de ansias secretas o simplemente de un exceso de ácido. Batsheva, la Agria, no fue parca con ninguno de sus hijos. Dicen que hasta la leche que mamaron de sus pechos tenía su buena parte de hiel.