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A los dieciocho años, Reb Shalom cayó enfermo. Pese a que su mujer le servía a diario un pollo entero, cada día estaba más flaco. Al final, por vez primera en su vida, perdió el apetito.
Pasado un tiempo, viendo que no conseguía ninguna mejoría, decidió visitar a un gran médico de Vilna, la Jerusalén de Lituania.
El gran médico lo examinó y observó que escupía sangre. Y le dijo:
—No puedo hacer nada por usted, pero si va a Italia, tal vez mejore.
Reb Shalom reflexionó unos instantes. Finalmente, dijo:
—¿Y si voy a la tierra de Israel?
El médico no sabía de qué le hablaba.
—¿Se refiere a Palestina? —dijo.
Reb Shalom no sabía de qué le hablaba el médico.
—¿En qué ciudad está pensando? —preguntó el médico.
Reb Shalom replicó:
—En Jerusalén.
—¡Ah, sí! —exclamó el gran médico—. Jerusalén le iría igual de bien que Italia.
Shalom Shepher volvió a Bielsk y comunicó a su mujer que se iba a vivir a Jerusalén. La mujer rompió inmediatamente en llanto.
—¿Cómo voy a abandonar a mi padre y a mi madre? —dijo entre sollozos.
—Si es lo único que se te ocurre, podemos divorciarnos
—contestó él—. Como no tenemos hijos, la ruptura será fácil.
Fue a ver a su suegro y le dijo:
—Me voy a vivir a Jerusalén y mi mujer no quiere acompañarme. Como ella lo quiere así, le concedo el divorcio. No tenemos hijos y, por tanto, no será difícil para ella. Le mandaré algo de dinero todos los meses hasta que encuentre otro marido.
Y se divorciaron.
Después hizo un hatillo con el taled, las filacterias y el salterio, y emprendió el camino a pie hacia el mar Negro.
Tardó dos años en llegar al mar Negro. Durante el viaje se sintió enfermo, pero dondequiera que estuviese siempre encontraba judíos que lo asistían hasta la convalecencia. No recuperó nunca el apetito y por su aspecto parecía un moribundo, pero él sabía muy bien que de su cuerpo no se había posesionado la muerte, sino un gran anhelo espiritual.
Si los judíos que encontraba descubrían quién era, le llevaban rollos para que los corrigiese. Se demoró en muchas comunidades examinando pergaminos sacros. Debido a esto tardó mucho tiempo en llegar a su destino.
Cuando mi bisabuelo llegó al mar Negro, subió a un barco griego que se dirigía a la costa de Palestina, pero tuvieron que pasar seis meses más antes de que el barco avistara el puerto de Jaffa.