21

La casa de Daniel tiene una sola planta, es larga y baja, un bloque blanco con una pared de cristal plantado en medio de un jardín verde.

Rachael, su esposa, me saluda en la verja de entrada.

Rachael es pequeñita y delgada, lleva los cabellos largos y desgreñados y viste unos minúsculos pantalones cortos blancos y una camiseta a rayas salpicada de manchas de la cocina. Va descalza. Sostiene a un niño de dos años en el escalón de su cadera. En el jardín corretean otros niños.

Nos presentamos. Tiene un acento muy marcado. Desplaza de sitio al pesado niño de dos años, que se chupa el dedo pulgar y me mira con aire aburrido, como evaluándome. En cierto modo esto enfría el calor de la acogida que me dispensa la madre.

Penetro en el jardín. Un sendero serpentea entre limoneros y guayabas. Camino agachada bajo ramas de jazmín y buganvillas. Un niño y una niña de oscuros cabellos se persiguen y ríen a carcajadas en una amplia extensión de césped enmarañado. Rachael los increpa en un hebreo gutural.

Se disculpa conmigo por algo, pero no sé por qué. Percibo olores de cocina: ajo y berenjena. Dice que Daniel está en el taller, pero que no tardará.

Desde el jardín se accede casi imperceptiblemente a la casa. Entramos en una galería acristalada atiborrada de plantas. Desde el exterior, hojas y flores se apretujan contra las paredes. Capto su belleza.

—Cuesta mucho mantener limpio todo eso —dice Rachael—. Daniel hace una limpieza a fondo un par de veces al año.

Parece que fue el propio Daniel quien se encargó de diseñar la galería.

—Yo trabajo aquí —continúa Rachael.

Una habitación estricta en la que hay un ordenador. Es artista gráfica.

Damos un paso más y entramos en un espacio despejado con una cocina en un extremo, una mesa de comedor en otro, un cuadrángulo con sofás grises en un rincón. En todas las ventanas aparece un verdor de invernadero. Me hundo en un sofá. Rachael pregunta:

—¿Qué quieres tomar?

Llevan siete años viviendo aquí. Es una pequeña población en medio de ninguna parte: grandes parcelas, carreteras de tierra, casas blancas, campos de hortalizas y hálito infantil. Una escuela con murales en las paredes exteriores y un autobús que se da una vuelta por el lugar tres o cuatro veces al día. Un sitio muerto, pacífico, con una guardería que funciona a través del voluntariado. Algunos campos están abandonados; la gente trabaja en la ciudad y tarda tres cuartos de hora en cubrir el trayecto.

—¿En qué te ganas la vida? —pregunta Rachael.

Llegan gritos del jardín. Los niños se pelean por una regadera. El sofá es excesivamente blando, no me ofrece apoyo. Noto que me hundo, tengo que luchar para subir a flote. La ropa me tira desagradablemente en el pecho y en los muslos.

Rachael está de pie en el mostrador de la cocina triturando una lechuga. El cuchillo se mueve a la velocidad del rayo. Antes de ser artista gráfica era una experimentada cocinera profesional. Yo bebo a pequeños sorbos. Daniel entra en la habitación.

Casi antes de verme, coge en brazos al niño y lo balancea hasta el techo en un despliegue absoluto de cariño paternal. Me saluda con el niño en brazos. El niño ha heredado sus rasgos, los mismos ojos castaños, la cabeza cubierta de rizos brillantes y oscuros, como la suya en otro tiempo. Cuando crezca, será otro Daniel.

Nunca podemos imaginar cómo será un niño cuando sea mayor. Nos sorprende siempre. Los perfiles de su rostro se van desdibujando y distendiendo. A veces, la ansiedad los afila y contrae. Cobran prominencia rasgos extraños: las aletas de la nariz, las cejas, las orejas.

Tengo delante de mí a un Daniel en edad más temprana que aquella en que lo conocí y a un Daniel más viejo que aquel que conocí. El Daniel al que amé hace quince años se ha desvanecido.

Nos sentamos a una mesa llena de coloridas bandejas de ensalada, taboulé y arroz dulce, montones de pan mal cortado; una enorme jarra de cristal llena de limonada hecha en casa.

—Limones recién cogidos del árbol —dice Daniel.

Está orgulloso de su jardín. Este año cultiva carambolos y mangos. Hace quince años no habría sabido decir qué diferencia hay entre una azada y unas tenacillas de cocina.

Rachael me sorprende observándola y aprovecha la ocasión, sonríe y me ofrece más pan. Espera curiosidad de mi parte. Daniel se entretiene con los niños.

—Y ahora, ¿dónde vives?

Se lo explico brevemente.

—Pero estoy planeando trasladarme —añado.

Hablamos sobre el mercado inmobiliario. Rachael sigue siendo propietaria de medio piso en Londres. No se decide a venderlo. A Daniel le gustaría modernizar el taller. La sola idea de que Daniel tenga algún tipo de taller suena a mis oídos como una rareza.

De repente, Daniel me pregunta:

—¿Sigues cantando?

Explico que dejé de cantar hace tiempo. La pregunta me ha cogido por sorpresa y también me ha llenado de súbita ansiedad. ¿Cómo puede imaginar que siga cantando? Cuando se fue, se llevó la música con él.

—¿Y tú? —contraataco—. ¿Tocas el saxo?

—¡Oh, no! —exclama, escabulléndose, extrañamente incómodo—. Ya sabes qué pasa. Los niños..., la casa..., el trabajo. No queda tiempo para practicar.

Rachael se levanta a preparar el café y los niños se dispersan.

—Son un encanto —digo.

Rachael se toca el estómago.

—Aquí acostumbramos a tener muchos, ¿sabes? Por si acaso.

Reflexiono un momento.

—En Inglaterra tenemos menos. Por si acaso.

Rachael dice:

—¿Por qué no enseñas el jardín a Shulamit?

Daniel me lleva fuera de la casa. Pasamos por delante de las conejeras, del gallinero y del árbol del que cuelga la jaula vacía de algún pájaro, muy sucia.

—Aquí vivía Joey. Vivió nueve años.

Los niños han arrastrado tablones hasta algunos rincones del jardín y han construido escondrijos. Hay una hamaca con un lecho de hojas secas.

Lo observo atentamente mientras se abre paso delante de mí: la sombra de barba incipiente en la mejilla, el gris que asoma en sus cabellos, el brillo del cráneo entre los rizos. Lleva una camisa de raya fina y un reloj de oro; la mano con la que me señala las diferentes cosas tiene las venas muy marcadas y está bronceada por el sol. Me asalta una furtiva tristeza: no tanto por él como por el paso del tiempo.

Perdida en lo profundo del follaje, suena una campana agitada por el viento; en los brazos y las caras se desplazan manchas de sol. Las hojas tienen un verde oscuro y brillante. Huelo frutas cítricas. Me indica el carambolo y el quinoto.

—Ella es estupenda —digo.

—¿Rachael? Sí, es una joya.

—Tu casa también es estupenda.

—Eso es un paraíso. ¿Por qué sonríes?

—Me pregunto qué habrá sido de Palael.

Se encoge de hombros, levemente turbado.

—Hace mucho tiempo que superé estas estupideces, ¿sabes?

—Es una lástima —digo.

Aparta la rama de un árbol que no reconozco y me muestra el fruto que cuelga de él, suave y espléndido.

—Aguacate.