11
El Instituto Ben Or es un pastillero de piedra entre un conjunto de pastilleros de piedra de diversa altura, enclavado en uno de los barrios periféricos de la zona de poniente. Un edificio de tres plantas en el centro de una avenida tranquila, próximo al pequeño parque público donde me encuentro, bajo el sol de la tarde, comiendo pan de sésamo y bebiendo café que he comprado en un bar.
Dentro del edificio, la escalera es oscura y está impregnada de olor a papel viejo (no me han gustado nunca los ascensores y, en veinte años de vida académica, la costumbre de servirme de la escalera en las diferentes instituciones me ha pertrechado para subir montañas) y cada rellano ofrece una vista a través de una ventana enrejada y mugrienta que ofrece una visión de la masa de cipreses del exterior. La biblioteca se encuentra en el tercer piso, está provista de iluminación fluorescente, es utilitaria y está llena a rebosar, un lugar agradablemente familiar para alguien que ve todas las bibliotecas como si fueran su propia casa. Unos cuantos lectores con gafas, unos cuantos estudiantes de religión, levantan fugazmente los ojos cuando paso. La puerta de la oficina está en el fondo y se encuentra abierta.
—La señorita Shepher. Shalom, shalom. Entre, siéntese por favor, póngase cómoda.
Shloime Goldfarb, director ayudante del instituto, es un hombre alto que lleva una camisa astrosa, la calva cabeza medio cubierta por un bonete azul de oración, accesorios religiosos colgados de la cintura, olor a sudor de axila y muchos asuntos pendientes todavía entre manos al acomodarse nuevamente con gesto expansivo detrás del escritorio. Continúa hablando por teléfono. Estantes atiborrados de libros, carpetas y archivadores por los que asoman papeles: unos, descoloridos y polvorientos; otros, de fecha reciente, cubren las paredes. Una ventana sin reja mira al parque; un ventilador zumba suavemente pese a lo temprano de la estación.
Es un caótico ambiente académico al que estoy acostumbrada y que me gusta, que me sosiega, aunque sé de inmediato que ese hombre estentóreo, engreído, pagado de sí mismo, me gusta muy poco. Hace girar la silla para alejarse de mí y se examina los dedos, se da unas palmaditas en el bonete de oración que lleva encasquetado en la parte de atrás de la cabeza; se ríe sin alegría, con una profundidad gutural parecida a un temblor de tierra y remata con un:
—De acuerdo, Uri, b’seder, sabbat shalom.
Después cuelga ruidosamente el aparato y revuelve unos papeles importantes; a continuación se digna desviar la atención hacia mí.
—Bien, señorita Shepher, ¿en qué puedo servirla?
—De hecho, soy la doctora Shepher —le digo—. No sé si podría ver el códice.
—Sí, sí, claro, por supuesto. Perdone, lo había olvidado. Su tío me lo dijo por teléfono. —Juega nervioso con un bolígrafo; anota unas palabras y desplaza sobre la mesa una hoja de papel con membrete—. O sea, que usted es la sobrina de Cobby. Bien, le enseñaré el códice. Está abajo. Perdóneme un minuto, por favor.
Ha vuelto a sonar el teléfono: coge el aparato bruscamente con su enorme manaza y, tras darme la espalda, se enzarza en una larga conversación.
Yo permanezco sentada, inmóvil como una estatua: el bolso en el regazo, las manos enlazadas, la mirada vagando por los descoloridos lomos de libros hebreos: Ugarit, Hazor, de Yigael Yadin; unos cuantos libros ingleses y unos treinta números atrasados de The Journal of Biblical Studies.
—Loh loh. Ken. Loh. Az mah?
A Shloime se le escapa una carcajada que parece más bien un breve ladrido. El anticuado despertador que tiene sobre la mesa deja oír un lúgubre tictac.
Al final, cuelga ruidosamente el teléfono.
—Nu. Señorita Shepher, estoy muy ocupado. ¿Vamos abajo?
Menudo seductor, me digo para mis adentros. Seguro que su mujer lo quiere con locura. Mientras voy siguiéndolo a través de la biblioteca como una becaria en periodo de prácticas, le pregunto si ha tenido tiempo de examinar el códice a conciencia.
—¿A qué se refiere? ¿Un examen?
Su respuesta ha sido tan tajante que veo que he tocado una fibra sensible.
—No me refiero a nada en particular. Quería saber simplemente si había descubierto algo.
Tira de la pesada puerta y abre la reja de un ascensor inquietante por lo anticuado.
—No es como los Rollos del Mar Muerto. Es una keter Torah. ¿Sabe qué es una keter Torah? Una copia manuscrita de la Biblia.
—Lo sé. —Entro de mala gana en el ascensor—. ¿No tiene ciertas variantes?
—Bueno, sí —replica, cerrando la reja.
Pulsa después el botón del sótano. De pie a mi lado, en el reducido cubículo, tengo la impresión de que me observa un momento con mayor respeto.
—Hay algunas diferencias textuales.
A medida que el ascensor va descendiendo, voy preparándome. Percibo la creciente densidad del olor que emana su cuerpo.
—Naturalmente, usted lo entenderá —añade—. Mientras no se resuelva la cuestión de la propiedad, no podemos dejar que se haga un estudio más profundo del libro.
—Pero eso puede llevar meses. ¡O años!
Se encoge de hombros con aire de resignación. ¿Qué le vamos a hacer? No está en su mano la posibilidad de solucionar el problema.
Pasados unos segundos nos encontramos en el sótano del instituto, y yo avanzo delante de él a través de un frío corredor revestido de cemento, bien iluminado. Shloime efectúa un rápido adelantamiento, se sitúa delante de mí y abre la marcha. En el fondo del corredor y, tras doblar un ángulo del mismo, hay una pequeña celda sin ventanas con una centralita telefónica, interfono y pantalla de televisión, además de un hombre de edad, bajo, vestido de uniforme, que está bebiendo un té con limón.
—Shalom, Dubi.
Ante la inopinada aparición de Shloime, el viejo se levanta con cachaza y hace matraquear las llaves.
—Aquí, la señorita Shepher. Quiere echar un vistazo al archivo Shepher.
—Doctora Shepher —digo, avanzando la mano.
El archivero no me la estrecha. Me mira desde lo alto con indiferencia.
Mas allá del exiguo cuchitril del archivero, a todo lo largo de la pared, hay una serie de cubículos excavados en el muro, protegidos por una reja y provistos de cerradura, que recuerdan las cárceles del Salvaje Oeste: en el interior de cada uno, dos rimeros de estantes etiquetados y numerados; coincide con la parte superior de cada uno un sector de la ventana del sótano, enrejada y provista de cerradura, por donde se cuela la luz natural del mundo exterior.
El viejo elige uno de esos cubículos y lo abre; no es agradable permanecer en su interior. Encorvando un poco la espalda, hace un gesto despectivo en dirección a una hilera de cajas.
—¿Cuál de ellas quiere ver?
Titubeo.
—No lo sé.
Trato de leer las etiquetas en la penumbra reinante y lo único que consigo ver es una serie de jeroglíficos indescifrables y minúsculos.
El archivero se encoge de hombros.
—¿Cómo? ¿He de saberlo yo, entonces? Quien viene a ver lo que sea es usted.
—Quiere ver el códice —interviene Shloime.
—Otra que quiere ver el códice —refunfuña el viejo por lo bajo, pero acaba por facilitarme las cosas: alcanza una de las cajas, la saca, la coloca sobre la mesa y la abre; por fin, el códice dentro de ella.
No sé muy bien qué me ocurre cuando lo saca de la caja: siento una oleada de algo más potente que la adrenalina. Es como yo lo imaginaba: grande, raído, manoseado, la encuadernación cargada con toda la mugre de siglos de grasas humanas acumuladas, las páginas asomando toscamente por los bordes. El marroquín, de una tonalidad ocre, está decorado con un ligero y primitivo trabajo de estampación no muy elaborado. Cuando lo deja sobre la mesa, a duras penas consigo reprimir el deseo de tocarlo.
Me siento, presurosa, bajo una luz de comisaría.
—Gracias —dice Shloime, y el archivero se retira flemáticamente, con una mueca en el rostro, a su cubil.
—Como puede ver —prosigue Shloime, que continúa de pie—, se trata de un manuscrito del Pentateuco en forma de libro, extraordinariamente bien conservado, a tres columnas sobre pergamino, masora completa. Yo diría que es realmente un buen ejemplar.
Lo abre; así que empieza a volver páginas, noto que me recorre un escalofrío: es una violación.
—Me han dicho algo sobre el colofón —consigo articular.
—Sí, el colofón —repite, dando un golpe, que a mí se me antoja brusco, al final del libro—. Era práctica corriente hacer constar algunos datos sobre la procedencia del manuscrito.
Examinamos juntos las escasas líneas que componen el escrito: las muchas abreviaturas escapan a mis conocimientos.
—Es pura fantasía, desde luego. —Se encoge de hombros—. En el colofón se inventan una historia para dar mayor importancia a la procedencia. Es un ardid habitual, ¿sabe usted?, para que el libro parezca más valioso de lo que es realmente.
—¿Realmente?
—Sí. Éste dice... —vacila al traducir— que vino del santuario del Señor de Samaria, que fue trasladado a Asiria con los desterrados, retirado de manos de éstos al otro lado del río Sambation. Propiedad de los ancianos de la tribu de Dan.
—¡Vaya procedencia!
—Bueno, usted ya sabe cómo son esas cosas... —vuelve a encogerse de hombros—, es un cuento inventado. Es evidente que el libro no es tan antiguo como eso.
—Ya comprendo —digo con una sonrisa aduladora—. Es decir, ¿usted no dispone de un departamento especial para averiguar si algo procede realmente de las Diez Tribus Perdidas?
Sonríe a su vez, pero su sonrisa es forzada.
—No sé si usted cree en ese tipo de historias fantásticas, doctora Shepher. Yo soy un estudioso que se toma las cosas en serio. Mire usted —prosigue volviendo bruscamente las hojas, ya sea arrepentido por sus palabras, ya para escapar más rápidamente de tan ridículo colofón—, voy a mostrarle una de las diferencias que usted había mencionado. Aquí en el Génesis. —Recorre el pasaje, rozando con el dedo las columnas con una falta de respeto tan grande a un libro tan sagrado y antiguo que me causa un hondo desasosiego—. Aquí donde dice «vayitzer», «y Él creó», con dos yods. En la versión corriente habría una sola, lo que rigurosamente hablando no es consecuente con la gramática. —Observo, impresionada, sintiendo manifestarse los instintos de las generaciones—. Nu. Y lo mismo. Kacha. Realmente, hay que ser un verdadero estudioso para apreciar ese tipo de cosas.
—Sí, estoy segura de que usted lo es —me aventuro a decir—. ¿Diría, pues, que las diferencias en conjunto mejoran la exactitud del texto o que más bien lo corrompen?
Hace una especie de contoneo con el cuerpo, como si acabara de introducirle una serpiente por debajo del cuello de la camisa.
—Mejorar, corromper... ¿Por qué utiliza estos términos? Tenga presente que, en lo que respecta al texto bíblico, no siempre damos preferencia a una versión sobre otra. Nosotros analizamos las diferencias. Es lo que hacen los científicos.
—Naturalmente —coincido con él, pese a que tengo mis dudas.
—Eso no cambia el sentido. Es como una minúscula diferencia en el ADN.
—Pero ¿no producen cambios importantes en todo el organismo las minúsculas diferencias en el ADN? —digo.
Vuelve a regalarme una de sus retorcidas sonrisas.
—Difícilmente. A menos que estemos hablando de códigos secretos. Y la considero una joven demasiado sensata como para interesarse por ese tipo de cosas. —Yergue la figura—. Bien, dejo que disfrute. No tenga prisa. Tengo que volver arriba. Si necesita algo, pídaselo a Dubi.
—Muchísimas gracias. Le estoy sumamente agradecida. —Parece tener prisa por marcharse, por lo que añado, tal vez con impaciencia excesiva—: ¿Hay algún inconveniente en que vuelva otro día?
—No, en absoluto. —Se despide de mí agitando la mano, como abstraído. Es evidente que mi entusiasmo lo tiene desconcertado—. Venga todas las veces que quiera. Informe a Dubi cuando vaya a salir.
Desaparece y me deja sola en esa cárcel con su prisionero más valioso. Vuelvo hojas; saco la pequeña Biblia hebrea que me he traído dispuesta a iniciar el largo proceso de comparar y descubrir variantes. Pongo manos a la obra, pero el solo hecho de iniciarlo es de por sí un intento desesperado. Es un trabajo esforzado que durará meses, años. De momento tendré que contentarme con sentir su presencia, tocarlo, leerlo y explorarlo.
Me sería imposible explicar la sensación que experimento sentada en esa celda de aislamiento: qué corriente de reconocimiento circula entre el libro y yo. Ya había sentido el suave tirón al hablar del libro con Gideon; ahora, en la austeridad de esta mazmorra, se convierte en una sensación desbordante que me inunda. Las letras negras, amigas, del texto hebreo me parecen las más hermosas que he visto en la vida. Admiro la labor del escriba que las trazó, alguien que murió hace mucho tiempo: lo imagino inclinado sobre su trabajo con su pluma de caña. Vuelvo las páginas perfectas, disfruto del mismo placer que él sintió al hacer su trabajo; me maravillo ante su esplendor y luminosidad. Me parece haber alcanzado la culminación de todas mis indagaciones: una parte integrante del descubrimiento de mí misma.
Pienso en la cadena de hechos que me ha conducido hasta ese momento, en el delicado equilibrio de opciones y circunstancias accidentales, en el azar y la deliberación combinándose para traerme aquí, pienso no ya sólo en mi propia vida, sino en la transmitida a través de las generaciones. Ahora no los juzgo actos fortuitos, los veo como construcciones establecidas de una fórmula química: como si todo hubiera sido previsto, sometido a la inevitabilidad de un propósito determinado cuyo objeto era situarme en esta encrucijada de mi existencia.
Pienso también en la opción que ahora se me presenta, en lo que supone como negación de mí misma. Será un acto perverso, una derrota personal; será incluso un acto de locura. Pero de pronto me recorre el escalofrío de la idea, con todo lo que tiene de pérfido y ultrajante, la pura chutzpah de la intervención. El solo hecho de pensar en la expresión del rostro de Sara Malkah. ¿Podría escamotearlo? Me impresiona la simetría del hecho, la clara justicia de robar para enmendar un robo. No robar, en realidad, sino devolver: restituir algo a su legítimo propietario.
A Gideon.
Gideon, con sus ojos claros y su serena insistencia, esa extraña sensación de que él pertenece a otro mundo, pero su familiaridad más extraña aún, su presencia ahora casi insoportablemente deseable: ¿creo, pues, finalmente en él? Tengo que optar por creer, aunque no dispongo de una prueba palpable. Debo basarme únicamente en la fuerza de mis propios sentimientos.
Y si estos sentimientos son verdaderos, si cedo a ellos, ¿qué supone esto para el futuro, para las opciones que tomaré después? He mantenido todos estos años mi corazón encerrado en una caja, como el códice que mi bisabuelo llevó con él arriba y abajo de la calle Jaffa: un corazón metido en una caja de un desván, ahora redescubierto. ¿Debo examinarlo ahora, debo descubrir sus errores, sus imperfecciones? Canta en mis oídos el latido de mi corazón. Todavía falta alguna pieza para terminar el rompecabezas.
Cuando finalmente levanto los ojos, veo que ha cambiado la luz que se filtra por la adusta línea de las ventanas del sótano; me levanto, envarada y en contra de mi voluntad, con intención de salir. Dejo el códice sobre la mesa, tal como me han dicho que hiciera, sabiendo que, por lo menos en esta primera visita, no confiarán en mí para que vuelva a colocarlo en el lugar de la estantería que le corresponde. La repetición de las sesiones, espero, cubrirá esta parte de la rutina. Salgo del cubículo; me cuelgo del hombro el bolso de bandolera. Al pasar por delante de la celda del archivero, introduzco la cabeza.
—Gracias. Me voy.
El viejo, con la mirada fija en la pantalla del televisor, mordisquea con cara de tortuga un pan de pita relleno y se limita apenas a refunfuñar algo y a percatarse de mi presencia. Pulso el botón del ascensor y me meto dentro. Subo renovada de las entrañas de la Tierra y regreso al mundo exterior sin trabas ni obstáculos.