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Estoy atravesando Tel Aviv en taxi una tarde húmeda y pesada que amenaza lluvia, circulo por amplias avenidas, estrechos callejones ahogados por los gases y por el tráfico. Nos abrimos camino a través de pasajes, nos colamos entre los postes, pasamos por interminables hileras de edificios de apartamentos, pequeñas boticas, tiendas de comestibles con todo un revoltijo de mercancías, modestas tiendas de aparatos eléctricos. Pasamos junto a descampados, zonas inundadas de maleza, coches de desecho, chabolas; junto a centros comerciales nuevos adornados con imágenes de estrellas de Hollywood. El conductor es rubio y está sudoroso; se sirve de varios teléfonos. Conduce con un dedo. Nos hemos perdido.

—Calle de la Montaña, junto a la calle del Milagro. En lo alto de la colina, junto a la torre de la televisión.

No ha oído hablar en su vida de la calle del Milagro, pero eso es algo que no confesaría a nadie. Confía en el dedo. Tiene un dedo con mucho pundonor.

Ésta es la ciudad que levantaron los sionistas sobre cimientos de arena y que se ha convertido en lo que es: una maraña de callejones sin salida y de calles de una sola dirección, barreras inesperadas e intempestivas aceras. Un laberinto concebido para despistar al visitante. Una ciudad que empezó como un sueño y fue densificándose igual que una jungla, que comenzó siendo blanca y que ahora se ha vuelto de un gris uniforme. Las blancas visiones del sueño se han oscurecido con la sal, la humedad caliente suspendida en el aire contaminado; latigazos de aire en el fragor del tráfico y de la agitación, sirenas, bocinas y latidos de los corazones de cientos de miles de seres vivos.

Tel Aviv no es como Jerusalén. Aquí no se construyeron templos. Aquí no vendrá ningún mesías. En todos los paisajes que nos muestra la historia no se ven más que dunas.

En Jerusalén, las noches son frescas; las noches en Tel Aviv son cálidas y están mojadas de sudor. El aire de Jerusalén está impregnado de pino y especias; el aire de Tel Aviv lo está de alquitrán y arena.

Una vez eres jerosolimitano, lo eres de por vida. Pero son muchos los jerosolimitanos que se van a Tel Aviv. Si yo viviera aquí, no sabría elegir entre las dos ciudades. Mi alma pertenecería a Jerusalén, mi cuerpo a Tel Aviv.

El conductor se ha perdido, pero no querrá reconocerlo. Sólo después de haber girado y hecho un barrido en tres direcciones, se vuelve hacia mí y, con sonrisa de conejo, me mira por encima del hombro, pulsa un botón del taxímetro y me anuncia:

—Lo paro.

Estamos arriba, en lo alto de la ciudad. Muy por debajo de nosotros van encendiéndose luces a lo largo del paseo. En el límite superior de los edificios altos se iluminan algunas balizas. La orilla del mar, ahora negro, se adorna con guirnaldas luminosas. Toda la ciudad centellea en un carnaval perpetuo, baila en el borde del abismo líquido. El conductor, lleno de fe, me hace dar vueltas en círculo, enfilar callejones sin salida, caminos sin pavimentar, cuestas que terminan en tres señales de prohibido el paso.

Levanta las manos y exclama:

—De aquí no hay quien salga. Puede bajar, si quiere.

Le pago la carrera y, soltando una carcajada, subo corriendo el último trecho del jardín que ya se está llenando de sombras. Mi tía me saluda en la puerta: un abrazo emocionado que nos deja sin aliento a las dos.

—¡Shula! ¡Mi pequeña Shula! ¿De veras eres tú?

Nos quedamos mirándonos frente a frente y comprobamos que han pasado los años para las dos.

La vivienda es fresca y espaciosa, tal como la recuerdo, llena de plantas y de cristal, de cerámica de arcilla y de maderas africanas. Tiene un pórtico con hiedra colgante y una ventana que da a un mar con fulgurantes destellos. Un viejo televisor que rara vez funciona y un piano muy ornamentado que nadie toca nunca. Innumerables objetos, muchos cachivaches, recuerdos curiosos. Toda una pared cubierta de libros de todo tipo y tamaño: álbumes, catálogos, enciclopedias, antiguos diccionarios y compendios, poesía y novelas de aeropuerto, volúmenes de promoción y maltrechos libros de bolsillo, la biografía de Picasso y el Libro Rojo del presidente Mao.

Las paredes están cubiertas de cuadros que no había visto antes, pinturas geométricas vibrantes y llenas de colorido, paisajes tan estilizados que son casi abstractos. Un alegre batiburrillo de experimentos. Mi tía Miriam siempre había querido pintar, pero se casó, tuvo hijos, fue maestra de escuela. Sus ambiciones fueron disolviéndose en el pasado. Una vez viuda, había recuperado su primer amor y se había convertido en artista.

La ventana del porche está abierta, y adivino que abajo, en algún lugar, se encuentra el mar abierto, oculto ahora por altos edificios que van proliferando un año tras otro; pero el aliento del mar está en el aire que sopla muy suavemente de un extremo a otro de la casa, desde la galería abierta hasta la ventana abierta de la cocina, que, sobre los suburbios de la ciudad, se asoma a las lejanas colinas.

Vuelvo a sentarme en el acogedor rincón de la cocina, mientras ella se mueve de aquí para allá, de la alacena a los fogones y de nuevo a la alacena, igual que un poni shetland, vestida con sus pantalones holgados y sus zapatos de suela gruesa y la característica coleta balanceándose en su espalda; y mientras trastea con varios pucheros abollados, observo las baldosas con burritos que recuerdo todavía y el estante más alto, en el que mi difunto tío tenía las botellas de aguardiente de cereza y otros licores, que ella ahora desempolva meticulosamente año tras año.

—¿Y qué hay del códice? Mi prima, Sara Malkah, no para de telefonearme diciéndome que es suyo y que mi padre se lo robó. —Me da un golpecito en el hombro—. ¿Qué has descubierto, Shula? ¡Dime!

Mi tía Miriam se ha hecho vieja, pero todavía conserva un resto de energía inquisitiva, concentrada y tensa, que le hace avanzar ligeramente la cabeza, fruncir el ceño movida por la intensidad del interés: alerta como un pájaro, pero mucho más intelectual que un pájaro. Incluso su sonrisa es toda frunces; se le extiende desde las comisuras de los labios y ondea hasta la frente en centenares de pliegues.

—Y dime, Shula, ¿todavía cantas?

—No, ya no canto.

La mesa se ha llenado de comida: aceitunas y encurtidos, hummus y ensalada turca, queso blanco salado y pan con semillas de adormidera, diferentes platos a base de berenjena y pollo aderezado con azúcar y vinagre. Yo como. Miriam observa en su plato medio tomate muy hermoso que no llega a tocar. Mientras habla va bebiendo a pequeños sorbos de una taza de agua caliente.

Era la hermana favorita de mi padre. Lo veo a él en sus rasgos afables, ligeramente simiescos; tiene una manera de ponerse de pie, a veces, que es exactamente la misma de mi padre. Veo el fantasma de él en todos los gestos de ella, esa manera que tiene un hermano de vivir indefinidamente en una hermana o una madre en un hijo.

—¿Y a ti cómo te va la vida? ¿Qué haces actualmente?

Le sonrío. Ella es la única persona de la familia con quien puedo hablar, a la que puedo confiarle mis secretos, hablarle de corazón a corazón. A ella le gustará y le divertirá saber que, a mi manera, he seguido las huellas de la familia, me he convertido en inquilina de la biblioteca y en adicta a los textos: exploto hasta el fondo nuestra inclinación natural a verificar hechos y minucias. De haber vivido en una generación anterior, de haber tenido diferente piel, podría haber sido correctora de manuscritos o escriba; ahora soy un equivalente secular y utilizo mis ojos de lince para detectar claves y errores.

Admiro su biblioteca y le hablo de la mía. Poseo una Biblia holandesa del siglo xvii, le digo, la joya de mi colección, con molinos de viento, un león que porta un sable y un fragmento de hebreo expurgado en el frontispicio. Tengo una primera edición de Bialik, que encontré en Internet. Tengo libros en mi casa de Inglaterra, que echaría de menos como a hijos si me ausentara mucho tiempo. También le hablo de mi labor académica, de mi titubeante carrera; de mi incesante búsqueda de la Escritura prístina. Miriam contempla ávidamente mi entusiasmo.

—O sea, que tu llegada es muy oportuna —observa mi tía.

Estoy a punto de revelarle mi encuentro con Ben Gibreel, pero me detengo en el momento justo de confesárselo. Pero es que en ese momento me siento conchabada, arrastrada por el secreto de un contubernio que apenas acaba de ponerse en marcha.

En lugar de hablar, me meto la mano en el bolsillo y, sin decir palabra, dejo la foto de Hannah sobre la mesa. Cogida momentáneamente por sorpresa, la escruta y la coge.

—¿De dónde la has sacado?

—Del álbum de la familia. ¿Sabes quién es?

Manipula la foto como si de un artefacto se tratara; la mirada que le dirige es todavía más penetrante.

—Es Hannah —replica, y sonríe tristemente—. Estuvo a punto de casarse con tu padre.