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Bajando por la calle Jaffa, lo descubro: camina con paso decidido, viste su largo abrigo, el sombrero negro, mantiene la cabeza muy erguida. Nunca había reparado en que fuera tan alto. Es imponente. Se abre paso entre la multitud como hechizado, una figura regia que viniera de otra época.
Difícil no perderlo. Sorteo cosas con ruedas y charcos, niños y viandantes; choco con faroles y colas de gente en paradas de autobuses. Lo pierdo una vez más; reaparece de pronto al enfilar un callejón que lleva a Mea Shearim. Me entretengo en una esquina, cruzo rápidamente al otro lado, continúo siguiéndolo. No me descubre en ningún momento.
Me pregunto: «Pero ¿qué estás haciendo? ¿Qué es todo ese busilis de capa y espada?». Se me escapa una risita repentina. Me paro, me llevo la mano al costado, recobro el aliento.
Acaba de meterse en una sórdida tienda junto a una casa estudio: un lugar mísero, destartalado, con un escaparate recubierto de celofán y un despliegue ajado y polvoriento de deslucidos libros de oraciones, cartillas infantiles, mugrientos solideos y un sinnúmero de objetos religiosos que no compra nadie. Acechando desde la arcada de enfrente, lo descubro enzarzado en conversación con el dueño, un hombre encorvado de grisácea cabellera.
Están enfrascados en animada charla; es evidente que se conocen. El tendero se agacha y saca de debajo del mostrador un montoncito de libros de texto. Gideon da unos golpecitos en uno con sus elegantes dedos. El viejo le responde con unas afectuosas palmadas en la espalda.
Un caballero jasídico vestido con un streimel de piel de zorro pasa a mi lado junto a la arcada y me lanza de paso una mirada en la que se mezcla el desconcierto con la desconfianza. Le sonrío torpemente a guisa de respuesta y hago como si siguiera mi camino. Justo cuando vuelvo la cabeza para ver qué pasa en la tienda, sale Gideon, que se lleva el montón de libros. Espero amparada en la sombra de la pared hasta verlo desaparecer.
No sin morderme los labios y hacer acopio de todo mi valor, cruzo la calle y empujo la puerta de la tienda. Un zumbido escandalosamente alto anuncia mi entrada.
La tienda no es tan pequeña como parecía desde fuera: el frontis es exiguo, pero las entrañas son profundas, como es el caso de las buenas librerías. Escrutando el ambiente que se abre más allá del mostrador, veo que se prolonga hacia dentro y que tanto las paredes como los suelos están atiborrados de centenares de lomos de libros: lomos anchos y lomos estrechos, lomos de vivos colores y lomos oscuros, algunos con letras escarlata o repujadas en oro, agrupados en colecciones distinguidas o aislados, a la espera de ser descubiertos. Todos, me parece, son de naturaleza religiosa; algunos son hermosos; todos despiden ese agobiante tufo de las encuadernaciones nuevas, de la tinta fresca y del papel, ese perfume parecido al de las setas silvestres cogidas de madrugada, siempre asociado en mi memoria a algún regalo; al amor. La última cosa que me regaló Daniel antes de partir fue un libro de Amichai.
El dueño de la librería lee sentado detrás del mostrador; lleva un gran solideo negro en la generosa cabeza, levanta los ojos y me mira, sorprendido, pero me saluda sin hostilidad.
—Shalom. ¿En qué puedo servirla?
—Sólo he venido a curiosear, si me permite.
—¡Por favor! Sea bienvenida.
Me indica con el gesto los estantes: un gesto amplio, benévolo, incitante.
Repaso las estanterías bajo la excelente luz reinante: tengo la cabeza en otro sitio, el corazón late al ritmo de mis intenciones, aunque no puedo evitar que la fiesta que tengo ante los ojos me distraiga. Reconozco muchos libros: numerosas Escrituras, por supuesto, Biblias hebreas y también libros de plegarias y guías espirituales; minúsculos, exquisitos salterios; comentarios de Rashi e Ibn Ezra; vastos despliegues de la Mesná; diversos libros de Maimónides. También veo el Zohar y obras sobre la Cábala; el Libro de las creencias y opiniones, de Saadiah Gaon, y uno que desde hace tiempo tengo deseos de estudiar, el Kuzari, de Judah Halevy, su Libro de los jázaros.
Lo cojo y lo abro. El dueño de la tienda me hace un ademán con la cabeza. Su cara es ancha, amable, sabios sus ojos, la nariz protuberante y sensible.
—Mucho que ver, ¿verdad? Por algo nos llaman el pueblo del libro.
Me acerco a él.
—En realidad, estoy buscando algo en particular. El libro que acaba de llevarse el último cliente..., no recuerdo el título...
—¿La cartilla hebrea?
—¡Ah! ¿Era ése? —Estoy desconcertada.
Rebusca debajo del mostrador.
—¡No! Ya me lo figuraba. No me queda ninguna. Resulta que él me hizo un pedido. Se lleva los libros para su gente de Bakú.
—¿Bakú?
—En Azerbaiyán. Él es de allí. Del mar Caspio. —Pone énfasis en la palabra «Caspio», como para distinguir ese mar del Mediterráneo o del mar de los Sargazos—. Los comunistas les prohibieron los libros hebreos durante mucho tiempo.
—¿De veras? No lo sabía.
—Por eso se lleva esas cartillas, para que aprendan. —Hace unos movimientos con la cabeza—. ¡Qué lástima de gente! ¿Lo ha visto? Es un gigante, un Sansón. Un shayner Yid.
—Sí, un hombre impresionante de veras.
—Es cosa de estirpe, si me permite que lo diga. ¡Son gente de estirpe! Es una comunidad antigua. Cuenta con más de dos mil años de historia. Hay quien dice que son descendientes de las tribus perdidas, ¿me comprende usted? Otros dicen que de los jázaros. —Vuelve a hacer unos movimientos con la cabeza—. Y ya ve a qué han quedado reducidos. ¡Qué pena! En Krasnaya Slaboda, que es la ciudad de donde procede la familia de él, había once sinagogas antes de los comunistas. Ahora no hay más que una. Pero la ciudad es judía. Totalmente judía. Una ciudad en la que todo queda en suspenso cuando llega el sabbat.
—¡Admirable!
—Allí no llegaron los nazis, gracias a Dios. Y durante el tiempo que estuvieron los comunistas, ellos se mantuvieron fieles a su religión, pese a que ya habían olvidado muchas cosas. Siguieron circuncidando a sus hijos. Jamás se olvidaron de quiénes eran. —Como ve que estoy muy atenta, continúa—. No siempre se hacen llamar judíos, a veces se dan el nombre de «juhuru». Judíos de la montaña. Eso porque pasaron siglos viviendo aislados en las montañas. Un pueblo orgulloso. Y con tradiciones propias. —Se inclina hacia mí en actitud confidencial—. ¿Sabe una cosa? Cuando él entra en la sinagoga, se quita los zapatos. Eso hacen esos judíos de la montaña.
—Muy curioso.
—Se llama Gideon. Gideon, el Danita, le llaman. ¿Sabe por qué? Según dice, su familia desciende de la tribu de Dan.
—¿Usted lo cree?
El viejo se encoge de hombros.
—¿Quién sabe? A veces lo que importa no es tanto lo que es la gente. A veces importa más lo que cree ser.
Miro por encima del hombro la puerta de la tienda por la que hace poco salió mi misterioso amigo; misterioso, pero ahora bastante menos que antes, pese a que en algún otro aspecto lo sea más; y pienso que tú, viejo, tienes razón, en eso te concedo un punto. A lo mejor incluso eres más sabio de lo que crees.
—¿Quiere, entonces, que le encargue la cartilla? —Apoya las palmas de las manos en el mostrador.
—No, gracias —sonrío—. En realidad, no me hace falta. Pero me gustaría llevarme éste.
Tengo en la mano el ejemplar del Kuzari. Levanta ligeramente las cejas, como en reconocimiento de la coincidencia; lo coge, le limpia el polvo y lo envuelve. La paradoja de mi existencia ha sido que, a fuerza de enseñar las Escrituras, he acabado por llegar a un punto en que no me dicen nada. Analizar, disecar, trazar la historia, sí, pero a distancia; nunca fue para mí un asunto personal. Ahora, como una costra de lava, se ha levantado la tapadera que pesaba sobre tan largos años de represión.
Cuando salgo de la tienda a la calle gris, desamparada y desierta, aprieto el paquete contra el pecho y siento una extraña sensación de consuelo: casi una resolución. Estoy contenta con la compra; ese reto latente que acompaña la adquisición de un nuevo libro. Ante mí se abren nuevas perspectivas. Estoy emocionada, noto la excitación en la boca del estómago.