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Silencio en el desván. Sólo el efímero crujido del papel al revolverlo, el moroso quejido de la madera astillada. Estábamos sentados sin hablar, tío Saul y yo, respirando el polvo de nuestros antepasados. El calor de incontables veranos atrapados en la piel. El alma de la casa revoloteando bajo el tejado. Cuando bajé los ojos y me miré las manos, vi que estaban ennegrecidas.

Hacía sólo tres días yo estaba en Inglaterra, y mi vida entonces me parecía simple y carente de complicaciones, pero ahora, con claridad repentina, la veía como una fina capa de hielo que cubría un hondo abismo. Había encerrado mi vida en una rígida jaula; los rituales de la juventud habían sido sustituidos por una obsesiva rutina. Salía de mi pulcra casita y me metía en mi impecable coche; transportaba mis papeles en una ordenada cartera. Yo era la activa, la solterona doctora Shepher de quien se reían los alumnos con sorna cuando le daba por ponerse lírica con el asunto de las variantes; la mujer cuyo rostro ruborizaba la emoción cuando traducía:

¿Cómo vamos a entonar la canción del Señor

en país extraño?

Aquella que una vez, inexplicablemente, se vino abajo ante el canto «Jerusalén». La meticulosa doctora Shepher, que iba poniendo años camino de la árida mediana edad, que vivía sola y se quedaba calificando trabajos hasta medianoche, que probablemente ya estaba marcada por la reestructuración del personal docente; que no tenía pasado ni secretos, que patinaba con suavidad y gazmoñería por la superficie de las cosas.

Ahora el hielo se había resquebrajado y me había hundido con él, abajo, más abajo, hasta alcanzar el pecio del pasado que languidecía en el fondo: allí donde yacían la muerte de mi infancia y los cadáveres de mis padres, las cartas perdidas, un devocionario, un candelabro del sabbat medio sepultado, fotografías de familia socarradas y el fantasma de Daniel. Siempre el fantasma de Daniel con sus rizos flotando igual que algas y con sus ojos tristes. Y su eterna pregunta: «¿Por qué no me seguiste, Shula? ¿Por qué te quedaste?».

El aire del desván era caliente como el agua profunda; apenas podía respirar a causa de la historia que encerraba. Me inundaban las preguntas, me llenaban los pulmones, temblaban vivamente ante mi mirada: la fotografía de Hannah, el rostro de mi padre, mi madre tumbada en silencio en una habitación a oscuras; un desconocido con tirabuzones y unos ojos conocidos; un códice misterioso. Con una honda aspiración, me despedí por fin de la superficie, mientras con dedos