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Mis padres compraron una casa en el barrio de Savyon. Una pequeña casa blanca en medio de un jardín abandonado. Fue suya por espacio de cinco años, pero no vivieron nunca en ella.
Se pasaron cinco años barajando cuestiones prácticas.
Recuerdo la saga de la casa de Savyon: el pequeño y destartalado pastillero cúbico que era aquella casa, con su frágil suministro de agua y su pozo séptico, su maltrecho enyesado y sus ventanas rotas; su jardín polvoriento, poblado de aulaga muerta, en el que esperó año tras año a que llegara alguien y la reclamara. La encalaron una vez por dentro y por fuera, como si fuera un pariente pobre y loco a quien se le pone un camisón limpio; y hubo un inquilino que la ocupó un tiempo, un tal señor Martelli, que vivió en la casa cinco biliosos meses antes de esfumarse sin pagar el alquiler. Dormimos en la casa una sola noche en colchones neumáticos, muertos de frío y de terror, mientras por las paredes se deslizaban los lagartos y se escabullían las ratas. Los grifos tosían, pero de ellos no salía nada. Sufrió dos asaltos vandálicos. Era una casa enferma, herida por una grieta que amenazaba con hundirla; el inspector que la visitó aconsejó su demolición.
Recuerdo la saga de la casa de Savyon: los sobres oscuros y las llamadas telefónicas a voz en grito, las innumerables visitas al abogado, el peregrinaje de oficina en oficina en las cálidas tardes de Jerusalén. La abultada cartera negra, con las costuras a punto de reventar, colocada sobre el escritorio de mi padre, que contenía
documentos jurídicos
presupuestos de contratistas
tasaciones
anuncios de electricistas
contratos de arrendamiento
vencimientos de apercibimiento
contratos de compra
facturas de pintores
Año tras año proponían mudarse a la casa, año tras año retrasaban el cambio y lo iban posponiendo. La casa se agrisaba y se deterioraba; el jardín se poblaba de pedruscos y escorpiones. Alrededor de su abandonado estado surgían casas más nuevas, más felices.
Recuerdo las historias de la casa de Savyon. Que estuvo años muerta en el mercado, que no podían desembarazarse de ella por amor ni por dinero. Que al final la vendieron por una suma irrisoria, descontaron las pérdidas y se quedaron sin nada. Unos meses después de efectuada la venta, se disparó el valor del terreno, derruyeron el ruinoso edificio y en el lugar que ocupaba levantaron una mansión de seis dormitorios. Savyon pasó a ser uno de los barrios más distinguidos de la ciudad.
—Si la hubiesen conservado, ahora valdría millones —se lamentaba mi tío Saul.
¿Cómo iban a conservar algo tan tangible, un sueño hecho realidad con toda su ruina y su mundanidad?
Años después de haberla perdido aún soñábamos con la casa de Savyon: una casa de resplandeciente blancura en un jardín de granados. Una casa maravillosa y perfecta en medio de un deslumbrante prado.