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Cuando ya se ha ido, hago la ronda de las paredes del piso.

Son extrañas las imágenes con que tropiezo, trémulas y laberínticas: una confusión de cuadrángulos grises, una serie de pasadizos azul celeste que se introducen uno en otro. Algo parecido a laderas de colinas superpuestas de color morado, una sobre la siguiente. Sugestiones de ciudades, sugestiones de ruinas. Entre ellas, imágenes que me son familiares y que todavía reconozco: un candelabro de siete brazos, los Diez Mandamientos repujados en oro, decorados con esmero y embellecidos con la palabra «Oriente».

También el estudio donde trabaja mi tía durante largos y tranquilos periodos de tiempo, sumida en una paz serena y metódica. Aunque el tiempo se acorta, no tiene prisa. Me dice que nunca está sola. Que no le bastan las horas del día.

Pienso en mis ambiciones, que se me han quedado herrumbrosas y atascadas en la garganta, pienso en la voz que tuve un día, la que ya no tengo.

Me siento tentada de ensayar unas pocas notas.

Pienso en los giros erróneos y en las demoras, en las prevenciones y fallos a la hora de elegir; en el desmedido fatalismo que me ha convertido en lo que soy. En una vida que he dedicado a la constante espera de que ocurriera algo, del milagro que me aguardaba a la vuelta de la esquina. El mismo arrojo en el error que guio a mi padre. La ilusión del destino: esa avidez Shepher tan fatal.