6

Día tras día seguían acudiendo a la puerta del piso de mi tío algunos religiosos que le rogaban que les dejara echar una ojeada al códice. Hombres con chaqueta negra, hombres con barba de plata, hombres de ojos fervientes y oscuros, con relucientes tirabuzones. Él se veía obligado a despedirlos: a decirles que no lo tenía.

No entraba en sus intenciones proceder mal con ellos. Lo único que quería era honrar el nombre familiar. Sigue pensando que puede hacer entrar en razón a Sara Malkah. La inocencia en un hombre que ha vivido tanto es enternecedora.

Está de pie junto a su escritorio revolviendo montones de papeles y farfullando para sí. Está buscando algo; creo que ha olvidado qué. Tiene armarios repletos de documentos: archivadores y carpetas, cajas y sobres, carteras y cartapacios. Lo clasifica todo, no tira nada.

—¡Ah, ahí está lo que buscaba! No, no es eso.

Debido al clima cálido y seco que hay donde los tiene guardados, todos esos memorandos han empezado a deteriorarse. El papel está amarillento, se ha vuelto frágil, está ribeteado de extrañas manchas, parece haber sobrevivido a un incendio. El paso del tiempo ha teñido de ocre algunas cartas, tienen adherida una capa de polvo y no revisten importancia alguna para nadie, salvo quizá para algún procurador o contable difuntos que murieron hace tiempo. Cosas que guarda «por si acaso», «porque nunca se sabe». Le gustaría dejar, cuando muera, un registro completo. Todo lo que dejará será palabras caóticas para la hoguera.

Entresaca una fotografía antigua: mi madre y mi padre en el muelle de Haifa, mi madre vestida de blanco, mi padre con sombrero de fieltro.

—La carta del abogado tiene que estar por aquí —murmura.

Cobby tiene teorías propias sobre el sitio donde mi bisabuelo pasó los dos años de su desaparición. Son tan poco demostrables como las mías. Cuesta poco imaginarlo agachado en una oscura guenizá, volviendo las rígidas hojas de libros antiguos; o, al tropezar con alguna remota comunidad, demorándose un tiempo en ella para corregir los rollos de la Torá que poseyeran. A lo mejor volvió a caer enfermo y suspendió la búsqueda, vivió unos meses como un campesino anónimo. O bien, extraviado en las montañas del Cáucaso, tal vez descubrió algún vestigio de las Diez Tribus Perdidas.

Cobby, por ser racionalista, no se inclina a admitir esa última teoría. No cree en las leyendas del Sambation. En el mundo no hay misterios imposibles de resolver, tampoco hay gente perdida que se esconde en las montañas.

No puede dar una explicación definitiva con respecto al sitio de donde mi bisabuelo sacó ese códice que actualmente es fuente de tantas tribulaciones para la familia Shepher. Tal vez no lo trajo de aquel viaje. A lo mejor le fue confiado por algún desconocido innominado. Quizá tropezó con él en aquella desaparecida guenizá donde pasó aquellos años en los que no se supo nada de él.

Yo, dicho sea de paso, no tengo nada de racionalista. O si algo tengo, es en relación con la época actual. Si el presente se caracteriza por el escepticismo, el pasado está plagado, a mis ojos, de milagros. O si no son milagros, por lo menos son misterios. O si no son misterios, por lo menos son posibilidades, estallidos de revelación, portentos que se convierten en realidad.

Por eso me siento inclinada a imaginar que mi bisabuelo hizo un viaje a un lugar lejano, que aquel viaje lo llevó a un país habitado por una tribu judía. Que se demoró entre aquellas gentes porque quiso examinar los sagrados pergaminos que poseían y que, cuando se marchó, se llevó de matute aquel recuerdo precioso.

Llevó el códice a Jerusalén metido en su hatillo. En cuanto llegó a la ciudad, sintió un extraño malestar. Lo atribuyó en parte a la tuberculosis crónica que padecía y en parte a la hipocondría que no había dejado de corroerlo. Hay quien sugiere también un reblandecimiento del intelecto y quien afirma que no fue más que una inexplicable pérdida de fe.

Yo sustento la teoría de que quizás estaba mesmerizado por la brecha existente entre la lengua y la revelación, por la imperfección de la lengua frente a la perfección del Verbo. Tal vez se sintiera paralizado ante las implicaciones. En realidad, si Dios permitía que existieran versiones, si Dios era incapaz de evitar los errores, ¿qué decía esto sobre el poder divino? ¿A qué quedaba reducido el concepto de la verdad divina?

Cobby dice:

—Sé que está por aquí.

Revuelve los montones de papeles mientras va murmurando para su capote y moviendo la cabeza.

Miro la fotografía, las gavillas de papeles que tras cada momento que pasa van acercándose más a su transformación en polvo, y pienso: lo mismo ocurre con las pruebas falsas que con las auténticas. Poco a poco el tiempo las va disgregando. Lo único que nos queda es el pecio de nuestros hallazgos. Nos conformamos con invenciones, medias mentiras, especulaciones, mitos.