8

Entré por la puerta de la cocina y Saul ya me estaba esperando. Atisbaba en el pasillo, como un escorpión, y no llevaba la radio: lo cual ya era una advertencia.

—¿Dónde has estado?

—En ningún sitio. —Me encogí de hombros—. En la plaza.

—¿Sola? ¿En la plaza?

—Sola. Perdona. ¿Puedo pasar?

Se apartó y me siguió.

—Os he visto juntos —dijo—. Te he visto.

Me saqué las sandalias; me restregué la tierra de las plantas de los pies.

—Se te ha visto con ese frummer. El oriental ese.

—Sí —sonreí—, un tipo interesante.

El rostro de Saul se frunció en un gesto de petulancia y a la vez de repulsión.

—¿Y por qué hablas con ese goniff? ¿Sabes a qué ha venido? ¿Eh? ¿Sabes a qué ha venido?

—Creo que sé a qué ha venido. Lo que no sé es por qué lo llamas goniff. Que yo sepa, todavía no ha robado nada.

—«¡Todavía!», piensa ella. Todavía no ha robado nada.

—Está más loco que una cabra. Pero me gusta.

—Ella lo encuentra divertido, noch. —Se encaró conmigo, su nariz contra la mía. Percibí, no por vez primera, el olor que emana su cuerpo, que no se lava nunca—. Tú no conoces a esa gente. ¿Te figuras que conoces a esa gente? Yo conozco a esa gente. Cobby se figura que él es muy listo porque escucha la radio, y ahora ve la televisión; también lo has ido a ver, metes las narices en todas partes. ¿Por qué no sales a la calle y lo gritas a todo el mundo? Venid todos, coged, cogedlo todo. Todo de balde, gratis. ¡Entrada libre!

—Sí. ¿Por qué no? ¿De qué tienes miedo, Saul?

—¿De qué tengo miedo? Ella me pregunta de qué tengo miedo.

Parecía reflexionar, pero no encontraba una respuesta inmediata. La cuestión del miedo le parecía globalmente inmensa.

—Te presentas aquí —dijo—. Te presentas aquí. Igual que tu padre. Después de veinte años —Su respiración era un estertor—. ¿De qué te parece que voy a tener miedo?