10
A catorce kilómetros de Jerusalén, en el camino cortado que atravesaba Bab el Wad, levantaron las cortinillas y miraron el exterior. Mi abuelo registró su primera imagen del paisaje que se extendía más allá de Abu Ghosh: colinas y valles, peñascos y maleza. El soldado extraño. Cerca de Deir Ayub, se pararon y compraron naranjas. Dos aeroplanos alemanes pasaron bajos sobre sus cabezas. Entre los valles surgió como un espejismo una tropa de jinetes turcos.
La única prueba verdadera de guerra era la larga sucesión de carromatos atestados de niños, muebles y artículos domésticos que hacían su éxodo desde la costa hacia el interior. Los británicos ya habían hecho fuego sobre Jaffa; Tel Aviv estaba siendo evacuado. Aquí, en la carretera que llevaba a Jerusalén, se comprobaban las consecuencias mundanas: una lenta hilera de refugiados que con su silencio y su mirada fija daban testimonio de sus sufrimientos. Sobre una montaña de cojines, sillas, esteras y colchones de plumas, un trío de mujeres turcas exhibía su triste presencia. De repente se desmoronó el montón, y arrastró con él a las mujeres.
Mi abuelo hizo gran parte del viaje con el hombro de otra persona incrustado en la cara y un codo hincado en las costillas, comprimido contra un duro ángulo del coche. Los cuerpos emanaban un potente olor. Cada vez que intentaba acomodarse y corregir la postura recibía un furioso codazo, por lo que procuraba mantenerse lo más quieto posible pese a pasarlo muy mal. Un búkaro de mirada de buitre no le quitaba ni un momento los ojos de encima.
—¿Quieres cambiar de sitio conmigo, judío?
—No, gracias, estoy bien aquí.
Antes de llegar a Jaffa, el coche se paró. El viaje había durado tres horas. El conductor se detuvo antes del control policial, unos pocos pasajeros se deslizaron fuera y orillaron la ciudad. Después de caminar media hora, mi abuelo entró en Tel Aviv: apenas unas casas blancas entre dunas de arena.
Atendiendo a sus cuitas y dolores, esperó junto al hotel Rosenberg a que llegara el coche que lo había de llevar a Petach Tikvah.
Un joven aproximadamente de su edad, que calzaba zapatos blancos y que tenía pinta de artista se paró y se recostó en la pared a su lado. Con el gesto indicó la calle, que estaba rebosante de gente y de mercancías.
—¡Aquí se ha acabado todo! —dijo.
—En un futuro.
—Exactamente. ¡En un futuro! —El hombre le dirigió una sonrisa de medio lado—. Si necesita algo, es el momento de comprar. Puedo venderle un bidón de gasolina por cinco francos. ¡Hace unos días le habría costado cien!
Mi abuelo le dio las gracias, pero no necesitaba gasolina.
—Azúcar, pues. Aquí tengo pan de azúcar. Ponga usted mismo el precio.
Se lo agradeció, pero tampoco necesitaba azúcar. El joven se alejó de la pared con aire impaciente y desapareció.
Cuando llegó el coche atrajo a una multitud de mirones. Todavía era un elemento insólito en Tel Aviv, por lo que observó con satisfacción que en este aspecto Jerusalén estaba más adelantada que la primera ciudad judía. Entró en el glorioso aislamiento del coche. El conductor se había avenido, a cambio de una pequeña cantidad de dinero, a conducirlo a él solo hasta la colonia.
Encerrado en el coche, con las cortinillas corridas y el intenso olor a sudor todavía suspendido en el aire, pensó en las palabras de Schonbaum, en la cara de Schonbaum, en aquellas palabras que seguramente había oído mal y que no aceptaba por increíbles. Todavía se sentía insensible a las noticias. El coche se paró con una sacudida, oyó el gañido de las ruedas girando en la arena. Bajaron los dos y, con ayuda de una pala, cavaron y las liberaron. Joseph empujó y el conductor revolucionó el motor. Un poco más lejos, volvieron a quedar trabados. Era una carretera enterrada bajo la arena.
—Es demasiado peligroso —dijo el conductor.
Mi abuelo emprendió el camino a pie hacia Petach Tikvah.
Anduvo hasta que cayó la noche. El paisaje a su alrededor, formado por monótonos naranjales, arena desnuda y matorrales, se le antojaba hostil y extraño. No le brindaba claves. Hasta el pequeño fardo donde llevaba sus pertenencias se le había hecho pesado; sentía el sudor que le resbalaba por los brazos y se le metía en los ojos. Se paró debajo de un árbol a rezar la oración de la tarde. Entonar la cantinela litúrgica lo calmó un poco. Finalmente vio aparecer en la oscuridad un par de carromatos que se acercaban: dos campesinos galileos que venían del norte para ayudar en la evacuación de Jaffa.
—¿Esa carretera lleva a Petach Tikvah? —preguntó.
Lo miraron con extrañeza.
—No —dijo uno—. Ésa es la carretera de Chaderah.
Se sentó al borde del camino con el hatillo al lado. Estaba a punto de romper a llorar.
—Aquí cerca encontrarás el refugio de un guarda donde puedes pasar la noche.
Negó con la cabeza.
—Tengo que seguir hasta Petach Tikvah.
Los dos hombres tocaron sus asnos y prosiguieron su camino. No tardó en aparecer otro carromato, éste guiado por un judío joven que llevaba abierta la camisa y un pañuelo atado al cuello. Venía de Kfar Sabah y se dirigía a Petach Tikvah. Surgido de lo oscuro con su pequeño farol, fulguraba como un ángel salvador, pese a que pertenecía a la generación desprovista de dioses. Al sonreír mostró una falange de blancos dientes.
—¡Sube, amigo!
Mi abuelo subió y se sentó a su lado.
—¿Vienes de Jaffa?
—No, de Jerusalén. ¿Y tú?
—De Tiberíades. ¿A qué te dedicas en Jerusalén?
—Soy maestro.
—¿De religión?
—De hebreo y de aritmética.
El hombre se volvió hacia él y le sonrió de nuevo: en la oscuridad le brillaron los dientes.
—Pues mira, ésa es la enseñanza que yo apruebo. ¿Lees literatura?
—Leo a Bialik.
—¿Sólo a Bialik?
—Me gusta sobre todo Dostoyevsky.
—¡Ah, Dostoyevsky! ¿No Tolstói?
—Tolstói también.
—Bien. A mí me gusta Tolstói. ¡Y Spinoza! Supongo que no lo desapruebas.
—¿Por qué debería desaprobarlo? Me encanta Spinoza.
—Entonces nos aprobamos mutuamente. Si tienes hambre, aquí hay fruta.
Mi abuelo lo observó: llevaba la cabeza descubierta, ni barba ni tirabuzones, pero su expresión era sincera y abierta. Era uno de los jóvenes idealistas de los que abominaban los viejos, pero mi abuelo era un hijo auténtico de su generación y no veía nada censurable en aquel judío rústico, quemado por el sol, pletórico de energía. Tendió la mano y cogió una naranja.
—Eres muy amable —dijo.
Llegaron a la colonia a eso de medianoche. La ciudad estaba a reventar de gente debido a las multitudes que llegaban constantemente de Jaffa y a los carromatos que a cada hora iban y venían del norte. Los yemenitas iban descalzos, las mujeres llevaban los hijos a cuestas, los jóvenes tiraban de carretillas en las que transportaban todos sus bienes. Joseph durmió en el suelo junto a un rabino, dos viejas y dos gallinas que el rabino amaba como a hijas suyas y de las que no se habría separado por nada en el mundo. Por la mañana, las gallinas habían puesto un huevo cada una.
—Nosotros somos los hijos de Israel que van camino del exilio —dijo el rabino—. Conocemos el corazón del desconocido.
Y dio uno de los huevos a mi abuelo.
En cuanto llegó, envió tres cartas, una con el coche que iba a Jerusalén, y las otras dos con unos viajeros, a fin de saber cuál era la situación de su familia. No se atrevía a esperar que Schonbaum, por alguna circunstancia, hubiese estado mal informado. Aquella misma tarde hubo una reunión masiva en la sinagoga. El señor Dizengoff dirigió la palabra a los circunstantes: debían seguir hacia el norte. Kfar Sabah estaba a rebosar. En Chaderah corrían malos aires. Debían proseguir su camino hacia Karkur; ya en Karkur, se les abriría toda Galilea. Los colonos estaban dispuestos a acogerlos. Había un centenar de carromatos galileos a la espera.
Mi abuelo garrapateó una nota para Dizengoff: «Aceptaré cualquier trabajo que me ofrezcan, aunque sea por un salario de cinco francos por semana; aunque sea en Galilea; iré adonde sea».
Mientras esperaba en la puerta, se le acercó un labrador.
—Usted es maestro, ¿verdad?
Mi abuelo admitió que así era.
—¿Y viene de Jerusalén?
Confirmó que ése era el caso.
—Tenemos al comandante turco en la ciudad —dijo el hombre—. Esta tarde ha venido su hijo a la sinagoga para comprar pollos. Están buscando desertores en el mercado. Usted puede esconderse en nuestra casa todo el tiempo que quiera. Cuando ellos sigan adelante, podrá volver a comer con la familia.
Mi abuelo no sabía cómo darle las gracias.
—Si da lecciones a los chicos de la casa, estaremos en paz. Y si me da lecciones a mí y a mi hermano, todavía le deberé dinero. Supongo que tiene familia en Jerusalén.
—Mujer y cinco hijos —dijo mi abuelo.
—Bueno, pues de vez en cuando podrá enviarles algo. La guerra no puede durar mucho. Dentro de un mes o dos llegarán los ingleses. Entre tanto, esperaremos.
O sea, que la nota para Dizengoff se quedó en el bolsillo de mi abuelo, que se instaló detrás de un falso tabique en la buhardilla del campesino. Desde allí, a través de una rendija entre los tablones, observó cómo se alejaban los carromatos en zarrapastroso convoy y emprendían el camino hacia el norte formando una incierta hilera. También estuvo una hora observando a una pareja de soldados turcos que vagaban sin rumbo por los alrededores de la granja, ladrando perentorias órdenes y hurgándose los dientes. Pero los soldados no tardaron en marcharse, lo mismo que los carromatos; mi abuelo siguió en su puesto preguntándose, aunque demasiado tarde, si su decisión había sido acertada.
El tercer día de su confinamiento el granjero trepó por la escalera y le entregó una nota: reconoció inmediatamente la caligrafía de su mujer.
—¿Noticias de casa? —inquirió el hombre mientras él abría la carta—. Espero que todo vaya bien.
Joseph leyó en silencio. Lentamente, se pasó una mano por los ojos.
—Ha muerto mi padre —le informó.
—Cuánto lo siento.
El hombre se retiró respetuosamente. Solo en la buhardilla, la carta caída a sus pies, mi abuelo se rasgó las vestiduras y recitó el kaddish del difunto.