9
Al regresar a casa, Saul estaba sentado junto a la radio en un estado parecido al de la fase de descongelación, tan pronto cerrado igual que una almeja como presa de una furia volcánica, los ojos húmedos echando chispas y fijos en mí por encima de las tortas matzo.
—¿Crees que voy a comer? —dijo, rabioso—. El profesor ese que viene aquí a robar, también me roba el apetito.
—Creo que deberías comer algo —le aconsejé con intención de apaciguarlo.
—¡Tú estás perfectamente! No te preocupa lo que pueda pasar. Y ahora Cobby, el pisheke ese, tan listo como siempre, anda diciendo a todo el mundo que quiere regalarlo. Pero ¿acaso ha consultado a los demás? No. Él es muy generoso con el dinero que no le pertenece.
—Ellos estudiarán el códice. ¿No quieres que estudien el códice?
—¡Al diablo con el códice! Si quieren estudiarlo, que paguen por ese privilegio.
Se levantó como queriendo escupir de ese modo toda la repugnancia que sentía y abandonó la habitación.
Yo seguí en la mesa terminando de comer las tortas; un loco arrebato me hizo pensar que ojalá hubiera optado por un viaje turístico a Tenerife. Pasó un minuto y se oyó un golpecito en los cristales. Volvía a ser el mirón, su rostro pegado a la ventana como un fantasma diurno.
—¡Por favor! —comenzó, así que me asomé a la puerta; mirando con ansiedad detrás de mí, me apartó de su campo de visión—. Gveret Shepher —prosiguió tan pronto como estuvimos en lugar seguro—. Permítame que me presente. Soy Gideon Ben Gibreel.
Iba a tenderle la mano, pero, como era de esperar, él no hizo el menor gesto. Aun así, hizo una inclinación y me miró de soslayo, con ojos desconfiados, igual que un pájaro no del todo domesticado que espera que le des unas migajas y no le hagas daño. Era alto y delgado, su rostro a la vez desconocido y familiar, tenía la tez olivácea de un oriental. Me gustaron sus ojos: eran verdes, extremadamente claros; tenía la extraña sensación de haberlos mirado alguna vez, tal vez hacía mucho tiempo, en una vida anterior.
—Sé quién es usted —le dije—. Estuvo en casa de mi tío.
—Exactamente. Su tío es muy amable —confesó—, pero por desgracia no ha podido ofrecerme el tipo de ayuda que busco. Y su otro tío —dijo abrumado— se niega a hablar conmigo.
—No veo en qué puedo ayudarle.
—Ni yo —dijo, y pareció reírse para sus adentros—. Pero a lo mejor... Mire usted, necesito ver el códice.
—En ese caso tendrá que dirigirse al instituto.
—Ya lo he hecho —dijo, abriendo las manos en un gesto de impotencia—. Y debo decir que ponen muchas trabas. Se niegan a mostrárselo a nadie sin una autorización expresa de su tío. Y su tío me dice que me entienda con ellos. Parece que hay algunas dudas en lo que respecta a la propiedad.
Su expresión, al pronunciar estas palabras, era burlona, como si se tratara de algo risible que sólo él advertía, pero que les añadía un matiz particular.
—Sí, al parecer subsiste alguna discrepancia.
—Pues es una lástima, porque a mí me mueven particulares y acuciantes razones. Y además, he recorrido un largo camino. Sólo quería que me dejaran verlo, y puedo asegurarle que esto no causaría ningún perjuicio. Pero ahora...
—¿Ahora?
Miró a su alrededor con ansiedad.
—Ahora serán muchas las partes interesadas.
Respiré profundamente.
—Señor Ben Gib..., señor Ben Gibreel...
—Por favor —me sonrió, mostrándome una dentadura perfecta—, llámeme Gideon.
—Lamentablemente, no sé qué puedo hacer por usted. También yo querría ver el códice, pero con toda esta confusión de por medio, todavía no lo he logrado.
—Pero usted lo verá —insistió—. Usted es de la familia. —Otra vez aquella mirada de reojo—. A usted le darán entrada. Su antepasado, Shalom Shepher, era un gran estudioso.
—Eso me han dicho.
—Un gran magih..., un corrector de manuscritos. ¿Sabe qué es un magih?
—Sí —repliqué, algo irritada—. Sé qué es un magih.. Mire, me parece que debería consultar con mi tío respecto al particular.
—Sí, pero, pensándolo bien, quizá sería mejor no volver a molestarlo... —Seguía sonriendo, pero me miró con tristeza, casi se habría dicho con comprensión—. Gveret Shepher. Ya no se trata de un asunto particular de familia, me temo. Nada que ver. —Se volvió bruscamente arrastrando en el polvo su caftán plateado. Distinguí en la tela una especie de galón cirílico cuyo simbolismo se me escapaba—. Hábleme del códice. ¿Es muy antiguo?
—Sí, muy antiguo.
—¿Escrito sobre vitela?
—Sí.
—¿Y a tres columnas?
—Sí, pero...
—Y con masorah completa. Pero ¿qué me dice del colofón?
—El profesor opina que es una falsificación. También opina que el libro es textualmente corrupto.
—Sí, eso piensa. —Movió la cabeza con gesto imperioso apenas perceptible—. Gveret Shepher, he venido expresamente para decírselo: no es ninguna falsificación, no es corrupto.
—¿Cómo lo sabe? —le pregunté.
No respondió enseguida, dejó vagar la mirada a través del solar abandonado y trazó un dibujo circular con el dedo gordo del pie. Tuve la impresión de que estaba jugando conmigo. O era quizá que todavía no estaba seguro de si podía confiar en mí.
—Su tío está muy preocupado por el valor del códice —dijo finalmente.
Me miró directamente a los ojos y añadió:
—Pero contésteme, si quiere, estas dos preguntas: ¿de dónde ha salido este códice? ¿Cómo ha ido a parar aquí?
—No lo sé —admití—, pero alguien debe de saberlo.
—No, gveret Shepher, no lo sabe nadie. No hay nadie que sepa la verdad, salvo yo. —Dejó la declaración un momento en suspenso, pero en su expresión apacible no había sombra alguna de complacencia—. Depende de usted que pueda confiársela.
No respondí; había decidido mostrarme escéptica y, además, me molestaba su tono de superioridad.
—Estoy segura de que se aclarará todo —dije, no sin tirantez—. Hay varios expertos examinando el códice.
—¡Hatajo de ignorantes! El enfoque es equivocado.
—Es posible. Pero de momento —dije como para recordármelo a mí tanto como a él— está fuera de nuestro alcance. Nosotros podemos hacer muy poco.
Aceptó mis palabras; permanecimos un momento en silencio debajo de los cipreses. Su ropa aleteaba con la leve brisa: percibía el seco olor a tierra de conos y plantas muertas hacía setenta años, pisoteados hasta quedar reducidos al fino polvo que teníamos bajo los pies.
Me sonrió; de pronto me llegó en una oleada el convencimiento de la profunda afabilidad que se escondía detrás de sus ojos.
—Tiene razón —dijo por fin—. Tendremos que ser pacientes. Todavía no se ha perdido todo. Habrá que esperar el momento propicio.
Y tras darse la vuelta, cruzó rápidamente la plaza.