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Moisés recibió la Torá en el Sinaí y se la entregó a Josué; Josué se la dio a los ancianos; los ancianos a los profetas; los profetas a los miembros de la Gran Asamblea.
Escribió los cinco libros al dictado, en la montaña, y tardó en hacerlo cuarenta días y cuarenta noches. Como Shakespeare, nunca tuvo que tachar una sola línea. Escribió: «Al principio». Escribió sobre el Diluvio y de lo que ocurrió después. Consignó con detalle que estuvo escribiendo en la montaña por espacio de cuarenta días con sus noches. Y cuando Dios le dictó el relato de su propia muerte, dejó constancia de ella con los ojos arrasados en lágrimas.
«Y él lo entregó a Josué; Josué a los ancianos; los ancianos a los profetas.» Así empezó una especie de complicado juego del teléfono de tipo judío. Se hicieron copias y copias de las copias. Versiones escritas de memoria y versiones erróneas recogidas de oído. Se colaron errores. Se multiplicaron las discrepancias. Debemos imaginar finalmente a nuestros capitanes religiosos dando caza a toda una bandada de textos espurios que revoloteaban como mariposas sobre las colinas de la Tierra Prometida, cada uno de los cuales pretendía ser más o menos representante de la palabra de Dios.
Tal vez ocurriera de otra manera. Tal vez no ocurrió ni de lejos de esa manera. En lugar de eso, hubo un encadenamiento de relatos que, como cuentas refulgentes, bailaban en torno a las hogueras de los campamentos de los antiguos hebreos; corrían de boca en boca y de campamento en campamento; se modificaban, se ajustaban, se plagiaban y acababan consignándose por escrito y, al final, de toda aquella maraña de tradiciones surgió un texto consolidado: aquel gran corpus de leyendas, historias y leyes que llamamos Pentateuco.
¿Cómo había que proteger la palabra de Dios? En el recinto del Templo se guardaba un rollo considerado patrón, con el que había que comparar todas las copias. Pero aquel rollo ya era la copia de una copia de una copia. En realidad, en el recinto del Templo existían tres libros de la Torá y los tres ofrecían lecturas conflictivas: el códice Meon, el códice Zaatutay y el códice Hi, cuyos nombres obedecían a sus incongruencias más flagrantes. Estaba también el códice Severo, que Vespasiano se había llevado del Templo en el año 70 para depositarlo en la sinagoga Severus, de Roma. Hacía mucho tiempo que tanto el código como la sinagoga habían desaparecido de la faz de la Tierra, pero en la Biblioteca Nacional de París se conserva una lista de treinta y dos variantes, entre las que figura la lectura del Génesis 1:31: «Y vio que la muerte era algo bueno».
Y finalmente vinieron los masoretes, aquellas eruditas pero pedantes familias de Ben Neftalí y Ben Asher, que instalados a orillas del mar de Galilea y bajo la brisa que soplaba entre las palmeras, corregían y analizaban, anotaban y refrendaban, expurgaban y depuraban el texto de la Biblia hebrea. Y sin que pudieran llegar a generar una copia autorizada, la Ben Asher fue considerada algo superior a la Ben Neftalí.
No eliminaron las variantes. Incorporaron, por el contrario, la lectura mayoritaria y consignaron al margen las alternativas. No alteraron los errores obvios. Los errores también eran sagrados, dictados por boca de Dios. El propio Dios, decían, había especificado la naturaleza y el número de aquellos aparentes errores.
Su labor estaba imbuida de una intensa pedantería, y no podía ser de otro modo, puesto que la Torá no es únicamente un texto verbal sino matemático: una gigantesca codificación que encierra todos los secretos del universo. Acrósticos y encantamientos, acertijos y profecías. También mis antepasados se contaron entre aquellos que, levantándose contra las constricciones de los rabinos más juiciosos, se acantonaron en los cálculos y en la numerología para intentar encontrar los pasajes que predecían la fecha de la llegada del Mesías. O sea, que no dejaban de tener razón los sabios cuando advertían: cambiad una sola letra y destruiréis el mundo.
El texto masorético más antiguo que ha sobrevivido es el códice San Petersburgo, fechado en el 916, obra de formidable erudición y trabajo de amor. Sin embargo, dicen que la versión más perfecta corresponde al trabajo coronado por la familia Ben Asher, terminada en el año 900 y conservada en Jerusalén, trasladada de allí a El Cairo por los selyúcidas y de El Cairo a la sinagoga de Alepo, donde permaneció durante siglos protegida de ojos inquisidores hasta 1947, año en que la sinagoga fue incendiada; salvo unos pocos fragmentos, el códice se perdió para siempre.
No ha sobrevivido ni rastro de aquellos otros Pentateucos que una vez brotaron en el desierto como flores de primavera para marchitarse después: los textos clandestinos, los no reconocidos, los locales, los heréticos y los sectarios. Los inspirados por un Dios que, quizás, habló de manera diferente a un Moisés que recogió otras palabras, pero a pesar de ello, para aquellos que las oyeron, palabras divinas. Igual que tamo sagrado, hace mucho tiempo que fueron aventadas y de ellas quedó tan sólo el sólido grano de la versión oficial. La singular sobrevivió, tal vez, remetida entre la ropa de los marineros de Salomón que naufragaron en orillas de lejanas tierras o, mucho después, apretada en el puño de los exiliados transportados por los asirios: aquellas diez tribus perdidas de Israel conducidas más allá del Éufrates y desaparecidas después para siempre.
Y si de veras existieron tales textos, tal vez también fueron copiados y transmitidos, dictados de generación en generación, en aquellas comunidades aisladas del Cáucaso y en las remotas regiones de África donde estaban desparramadas las legendarias tribus. Hasta que un día pudo llegar un viajero procedente del mundo exterior y, al descubrir una Torá diferente de todas cuantas había visto en su vida, la devolvió en secreto a Jerusalén...
Entre tanto continuó el proceso y fue cobrando ímpetu. En 1525, se publicó la Biblia Bomberg, la primera edición impresa de las Escrituras hebreas, y a partir de entonces, por defecto, se convirtió en el prototipo. Los estudiosos hicieron uso de ella para sus investigaciones y los escribas la tuvieron como referencia al escribir sus rollos. Ciento treinta años después, Baruch Spinoza apartó los ojos del texto y negó la autoría mosaica de la Torá. Afirmó que en el mismo había incongruencias y contradicciones. En un pasaje, el Diluvio dura cuarenta días; en otro, ciento cincuenta. Una descripción dice que Noé envía una paloma; en otra envía un cuervo. Si era así, dijeron los rabinos, siempre debía ser así; puesto que nadie puede alterar la revelación sagrada. Y lo excomulgaron.
Los estudiosos del siglo xix, hombres de fe, aplicaron principios científicos e hicieron valientes incursiones en la jungla de la exégesis y la filología bíblicas, en las variantes, repeticiones y omisiones, y llenaron aquellos volúmenes de color verde oscuro —¿los lee alguien ahora?—, el Comentario Crítico Internacional, donde los salmos quedaron reducidos a un centón de frases e historias hurtadas convertidas en fórmulas donde casi todo era glosa, error o interpolación de una época posterior. Se aficionaron a desmenuzar los versículos bíblicos hasta que todo aquello que parecía simple se volvió complicado y lo que había sido complicado pasó a ser una insoluble maraña, pese a lo cual sobrevivió su fe, ya que ellos veían al Señor Dios como un compositor de suprema brillantez que agrupaba la masa de textos que tenía a su disposición de la misma manera que, cuando sonara la última trompeta, juntaría los hilos de la caótica historia. Y los propios rabinos creían que, al final de los tiempos, volvería Elías y pondría orden en todas las dificultades textuales.
La Torá ya existía novecientas cuarenta y siete generaciones antes de la creación del mundo. Y cuando Dios creó el mundo (que no era el primero, porque ya había creado y descartado siete mundos o más), se sirvió de la Torá como de guía y borrador. Para un mundo imperfecto y críptico, una Torá imperfecta y críptica es un borrador perfecto.
Lo cual recuerda a su vez otra leyenda: antes de la Creación, la Torá no era más que un montón de letras que habrían podido ser ordenadas en un orden cualquiera. Cuando pecó Adán, las letras se pusieron de pie y se distribuyeron según el orden que hoy conocemos. Cuando llegue el Mesías, se desorganizarán como una labor de punto al deshacerse y crearán una nueva Torá, un nuevo Cielo y una nueva Tierra.