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Vuelvo a estar sola, ahora en el tren de regreso, pero no me contraría. Incluso me produce un extraño bienestar el asiento vacío que tengo al lado, el suave movimiento del tren, el paisaje exterior que va oscureciéndose poco a poco y contra el cual mi propio reflejo va haciéndose gradualmente más nítido. En todas las estaciones entra y sale gente que lucha con el equipaje, transporta periódicos y maletines en curioso y amigable silencio. El tren me lleva a un territorio nocturno, una oscuridad cálida impregnada de mar, rutilantes distancias, rombos de luz amarilla.

Me alegra estar sola.

Me parece que he llegado al cálido corazón de mi vida, el único sitio seguro, en ese tren que, en lo que a mí concierne, podría viajar indefinidamente sin llegar nunca a destino. Me parece que me demoro en el punto medio, sin lamentar el pasado ni temer el futuro: sólo una calma flotante, una clara sabiduría.

He hecho un largo viaje, me he alejado de las antiguas inseguridades, la antigua confusión, voy en pos de un lugar nuevo, flotante, un sitio por descubrir.

Si por lo menos esa calma perdurara, si permaneciera clara esa sabiduría, si, sabiéndome libre, no juzgada ni condenada por nadie, pudiera abrazar la vida como un amante. Si pudiera por lo menos viajar siempre, decidida e independiente, sabiendo el nombre de la estación donde debo apearme mientras el tren sigue su raudo camino para siempre hacia la noche.