5

Intercambio de fotografías: la recatada instantánea de mi madre contra la del carné de identidad palestino de mi padre, ya inservible, donde él aparece con una camisa negra mafiosa y el cabello peinado hacia atrás, algo que le da, según dice Marlene, aire de miembro de la Resistencia Judía. El carné de identidad, exhibido en otro tiempo a petición de los policías británicos en las esquinas de Jerusalén y Tel Aviv, fue a parar al bolso de mi madre junto con un caos de lápices de labios, terrones de azúcar y pañuelos usados. Fue palideciendo gradualmente a lo largo de treinta años, trasladado ceremoniosamente de un bolso a otro para ir a descansar finalmente al álbum familiar.

La foto de ella se deslizó en un compartimento del billetero de mi padre, un recuadro de cuero ya ocupado por la fotografía de otra mujer. Ella, Hazel, fue testigo del hecho: la foto antigua retenida por un pulgar sucio, la nueva superpuesta a la primera. Pasaron a ser compañeras de cama demasiado amigas para sus gustos.

—¿Quién es?

El billetero ya estaba cerrado, era agua pasada.

—¿Quién es quién?

—¿Tu hermana?

—¿Quién? Mi hermana, sí.

Ella no se lo creyó.

Ella no sabía qué decían aquellas cartas escritas en papel cebolla cubierto de negra caligrafía. Se preguntaba de quién podían ser. Una vez él le había traducido una carta de su padre, plagada de giros exquisitos y pasados de moda, pero no todas las cartas estaban escritas con aquella misma caligrafía historiada. Las había de caligrafía redonda; también había visto la misma caligrafía en un sobre, inclinada, enérgica. Decía: «Devolver al remitente». Una vez, camino del cine, él había echado una carta en el buzón rojo con gesto furioso. ¿Sería para su hermana? Lo dudaba.

Sus celos habían pasado a ser una criatura que ella alimentaba a base de sobras, un animal flaco y rastrero, alojado en lo oscuro de sus pensamientos, que ella nutría con resentimientos hasta el punto de que, treinta años más tarde, todavía seguía al acecho, moviéndose de aquí para allá, pronto a saltar a la más mínima provocación. Un dolor de cabeza asesino que aguardaba el momento de poseerla. Revolvía el cajón en busca de una prueba, descubría en él tres pañuelos, calcetines meticulosamente emparejados, un certificado escolar, pecios de objetos encontrados o robados: gemelos, botones, tornillos. Una cucharilla vistosa hurtada de un café del West End; un reloj averiado recogido en una estación de metro. Ni siquiera su navaja de afeitar le revelaba nada sobre él. Sus pertenencias eran las propias de un hombre, ropa impersonal; habría podido pertenecer a cualquiera.

Alimentaba sus celos a base de pequeñeces y de migajas: fragmentos de conversaciones, una mirada, una sonrisa. Una sonrisa en la dirección equivocada, una coincidencia de ojos; una conversación demasiado absorbente. Buscaba señales, leía el lenguaje de su cuerpo. El matiz de su postura, el tono de su risa.

—¿Qué te pasa? —le preguntaba él, y ella le daba la espalda, le soltaba un desaire delante de todo el mundo.

Ponía entonces en funcionamiento el frío intenso; tal como había visto hacer a Greta Garbo o a Bette Davis, arqueaba una ceja, avanzaba la barbilla. Le administraba el tratamiento del silencio. Coqueteaba con Danny y con Mervyn, del Grupo Juvenil Sionista; pero él no parecía darse cuenta, no parecía importarle.

De regreso al minúsculo piso y a su cocina de un solo quemador oxidado, a la esquiva fuente de calor eléctrico, ella le descargaba en la espalda toda la furia acumulada mientras él freía salchichas, escupía acusaciones junto con la grasa de freír; lo amenazaba con dejarlo, con amar a otro.

Él no se volvía siquiera para decirle: «Creo que deberías juntarte con Mervyn. Mervyn te conviene. ¡O con Danny! O con Danny. Danny también te conviene».

—A ti te importa un pepino con quién me junte.

Entonces él se echaba a reír; y a ella le entraban ganas de destrozar la almohada con los dientes, de arrearle unos golpes en la espalda o de arrojarle el cepillo a la cabeza. Él terminaba de freír las salchichas, las servía con una rebanada de pan frito, una para ella y otra para él; y comían los dos en la diminuta mesa, él con su chaleco y ella con su combinación camisola-bragas.

Había llegado tarde para ingresar en la universidad. Así pues, además de dar clases, hacía un turno en una fábrica de botellas. Ella seguía trabajando como secretaria. Trabajaban, volvían a casa, discutían, dormían juntos y se iban a trabajar; toda la primavera y bien entrado el principio del verano ella lo estuvo apabullando con escenas y tragedias. Pese a todo, llegaba la noche y, en la estrecha cama individual, se aferraban uno a otro. Él dormía pegado al borde; ella iba de copiloto. La cama era una frágil barca en un mar proceloso e inseguro.

El día que empezó la guerra los pilló paseando por el campo más allá de Chingford. Un hombre, desde un coche en marcha, les gritó la noticia.

—¡Agachaos, agachaos! —les gritó—. ¿No sabéis que se ha declarado la guerra?

Saltaron a una zanja, pero, a los cinco minutos, viendo que no ocurría nada, subieron de nuevo al camino y volvieron a casa.

La guerra comportó un cambio en él: se aferró a ella, le habló de amor, comenzó a manifestarse de una forma desconocida en él hasta entonces. Parecía más solo y más vulnerable, debía personarse cada mes en la comisaría con sus documentos de identidad, en los que aparecía impresa la palabra «extranjero», observaba con inquietud cómo alistaban a sus amigos alemanes. Las autoridades le ahorraron este destino, pero él se vio rechazado por el Ejército, obligado a mantenerse en retaguardia mientras otros luchaban por su causa. Tal vez fue esto, en definitiva, lo que más hubo de afectarlo: no la falta de comunicación con su familia, pese a que ahora se había convertido en un hecho sumamente doloroso, ni la imposibilidad de ingresar en la universidad, de momento fuera de su alcance debido a las exigencias de la guerra, sino la desposesión definitiva de su hombría, la confirmación de que había llegado tarde, y de que los trabajos a los que podía dedicarse eran serviles, tediosos, embrutecedores, mal pagados, degradantes.

Así pues, ya no volvió a poner más objeciones a las reclamaciones que ella le hacía. Ya no la ignoró cuando ella le habló de planes. No opuso resistencia cuando ella lo aferró con fuerza, sólo dejó de luchar. Y cuando le habló de matrimonio, ya no se lo tomó a broma.

Al iniciarse el ataque por sorpresa, se suprimieron las clases nocturnas; ya no pudieron permitirse el lujo de continuar alquilando la buhardilla donde vivían. Se mudaron de Clapham a Saint Albans, y de Saint Albans a Southend on Sea. Ella trabajaba de secretaria en la Comisión de Refugiados. Él consiguió trabajo como cargador y descargador de camiones y como plantador de árboles.

La primavera de 1941 los encontró en Henley-on-Thames, vivían separados a causa de la patrona. En aquel entonces, él estaba sin trabajo, pagaba el alquiler de sus magros ahorros, sobrevivía gracias a la generosidad que ella podía permitirse con su salario de secretaria. Él había enfilado un callejón sin salida: como si la vida lo hubiera acorralado hasta obligarlo a refugiarse en aquel último cubil, aquella respetable casa de huéspedes de una calle respetable, donde permanecía oculto pero al acecho, como un indeseable metido en una habitación mal ventilada, llena de ringorrangos, atiborrada hasta los topes de muebles y cretona barata; sabiendo que estaba viviendo del ultimo chelín, contando los días que le quedaban hasta que se desvelara la farsa y lo echaran a la calle y empezara a vagar a partir de entonces según estaba condenado a vagar, a caer en el abandono y a morir finalmente en cualquier rincón, tal como en el fondo había siempre deseado. Era el pago que correspondía al gran error de sensatez que había cometido.

Todos los días, a medida que la primavera iba madurando camino del verano, se encontraba con ella junto al río cuando salía del trabajo. La encontraba tranquila y alegre, como recién salida de una barcarola: guapa y desenfadada, vestida como correspondía a la estación; mientras que él ofrecía una imagen lamentable con sus pantalones oscuros de invierno, los únicos que tenía, los que tenían las costuras remendadas. Ella le sonreía en cuanto lo descubría, mostrándole su dentadura perfecta: él absorbía por un instante, quizá por más tiempo, algo de su sereno esplendor.

Cada tarde, a medida que iba penetrando el verano, se oscurecían las hojas y crecía la hierba; los brotes se transformaban en follaje y florecían las yemas de la adelfilla para convertirse en plumas, se paseaban los dos por la orilla del río y se sentaban a contemplar los cisnes; ella hablaba del futuro, y él la escuchaba; y cuando hablaba de matrimonio, él no ponía objeciones.