37
Recuerdo estas cosas sentada en un desván, un trastero, lo que podría llamarse la guenizá de casa de los Shepher. Estoy sola, una escalera de mano de cinco peldaños me separa del mundo.
El desván está lleno de polvo. Respiro polvo. Hay polvo suspendido en el doble rayo de sol que penetra por los dos huecos del tejado del que se retiraron dos tejas para que entrara la luz. El polvo se me posa en el cabello y en la ropa. Me llama la atención comprobar que no se trata de polvo corriente. Son motas grandes de color gris oscuro, plumosas, como esas partículas que vuelan en el aire cuando se quema un libro y, cuando muevo los pies en el mar de papeles, siguen volando y se quedan flotando en el aire.
Estoy sentada en una caja de embalaje con la enseña del Beth Din de Jerusalén. La caja está boca abajo y parece una isla en un mar inmenso. A mi alrededor hay más cajas de embalaje, cajas de cartón, montones de documentos, viejas bolsas de lona de la lavandería, un baúl de madera, todo volcado y su contenido derramado en una orgía de confusión. El caos parece extenderse por todos lados, llega hasta penumbrosas distancias donde no alcanza la luz; debajo de los más apartados cabríos cuyos secretos ya no serán nunca descubiertos.
Hoy en día hay tesoros de manuscritos cuyos guardianes, para protegerlos contra los rigores del tiempo, los conservan en cámaras acorazadas controladas por complejos equipos que calibran la humedad y la sequedad, el calor y el frío. El tesoro de la familia Shepher no ha recibido ese trato. Ha sufrido durante siete décadas las fluctuaciones de los veranos de Jerusalén, las heladas de Jerusalén. Lo ha penetrado la humedad de las lluvias de octubre y se ha calentado con los soles de agosto. El endeble escudo de las tejas, el cartón y la lona no le han prestado mucha protección. Y, como todo el mundo sabe, un desván es un medio donde reinan los extremos. No es de extrañar, pues, que al agacharme para coger un manuscrito, el borde del mismo se me desmigaje en la mano como si de una oblea se tratara.
Encuentro muchos de esos fragmentos, van desintegrándose lentamente antes de convertirse en polvo blando y granuloso. Una capa de un centímetro de esa materia cubre el suelo. Me parece harina cuando la toco con las manos.
Mi tío me dijo: «Si quieres algo, lo coges. Lo que queda irá al fuego».
Cojo, pues, un solo papel de escritura aracnoidea, ilegible casi: una receta para encurtir pepinillos, quizás, o una nota recordatoria oficial o una de las muchas listas de la compra escritas por mi abuelo. Conservo un pequeño fragmento como recordatorio y cargo con el peso de todo lo que se ha perdido.
Tampoco examino todo el tesoro de los trastos restantes que serán polvo y cascotes: las seis tinajas de tierra procedente de los Territorios, los cálculos que establecen la fecha del fin del mundo, el manuscrito desvaído de una novela inacabada; un retrato de Theodor Herzl que el moho y los hongos han borrado casi.
Me quedo mucho rato en el desván. Y pienso en todos los demás manuscritos y en todos los demás desvanes: en códices desvanecidos y desvanecidas verdades; en la sinagoga de Bielsk que fue incendiada con sus congregantes dentro; y en los centenares y millares de almas olvidadas, los miembros perdidos de un clan vasto y diseminado: los Shepher, los Shaffer y los Shaeffer, los Shifrin y los Shapiro y las Shapira, los Siffre y los Saffre, de los que no queda zapato ni guante, cuyos huesos son polvo que hoy circunda la tierra; y en todos los textos que a causa de sus muchos errores no eran válidos, pero que, por llevar el nombre de Dios, no se destruirán nunca.