3

Fue en una reunión de la Joven Guardia Judía cuando puso por vez primera los ojos en él. Ella tenía dieciocho años. Él, veintitrés. Ella olvidó instantáneamente que estaba comprometida para casarse.

Era el primer invierno que ella pasaba en Londres. Se había comprado unos guantes rojos para celebrarlo, a juego con el carmín de los labios que (según le dijo después una compañera) no le sentaba bien. Se sentó en el lado más apartado del círculo y captó la mirada de él desde el otro extremo del coro.

Su compañera, Marlene, le había dicho que le sentaría mejor un tono más oscuro, un color parecido al del fruto del moral. Tenía los cabellos oscuros, los ojos oscuros, la piel color de miel. Llevaba una blusa de lunares con muchos botones. Su cuerpo, alimentado durante años con salsas y cacao, era flácido y sensual.

—¿Quién es? —le preguntó a la compañera de al lado, tras propinarle un codazo.

—¿Quién es quién?

—El de los ojos.

—¿De quién hablas?

—Del que me está mirando.

Había nacido en una casa adosada, una hilera de viviendas iguales de la zona norte. Tenía un peldaño de entrada rojo cardenal y un vertedero doméstico en la parte trasera de la casa, pero, hasta allí donde alcanzaba su memoria, Londres había sido siempre para ella la tierra prometida. Así que abandonó su casa, ésta pasó a convertirse en un simple recuerdo exótico al que jamás regresaría.

Mucho más tarde, ya desaparecida la casa, la calle y todo el vecindario, únicamente podía reconstruir un mosaico de imágenes: el horno Yorkshire que había que restregar con grafito una vez al mes; los visillos de encaje que se lavaban cada semana; un par de candelabros de bronce que su madre se había traído del shtetl. La forma y el color de las piedras de la calle; un destello de alhajas en el lecho del arroyo, que después resultaron cristales rotos.

—¡Ah, ése! Acaba de llegar de Palestina. Se llama Amnon.

En la calle la llamaban «la estudiante». Cursaba la segunda enseñanza; iba a clases de dicción. Sabía recitar la escena de sonambulismo de Macbeth, con todos sus gestos, y comprar pan en francés. Era diferente de los demás.

—Es un bombón, ¿verdad? Yo que tú, me lo comía.

Una vez había preguntado a su padre qué quería decir ser judío. Estaban en el taller que él tenía junto a la vía férrea, él estaba desmontando su adorada moto. Habían hecho una pausa para tomar un tazón de té; su padre estaba sentado en un taburete alto y tenía la cara salpicada de aceite. Un judío era un espíritu errante, dijo. Un judío era un chivo expiatorio, aunque no el único. Había querido ir a Rusia y ser bolchevique, pero había tenido que quedarse allí y casarse con su madre. Ahora estaba condenado a seguir en ese lugar para ganarse el pan. Sufrir era una especie de religión, pero llega un momento en que todo el mundo debe dejar atrás a su familia y proseguir su camino; posiblemente ésa era la razón de que hubiese cambiado su nombre de Haim Losowsky por el de Harry Lister. Su padre había creído en la utopía socialista, pero dijo que ahora cada uno miraba para sí. En la única estantería de la casa tenía un ejemplar de Das Kapital junto a las novelas de Jack London, que leía y releía sin parar; sin embargo, de sus ideales no había quedado nada, salvo las canciones revolucionarias que cantaba cuando se afeitaba, intercaladas con arias de las grandes óperas que amaba.

Sentada en el círculo, avanzó la barbilla con aire de desafío y cantó el himno de los Trabajadores Sionistas con el puño levantado. Tenía los ojos fijos en los labios del chico: anchos, pálidos; en uno tenía una pequeña cicatriz.

Lo juramos, lo juramos,

con lágrimas y sangre mezclamos el juramento.

¡Ya basta, ya basta de exilio!

Sed valientes, sed valientes y luchad por la libertad

con valor, con valor, adelante hacia el combate.

No era de extrañar que él, por lo que se veía, no conociera las palabras.

Papá era ahora un inglés en todos los aspectos. Hasta acento inglés tenía. Su apellido Lister coincidía con el nombre del parque Lister de Bradford y con el del famoso cirujano Joseph Lister. Papá llevaba un chaleco de tweed y gorra de lana, tenía tres pipas en un soporte sobre la repisa de la chimenea —Cortita, Negrita y Especial— y le correspondía a ella, a Hazel, el trabajo de elegirle una entre las tres cuando llegaba a casa después del trabajo.

Los Lister se sentían orgullosos de ser ingleses. A veces, aprovechando que la moto estaba entera, hacían excursiones al campo y acampaban o iban a pescar. Mamá y Hazel viajaban en el sidecar. Mamá llevaba un pañuelo de gasa azul para protegerse el peinado y transportaba una enorme bolsa en el regazo. Hazel sentía el viento en la cara y pensaba: soy libre, soy libre, soy libre. Era un engaño sensual que la confundiría toda su vida.

—¿Quieres que te lo presente?

—No, gracias. Sé arreglármelas sola.

Cuando cumplió los catorce años, en el meticuloso registro de lecturas que llevaba figuraban contabilizadas ciento seis novelas. Era devota lectora de los clásicos, esclava de las novelas románticas que se desarrollaban en la campiña inglesa. Estar sentada en un prado leyendo la descripción de un prado compendiaba para ella la idea del Paraíso.

Mamá creía en la superioridad de lo práctico sobre lo bello, y decía que eso se lo debía a ser pobre. Por eso Hazel llevaba el pelo cortado justo por debajo de las orejas y lucía un peinado sensato, llevaba unas gruesas medias de color marrón con los tacones zurcidos y se le iba reforzando la figura a base de pan, salsas y cacao. Mamá no sabía leer ni escribir, pero como entendía que el conocimiento adquirido a través de los libros constituía un salvoconducto indispensable, fomentaba en su hija la afición al estudio. Guardaba todos sus boletines escolares en una caja de bombones vacía junto con los certificados de natación, no quisiera Dios que se ahogara un día. Y la animaba a frecuentar el grupo juvenil judío a pesar de estar lleno de sionistas y fanáticos porque a lo mejor conocía allí a algún muchacho simpático y se casaba con él. Hazel Lister tenía cara de rompecorazones: había roto el corazón de varios chicos del grupo. Pero eran poca cosa para ella, por eso un día cogió todos sus certificados y emprendió el camino de Londres. Alquiló una habitación en un albergue donde ya vivían quince judías más y encontró trabajo de taquimecanógrafa en el Palais de Danse de Hammersmith. Tiró las medias de color marrón y se compró sus primeras medias de nailon.

En aquel entonces aún creía que Londres, como el resto del mundo, era un enigma que se podía resolver. Si tenía suficiente osadía, la ciudad se le abriría como una compleja flor. No se daba cuenta de que subsistiría el misterio, pero que ella acabaría acostumbrándose a él. Toda aquella vida, la dinamo de cosas que ocurrían, no sería más que un zumbido en la nuca.

Pero al principio fue como leer un libro. Como todos los seres egocéntricos, imaginaba su vida como una novela en la que ella era la protagonista. Sentarse en un café y leer la descripción de un café era la idea que se hacía de la experiencia.

—Pues no tardes mucho, porque de lo contrario perderás el tren.

Ahora era dueña de sí misma: se había domesticado el cabello y se hacía un peinado en forma de casco liso con una guirnalda de rutilantes rizos alrededor. Llevaba trajes chaqueta sastre abrochados con botones. Ya se le había borrado el acento del norte. Era un camaleón, emparejaba el acento de la clase alta londinense con su propio acento y lo combinaba con el cockney de la clase trabajadora. En ocasiones fumaba a imitación de las divas que veía en el cine y sonreía a los hombres a través de velos de vaporosa humareda. Ensayaba expresiones ante el espejo: movía exageradamente la boca poniendo las cejas arqueadas y, sobre todo, soltando unas risas mudas, reprimidas, con las que quería transmitir una competencia sexual que todavía no tenía. Con el tiempo, aquellas expresiones artificiales se hicieron automáticas. Treinta años más tarde, pasadas ya de moda, ella seguía utilizándolas.

Había pasado de los clásicos a la novela moderna, pero los personajes de éstas le parecían desconcertantes. Nunca veía claras sus motivaciones; no amaban ni odiaban y sus historias quedaban en el aire. Le entró la sospecha de que el autor pretendía hacerse el misterioso de manera deliberada o de que ella, quizá, no era tan inteligente como había supuesto al principio. Eso la indujo a renunciar a la narrativa contemporánea y a retroceder de nuevo a la clásica.

Estaba continuamente enamorada. A los dieciocho años, el amor es esencial para ser feliz. El matrimonio sólo es esencial para ser feliz después de los veinte. Eso hizo que rompiera muchos compromisos. Entre ellos el de Danny, el corredor de largas distancias, el de Yaacov, el bromista, y el de Leon, el intelectual. Hubo también una empleada administrativa de la oficina donde trabajaba, de nombre Margaret, una mujer de aspecto cansado y aire sensato, la cabeza rodeada de una nube de cabellos pálidos, a la que adoraba en secreto. Danny se había comprometido con ella sellando el pacto con una anilla de cortina como prenda de amor; ella había aceptado, aunque sin esperar nunca que él se lo tomara en serio.

Y ahora aparecía él: aquella bomba. ¿Quién era él, aquel desconocido con ojos de poeta y manos de obrero, cuya única ceja, ceñuda y concisa, parecía seguirla por toda la habitación? No sabía cómo reaccionar; estaba desconcertada. Por fin se disolvió el círculo, pero ella no se le acercó.

—Hazel, no conoces a Amnon. Es nuestro nuevo profesor de hebreo. Acaba de llegar de Jerusalén.

Se estrecharon la mano. Él sonrió y dijo:

—Tienes una voz potente.

—¿En serio?

—¡Oh, sí! Se oye por encima de todas las demás.

Aquella noche caminaron juntos a través de la niebla de Londres: ella abrochada hasta el cuello, él con su abrigo de segunda mano. Ella con sus gestos de estrella de cine, él con sus clips de ciclista prendidos en las perneras del pantalón. Más adelante ella recordaría que hablaron interminablemente, pero en realidad era un recuerdo erróneo, porque quien habló no fue él sino ella, que charló incansablemente mientras deambulaban por las calles del norte de Londres; él se limitaba a encogerse de hombros o a farfullar algún «sí, claro, yo también...» y a terminar la frase con un gesto porque apenas había comprendido una sola palabra. Al llegar a casa terminó el encuentro; él se sujetó los clips de ciclista y, debajo del farol de la calle, le preguntó si podían volverse a ver.

Se encontraron una semana después en el cine Dominion, de Tottenham Court Road. Ella tenía miedo de no acordarse de su aspecto, pero, en cuanto lo vio, encorvado y nervioso junto a la pared del cine, se dio cuenta de que era imposible equivocarse. Recordó sus ojos y su abrigo. Y la espalda cargada. Él seguía disparándole miradas persistentes, irresistibles. Jamás podría recordar la película que vieron: si el actor era John Mills o Paul Muni. Se sentaron en la tercera fila contando desde atrás y él no la tocó ni una vez siquiera. Se pasó toda la sesión ocupado en algo que parecía la reparación subrepticia del asiento de delante. Después, al volver a enfrentarse a la rigurosa noche de enero, él le dio un beso inopinado y puso un cenicero en sus manos enguantadas.

Al día siguiente, ella llamó a Danny y rompió el compromiso. Aquello había sido un tifón, un tsunami. Imposible resistirse.

Al cabo de tres semanas, recogió sus cosas y se fue a vivir a Stamford Hill. Se lo encontró en la minúscula cocina preparando unas tortillas. Fumaba mientras cocinaba; llevaba unos pantalones viejos y un chaleco roto. Si se enamoró de él en el acto, fue porque ninguno de los hombres que había conocido hasta entonces sabía hacer tortillas.