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Las calles de la Ciudad Antigua están casi clínicamente limpias. Huelen a limpiametales y a ácido fénico. Los peldaños de la calle David han sido restregados, la piedra es peligrosamente resbaladiza: todo está recién pintado y los toldos son nuevos. Sobre la Ciudad Antigua se cierne un aire higiénico: una modernidad civilizada y rigurosa.
En otro tiempo, hace mucho de eso, el bazar era un lugar mágico. Cogida de la mano de mi padre, entraba en un túnel de luz y color, de sartas y abalorios deslumbrantes y de objetos brillantes, música y griterío, cálidos aromas de especias, multitud de rostros desconocidos. Me rozaban cuerpos de olores acres; gente extraña se me agarraba a la manga. Estaba rodeada de un peligro torturante, pero sonriente. Me sentía ávida de adquirir cosas, la cabeza me daba vueltas debido a lo mucho que deseaba, arrastrada por un antojo tras otro.
Cuando llego al barrio judío, lo encuentro vacío y silencioso, el pavimento liso, los edificios pulcros y limpiamente diseñados: es como un campus universitario.
La Casa de la Mano de la calle Habad fue volada y reducida a escombros por los jordanos junto con la sinagoga Hurvah, la yeshiva Árbol de la Vida y el sótano donde Shalom Shepher guardaba su cafetera.
El pueblo de Deir Yassin fue destruido igual que tantos otros después de la guerra de 1948. El camino que en otro tiempo llevaba hasta allí es ahora una carretera asfaltada. Los campos donde antes pastaban cabras están ahora cubiertos de edificios.