11
El tiempo era húmedo y las cisternas estaban a rebosar. En la superficie del agua flotaba una espuma translúcida, quizás el rastro último de ratas ahogadas.
Octubre fue el mes del cólera. La enfermedad vino de Egipto siguiendo la vía de Jaffa y Hebrón a pesar de la cuarentena de treinta días impuesta a los barcos procedentes de Alejandría. Allí se desató una oleada de pánico, y la gente, presa de la desesperación por escapar, se congregaba en el puerto. Las barcas de pesca estaban llenas; para conseguir pasaje pasaban de mano en mano grandes sumas de dinero. En Jaffa se mantuvo a los fugitivos en cuarentena en los grandes roquedales de la embocadura del puerto. Les llevaban el alimento en barcas de remo para impedir que entraran en contacto con los habitantes de la ciudad. Cuando entraron en Jerusalén, la epidemia ya había causado estragos.
En la comunidad askenazi, el primero en morir fue Shabbatai Shimshon; en la sefardí, David Salomon. El cólera se disolvió en las cisternas y estanques y en los chorros generados por los efluvios, se coló por los canalones y desagües y se abrió tortuoso camino por las calles de Jerusalén. Se agazapó en el fondo del estanque de Hezekiah y esperó al acecho en el de Siloam. Lo sacaron en cubos del pozo de la Hoja y del pozo de las Almas y se quedó burbujeando en la fuente de Ein Rogel.
Cuando emergía del agua adoptaba la forma de Ketteb Merriri, el demonio mitológico con ojos, escamas y cabello y un gran ojo en el corazón. Pasaba en forma de vapor entre los labios de las mujeres cuando hablaban y de mano en mano entre los niños cuando jugaban. Podía ocurrir que un hombre saliera a la calle y se lo topara, se lo llevara a casa como si fuera un amigo y hasta lo presentara a su familia. Un hombre podía salir sano con el sol de mediodía y volver con la enfermedad metida en el cuerpo y decir:
—He encontrado a Ketteb Merriri.
En la casa de la calle Habad, Shalom Shepher estaba sentado escribiendo oraciones que guardaban de la enfermedad; las encerraba en amuletos de cuero que distribuía gratuitamente, porque no quería sacar ningún provecho del cólera; Batsheva alimentaba a la fuerza a su familia con pepinillos hasta que los jugos del adobo les salían por los ojos y les resbalaban por las mejillas. Sacaba comida para los gatos hambrientos que pululaban y se multiplicaban en el patio ahora que sus benefactores árabes tenían la enfermedad. Se guardaba los rabos como talismán para protegerse del mal porque había leído en algún sitio que era lo que había que hacer, aunque lo más probable es que se tratase de un rito que ella se había inventado. Una tarde cogió un pincel y pintó con cal una mano enorme en la fachada de la casa para protegerla contra el mal de ojo. Mucho después de haberse borrado la pintura, todavía se conocía la casa como la «Casa de la Mano de la calle Habad», y cuando la gente la miraba se acordaba del cólera.
Shalom Shepher observaba los deberes propios de un judío piadoso. Visitaba a los enfermos, a los que les llevaba encurtidos, y se sumaba a la comitiva fúnebre que acompañaba al difunto. Si había procesión funeral, la seguía. Noche tras noche, el cementerio del monte de los Olivos se iluminaba con luces errantes cuando Reb Samuel Zvil, sepulturero principal, con su asno y su farol, abría el camino a los miembros del cortejo funerario: el cadáver cubierto y tendido en unas andas blancas, una hilera de afligidos acompañantes detrás. Una novia fue enterrada el día de su boda; se enterraba, juntas, a familias enteras. De vuelta, los que acompañaban el duelo se paraban en la casa de baños y al día siguiente una parte de ellos caían enfermos.
El cólera era producto de espíritus malévolos que acechaban a los miserables y olfateaban el miedo. El único medio de burlarlo era reírse de él en sus mismas narices. Por eso la hermandad de barrenderos hacía la ronda de la ciudad con una estrafalaria orquesta compuesta de flauta, arpa, tambores y címbalos, cuyo objetivo era levantar los ánimos de la gente con su música cascada y sus chistes malos; también les correspondía la tarea de frotar los miembros de las convulsas víctimas con aceite y mostaza, y la de retirar los cadáveres; si alguien tenía necesidad de alegría, eran sobre todo ellos. Su regocijo tenía un toque de locura y el sonido de su música frenética, trenzándose por las calles a medianoche o en la peligrosa hora del mediodía, inspiraba terror a todos cuantos la oían, ya que una visita de los restregadores no podía significar más que una cosa: que el demoniaco cólera había vuelto a atacar.
Shalom Shepher, sentado en la Casa de la Mano de la calle Habad, escribía oraciones en las que figuraba el nombre de Rafael, el ángel sanador, y encantamientos para expulsar a los dybbuks. Los doblaba muy apretados y los encerraba herméticamente dentro de amuletos que se llevaban colgados con bramante. Se hicieron tan populares que no tardó en encontrarse escaso de pergamino, y en aquel momento era difícil conseguir hojas de pergamino en la calle de los Judíos. Una noche, Reb Jacob, el ropavejero, llamó a su puerta. Venía de un entierro y había perdido su amuleto en la casa de baños. Reb Shalom lo lamentó mucho, pero no pudo complacerlo. No le quedaba ni el trocito más pequeño de pergamino. La primera cosa que haría el día siguiente por la mañana sería salir a comprar pergamino, escribiría en él un encantamiento y podría facilitárselo. Reb Jacob desapareció en la noche lanzando un grito de desesperación. La mañana siguiente, amuleto en mano, mi bisabuelo se apresuró a ir a su casa, donde se encontró con la procesión funeraria por la muerte del viejo.
Shalom Shepher se sintió muy deprimido por no haber conseguido salvar a su amigo. Fue entonces cuando el cólera aprovechó la oportunidad. La enfermedad, normalmente, seguía una evolución que constaba de tres fases: malestar, diarrea y convulsiones; cuando comenzaban las convulsiones, se había perdido toda esperanza de recuperación. Mi bisabuelo pasó por el malestar, pasó por la diarrea, pero no llegó a las convulsiones y se recuperó. Fue su segunda resurrección de una peligrosa enfermedad.
Afirma la tradición que lo que salvó su vida fue el vinagre, que fue su mujer, Batsheva, y no los cuidados de los fregoteadores ni las atenciones del médico alemán los que lo sacaron del atolladero. Es probable que su constitución robusta tuviera también su parte de mérito. Pero al decir de todos, Batsheva se encargó de montar la guardia. No permitió que los apestosos fregoteadores se le acercasen. Tampoco consintió que ningún médico envenenador penetrara en la casa. Cogió el caso en sus manos y fue ella quien lo curó, no por devoción, por supuesto, sino por su firme decisión de no ser vencida y para demostrar lo que podían conseguir sus remedios de fabricación casera.
Mi bisabuelo pasó una cuarentena de tres días detrás de la cortina impregnada de vinagre. Nadie salvo Batsheva estaba autorizado a pasar al otro lado de la misma.
—No me refiero a que no seas la persona más capacitada para cuidarlo —dijo Isaac Raphaelovitch, expresándose en términos ambiguos—, ni tampoco que no seas su mujer por derecho propio, pero quizá sería mejor trasladarlo al hospital Rothschild.
Batsheva se tomó el consejo como todo lo que decía su padre: con absoluto y perfecto desdén.
—Tal vez lo mejor sería matarlo ahora mismo —dijo—, porque si no tuviera el cólera al ingresar en el hospital, seguro que lo tendría al salir.
Y se coló detrás de la cortina dejando al viejo sumido en un mar de dudas con respecto a las intenciones de su hija.
Aquella noche, el hombre durmió en el suelo de la cocina mientras Batsheva se ocupaba del enfermo. Ni por un momento temió ésta perder a su paciente. Ni por un momento pensó mi bisabuelo que moriría, «a no ser por el olor a vinagre», bromeaba más tarde.
No le importaba decir que había viajado a lugares muy lejanos en aquellos tres días de lucha y sufrimiento, cuando el rostro de su esposa se inclinaba sobre la cama y, a veces, rayando en lo increíble, se confundía con una visión de ángeles. Batsheva tenía emplastos y medicamentos propios, trucos secretos y encantamientos personales. Pero Reb Shalom estaba resuelto a vivir y, además, sabía que no era el cólera lo que poseía su cuerpo, sino un gran anhelo espiritual.
Isaac Raphaelovitch, entre tanto, no podía dormir a causa de las imaginaciones catastróficas que se hacía. Su yerno moriría, su hija atraparía el cólera y también perecería. Sería el único que quedaría al cuidado de los hijos.
—¡Señor del universo —imploró—, concédeme tumba y mortaja! Mejor morir ahora que ver a esos pequeños sin guardián.
Al amanecer del tercer día, Batsheva entró en la cocina y despertó a su padre.
—La crisis ha pasado —dijo—. Se curará.
A juzgar por lo lúgubre de su semblante, se habría dicho que su marido había muerto.
No tardó en correr la voz pregonando la milagrosa curación de Shalom Shepher. Al poco tiempo florecía un próspero mercado de friegas y embrocaciones de vinagre de la Casa de la Mano, y Batsheva, a la que no le causaban compunción alguna los beneficios que le reportaba el cólera, aceptó el florecimiento del negocio.
Por espacio de dos meses, el cólera dominó en Jerusalén. Después, de la misma forma inexplicable que había llegado, se retrajo, menguó y se desvaneció. El demonio fue absorbido hasta aquellos receptáculos de los que había salido. Los espíritus del mal volvieron a los pozos, estanques y cisternas de donde habían surgido.
En la comunidad sefardita, Isaac Adani fue el último en morir; en la askenazi, Reb Israel, el Justo. Y se dice que el último que muere en cualquier epidemia es siempre un gran hombre.
Después de aquello la ciudad desbordó sus murallas y se expandió como un gris tentáculo camino de Jaffa arriba. Los musulmanes se desplazaron hacia el este, los judíos hacia el oeste y nació la nueva Jerusalén. Al irrumpir la enfermedad, muchos cristianos se habían refugiado en los conventos y monasterios de la zona de las colinas y atribuyeron su supervivencia a su situación espiritual superior.