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No sé si las encontró. Si mi madre encontró las cartas que él no llegó a enviar.

Años después de que Reuben se hubiera ido de casa, ella seguía enviando regalos a su hijo, se reunía con él para comer en lejanos lugares del West End, le compraba camisas confeccionadas a mano en Savile Row. Le enviaba dinero por correo, le escribía cartas, le telefoneaba en secreto. Él le decía que lo dejase en paz, pero volvía a por más, como un amante mimado que no sabe resistirse a las bicocas que recibe. Ella fijaba asignaciones, pagaba vacaciones, protestaba a gritos cuando él hería sus sentimientos, pero volvía a caer en lo mismo.

Ella jamás informó a mi padre de esas cosas. Cuando una mujer se siente traicionada necesita tramar sus infidelidades secretas.

Poco a poco fue refugiándose en la comida, su cuerpo adquirió peso, se atiborraba de comida como si se sintiera amenazada de hambre inminente. Llevaba una vestimenta amplia que ondeaba sobre ella como ondean las tiendas de campaña agitadas por la brisa. Compraba objetos, especulaba con antigüedades, coleccionaba alhajas y estatuillas. Su vida estaba hecha enteramente de sentimientos: desmoronamiento ante el menor golpe, aturdida siempre por la ira, los celos, el amor.

En aquellos años finales durmieron siempre uno al lado del otro en la gran cama de matrimonio que él había construido con sus manos, la cama de matrimonio con el cabezal acolchado y tapizado de verde donde ella iba ocupando cada vez mayor espacio y él menos; hasta que llegó un día en que, al despertarse, ella descubrió que llenaba por completo la cama y que él se había ido arrugando, encogiendo, desapareciendo.

Al morir ella, quemé todas las cartas, quemé todo lo que no había sido leído. El cajón estaba lleno. Era imposible que ella no las hubiese visto.

Hannah no tardó en divorciarse, según dice Miriam. Pasó a ser violinista de la orquesta filarmónica; tenía un apartamento cerca del cementerio Trumpeldor. Daba lecciones. Miriam se la encontraba a veces en la calle Dizengoff. Iba siempre muy bien vestida, arreglada con gusto, pero envejeció rápidamente, como suele ocurrirles a las europeas trasplantadas al clima de aquí. Siempre tenía a punto una sonrisa y una palabra amable. Unas maneras exquisitas. Resultado de su educación. Nunca le preguntó por Amnon. Llevaba abrigo, incluso en pleno calor de verano. Siempre iba calzada con bonitos zapatos.