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En esa historia mítica he llamado Amnon a mi padre porque, en la Biblia, Amnón obedeció la voz de su deseo y, así que lo satisfizo, dejó de desear. Mi padre también obedeció la voz de su deseo, y el deseo se mofó de él, hasta que llegó un momento en que todo lo que cataba le sabía a ceniza.
Cuando todavía era niño se forjó el adulto en que se convertiría. Tenía una boca grande, unos labios descoloridos de piel frágil; en invierno se le abría una grieta en el centro del labio inferior. Cuando le ocurría, no paraba un momento de hurgarse el labio, de tirar de él y de oprimírselo hasta que le brotaba sangre carmesí. Solía hacerlo en la cama, por eso dejaba besos rojos en la almohada. Jamás había dudas sobre cuál de las almohadas era la suya. A veces, si conseguía tenerse quieto, se le formaba una gota de sangre seca en el labio que asqueaba a sus hermanos y hermanas.
Entre sus habilidades figuraban la de volverse los párpados del revés, bostezar teniendo comida en la boca y fingir verrugas en la cara con ayuda de chicle y cabello.
Era muy consciente de sus orejas. Como a sus hermanos, le sobresalían igual que las asas de una jarra, casi en ángulo recto. Se pasó años tratando inútilmente de aplanárselas. Dormía de lado o se las sujetaba con cintas y chicle. Pero todo era inútil. Finalmente, con el paso de los años, experimentaron cierta modificación —la forma de la cabeza o la de las orejas— y acabaron aplanándosele un poco aunque sin llegar a un resultado extraordinario. De todos modos, sus orejas fueron la maldición de su juventud.
La nariz, en cambio, lo traicionó en las postrimerías de su vida. No destacaba especialmente, pero sin ser la de una estatua griega o romana podía decirse de ella que era una nariz muy aceptable. Sin embargo, se le fue dilatando con los años, le asomaron en las ventanas unas cerdas negras y en la parte superior de la misma le apareció toda una constelación de poros abiertos. Como decía él mismo, su nariz era una patata de premio. Pero por muchas que fueran las bromas que hacía con su nariz, la transformación que había sufrido lo mortificaba sobremanera.
Cuando mi padre tenía cinco años recibió un golpe en la cabeza que por poco lo mata. Según afirmaba la leyenda familiar, había sobrevivido poco menos que por milagro.
En esa época, la familia vivía en un piso de la calle Jaffa. Era un piso cuadrado que recordaba los cuarteles del Ejército; a él se accedía a través de una especie de túnel que por la noche se cerraba con llave. El edificio era una fortaleza con una galería alta que recorría toda la parte superior a la manera de balconcillo. De los pisos superiores se bajaba a través de escalones sostenidos por contrafuertes de piedra. En una esquina había una minúscula sinagoga. En el patio, un excusado y un pozo.
Mis abuelos alquilaron un apartamento de dos habitaciones en el piso más alto del edificio: una, aislada por medio de una cortina, estaba destinada a los hijos. La otra hacía las veces de salón, comedor y estudio; los padres dormían en un sofá cama de la misma.
Mi abuela cocinaba en la galería tanto en invierno como en verano. Tenía el agua de uso doméstico en una vieja tinaja de piedra. Tendía la ropa de la colada de un lado a otro de la calle; a veces, los camellos, al pasar, se la tiraban al suelo. La lavaba con jabón amarillo de Nablus.
Los niños que subían hasta la sinagoga en las mañanas de invierno asaban patatas en las brasas casi apagadas del fogón. Después se las guardaban en los bolsillos y se las llevaban a la escuela El Árbol de la Vida, al otro lado la calle Jaffa.
Corría el mes de noviembre, el de las lluvias torrenciales. La calle donde se levantaba el edificio se convertía en río. En la superficie de la calle Jaffa estallaban las burbujas. En los callejones estrechos se formaban canales y wadis. El patio del edificio estaba lleno de charcos.
Mi abuela estaba preparando cholent en la galería. Mi padre estaba ocupado en el balcón de la parte de atrás. Intentaba sacar agua del desagüe que se había atascado, sirviéndose para ello de una caja vieja atada a un cordel. Como el cordel no era muy largo, fue a buscar un taburete, se inclinó sobre la baranda y cayó sin exhalar ni un grito.
Lo encontró Silber, el estudiante. Vivía en el piso situado debajo del de mis abuelos, un sótano de una sola habitación: era soltero, muy estudioso y moriría de tuberculosis a la edad de treinta y seis años. Pese a ser una persona totalmente inofensiva, no gozaba de las simpatías de los inquilinos, especialmente por su costumbre de permanecer largas horas en el único retrete del edificio leyendo el Yiddische Zeitung. Pese a que los niños arrojaban piedras a la puerta, los ignoraba y salía cuando se le antojaba, imperturbable, alisando las páginas del Zeitung con gesto sinuoso.
Volvía de la compra cuando encontró a mi padre, su preciosa sangre vital escurriéndose desagüe abajo. Su primer impulso fue detener la hemorragia. Hundió, pues, el puño en la bolsa del café y taponó la herida con temblorosos puñados; seguidamente levantó al inconsciente y, cargado con él, corrió con sus largas piernas hasta el hospital de las Puertas Justicieras.
No había esperanza de que mi padre se recuperara. Se había fracturado el cráneo y tenía el cerebro al descubierto. El café se había mezclado con la sangre para formar una pasta que, al endurecerse, se había convertido en una corteza negra y pegajosa que se solidificó y transformó en fragante escudo frente a la herida, un escudo que los médicos no podían retirar sin causar mayores traumas al cerebro. El café produjo a su vez una infección que prolongó tres días el delirio de mi padre; durante estos días, Silber estuvo leyendo el Zeitung junto a su cama.
Pese a todo, al cabo de una semana emergió del delirio gritando: «¡Milagro!». Su milagrosa recuperación le abrió paso a una vida diferente. Y la cicatriz de la frente persistió como marca del milagro, imagen siniestra del hilo del que pendía su existencia.
Cuando era muy pequeño, su madre lo vestía de marinerito inglés con pantalones cortos y peto abotonado; más adelante pasó a llevar chaqueta Norfolk con su camisa provista de cuello blanco de pajarita, pantalones bombachos, medias negras y zapatos de cuero grueso. Llevaba siempre los bolsillos abultados, atiborrados de majaderías: un silbato de hojalata, un puñado de caramelos robados en el mercado, canicas, un rabo de cordero, un escarabajo muerto envuelto en el papel del bocadillo. Robaba únicamente lo que crecía de forma natural o no estaba vigilado, todo lo que no reclamaba nadie se convertía en objeto de su cleptomanía. Robaba flores para su madre en los jardines búkaros e higos y ciruelas en las mismas narices de los árabes que los guardaban. Era un capo para los chicos de su generación: él dirimía las disputas y exigía fidelidad a cambio, compraba caramelos con el dinero del almuerzo y los vendía a un precio más alto durante las clases. Era jugador: recogía apuestas en juegos de canicas y carreras de cucarachas, y cada verano organizaba un gran torneo centrado en el vuelo de las abejas. Más adelante, cuando su situación fue más desahogada, empezó a cobrar intereses por los préstamos. Encargaba clásicos en yidis por correo: Viaje al centro de la Tierra, Las aventuras de Sherlock Holmes, Tevye, el lechero y El jorobado de Notre Dame. Los tenía guardados en un armario cerrado con llave y los alquilaba a razón de un grush por semana.
A partir de los cinco años frecuentó la escuela El Árbol de la Vida, donde el rabino marcaba el ritmo de la liturgia con una vara nudosa que descargaba regularmente en los nudillos de los niños. Se pasaba la mañana vigilando el desplazamiento de la sombra en el reloj de sol de la alta Casa del Reloj, situada enfrente de la escuela El Árbol de la Vida, así como las manecillas de los dos relojes, una con la hora árabe y la otra con la europea, las dos midiendo lentamente las horas de su encarcelamiento. Cualquiera que fuese la hora en que los mirase, los dos relojes nunca estaban de acuerdo. El rabino dirigía la clase; los niños repetían musicalmente: «El-melech-ne’eman!». «¡Dios-fiel-rey!» Hasta que la liturgia se les grababa en el alma como los nombres que figuraban en los antiguos tableros donde estaban sentados.
A los nueve años tuvo una discusión con el rabino. Censuró a Jacob por engañar a Esaú con respecto a su derecho de primogenitura, y a Dios por aprobar el engaño. El rabino, furioso, lo envió a casa, donde se pasó la tarde ayudando a su madre a hacer fideos. Cuando al día siguiente volvió a la escuela, el rabino le dijo que se disculpara.
—¡Dios fue un embustero! —repitió el niño—. ¡Lo repito y no pienso disculparme!
Entonces el maestro lo encerró una hora en el armario de las escobas, donde, sumido en aquella oscuridad que apestaba a trapos, perdió la fe.
Después de aquello se entregó a la blasfemia desmedida para edificación de sus compañeros: componía escabrosos versos basados en la liturgia, la Shema dicha al revés a desatada velocidad, escribía el nombre de Dios en un pedazo de papel y lo rasgaba después esperando que la ira divina se desatase sobre él. Cuando perdió la fe solía hacer a menudo esas cosas en presencia de testigos y, según decían, seguía esperando.
Con todo, la familia no era rigurosamente ortodoxa: los varones llevaban tirabuzones cortos, un tupé mínimo que apenas podía advertirse y, en lugar del gorro de oración, llevaban la casquette, o sea, una gorra con visera. Aunque mi abuelo observaba los mandamientos, no interfería en las opiniones de sus hijos, si bien esperaba de ellos que respetaran el sabbat. Dejaba que los sábados, después de las ceremonias, fueran a ver a sus amigos, si bien no tenía ni idea de que Cobby se escabullía para asistir a una reunión de la Juventud Socialista ni de que Amnon iba corriendo hasta Beit HaKerem, arrojaba la casquette al aire y jugaba al fútbol con los paganos.
Cuando mi padre tenía doce años, se mudaron a la nueva casa de Kiriat Shoshan. A partir de entonces, los niños tenían que recorrer el kilómetro y medio de terreno pedregoso desde la escuela hasta el nuevo barrio, pasar por el depósito de cadáveres del hospital de las Puertas Justicieras, donde los muertos yacían en la oscuridad, e iluminar el camino con una vela hincada en una monda de naranja. En verano la tierra estaba poblada de serpientes y escorpiones; en primavera, sobrevenía una efímera oleada de flores. Conocían todas las plantas: ciclámenes, anémonas, cardos lecheros, mandrágoras.
Por la noche, mi padre hacía compañía al vigilante nocturno hasta la madrugada; volvía a casa aterido y se metía en la cama que compartía con Saul, se arrebujaba debajo del edredón y se reservaba la zona más caliente, con lo que dejaba al otro, flacucho, tiritando. A la mañana siguiente, tras explorar entre las sábanas, hacía una lectura furtiva de los últimos versos de Saul.
El verano en que cumplió los dieciocho años hizo su primer viaje en solitario a Tel Aviv y bajó de las colinas a la llanura en el viejo y renqueante autobús con la mirada fija tan pronto en el paisaje extraño como en el inevitable letrero: No fumar ni escupir. Erró como un turista entre los blancos edificios. Recorrió el paseo marítimo y admiró el Casino, con sus toldos a rayas y sus dos enseñas redondas, como curiosos molinos de viento, encaramadas en lo alto de la balaustrada moruna. Atisbando a través de la valla divisoria que separaba la playa de hombres de la de mujeres, espió a las orondas yekkes y a las flacas yemenitas, a las gordas ballebustahs sentadas en la arena con sus medias de color marrón. Como no se le había presentado nunca la oportunidad de aprender a nadar, se paseó por la playa con zapatos y contempló, como buen jerosolimitano acostumbrado a verse rodeado de tierra, la visión azul del mar con sus distantes promesas.
Había terminado sus estudios secundarios, pero en el diploma escrito a mano que le otorgaba un alfa más en Talmud y un alfa en Literatura, constaba, inexplicablemente, una beta menos en Biología, y dado que la Biología era su asignatura favorita, aquel resultado supuso un revés terrible para él. Sus planes se tambalearon, vaciló su confianza. Por mucho que le dijeran su padre o su madre, nada podía consolarlo. Todo su futuro parecía zozobrar en torno al eje de aquel beta menos.
Aquel invierno viajó a Tiberíades y pasó un frígido interludio de tres semanas en el piso de soltero de Saul, un cuchitril tan desolador que hasta las paredes lloraban. Estaba en lo alto de un edificio donde pululaban las cucarachas y los gatos errabundos. La puerta de Saul era identificable gracias a la profunda concavidad que se apreciaba en la misma, causada por sus inquilinos sucesivos, quienes habían descubierto que, como tenía las jambas combadas, sólo podía abrirse pegándole un puntapié. En la planta baja, junto a la entrada, la propietaria se pasaba el día al acecho armada con una apestosa fregona; así que veía pasar a los dos hermanos, les recordaba:
—Esa puerta la vais a pagar.
La visita tenía por objeto un intento de reconciliación entre los hermanos, pero puesto que ninguno de los dos reconocía que existiera motivo para reconciliarse, no sirvió para otra cosa que para confirmar la fría relación existente. De vez en cuando jugaban a las damas, pero las partidas eran tan envenenadas y la rivalidad que se establecía tan sutil que difícilmente habrían podido calificarse de entretenimiento. Por las tardes, Saul trabajaba con la cabeza inclinada sobre un desordenado montón de ejercicios escolares. Amnon iba a caminar junto a la orilla del mar de Galilea. El agua lo llenaba de una extraña calma mesmérica: por primera vez comprendió que a su hermano lo hubiera hechizado aquella ciudad.
Regresó a Jerusalén, pero ya le era imposible soportar el embrutecedor ambiente de Kiriat Shoshan, aquella quietud que reinaba todo el día en las calles, y también a su padre, que con su portentosa actividad concentraba en su persona toda la energía de la casa. Tumbado en el sofá del salón, leía el periódico; a través de la puerta abierta del porche le llegaban los sonidos y el silencio de Kiriat Shoshan: las voces de los niños, el cascabeleo de los cencerros del ganado. El sitio era igual que siempre: siempre la misma concurrencia congregada fuera de la sinagoga, el murmullo de oraciones distantes; el aire impregnado de religión. Dormir y abstraerse era la única respuesta. El periódico y el sofá le pertenecían, una balsa en la que huía flotando; estaba incomunicado.
Cuando por la tarde abría los ojos, se encontraba a su padre de pie mirándolo con tristeza o sentado ante la gran mesa, ocupado en su correspondencia, y entonces se le hacía muy evidente, por el rasgueo de la pluma, el implícito reproche; pero él seguía tumbado, inconmovible, reacio incluso a respirar, con un peso de plomo en la cabeza. Ni su padre decía nada, ni él decía nada tampoco. Las palabras quedaban en suspenso entre los dos, no menos expresivas por no dichas.
—Dime, pues, nu, ¿qué piensas hacer de tu vida?
—Aquí no hay nada para mí. No hay oportunidades.
—No me hables de oportunidades. Bien que las tuviste hace un año y las dejaste pasar.
Se dio un paseo por la Ciudad Antigua y se entretuvo en la puerta de Jaffa observando a los porteadores árabes que esperaban la carga o la levantaban ayudándose de una gruesa faja sujeta en la frente, doblado el cuerpo por la mitad bajo el enorme peso. Pensó entonces que le habría gustado ser porteador, escoger la carga que llevaría entre las que le propusieran. Y pensó que hasta un porteador podía escoger la carga, pero que él no podía decidir con qué peso quería cargar.
Supo entonces que su infancia había terminado realmente, que había llegado la hora de iniciar una nueva fase de su vida. Así pues, recogió sus escasas pertenencias y abandonó Jerusalén montado en el autobús, camino de Tel Aviv.