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A veces me parece que la historia de mi familia es eso: una masa de textos refundidos y de tradiciones contradictorias. Un documento oscuro lleno de agujeros. Un relato descoyuntado, plagado de trivialidades y repeticiones hilvanadas con habladurías y anécdotas y acaso mentiras.

Todo eso explica que si tengo que decir que ésta es la historia de la casa de los Shepher, debería calificar el título y no llamarla simplemente historia, sino historia mítica.

Mi familia cuenta con generaciones de escribas y de correctores de manuscritos. Gente que se pasó la vida inclinada sobre el escritorio estudiando las letras de la Sagrada Escritura o trazándolas esmeradamente con un cálamo. Fueron trabajadores minuciosos, dotados de buena vista, meticulosos. Peculiares y perfeccionistas. No tenían más remedio. La integridad de la Torá dependía de sus esfuerzos. Si hubiesen cambiado una sola letra, habrían destruido el mundo.

Difícil saber por qué eran así. Si eran pedantes porque eran escribas, o escribas porque eran pedantes. Al fin y al cabo, quizá las dos cosas eran verdad. Por eso tenemos aún hoy nuestros pedantes seculares, nuestros perfeccionistas heréticos.

¿De dónde veníamos? Si la Biblia es una autoridad en la materia, somos hijos de Adán y Eva, cuyas ideas creativas hicieron que fueran expulsados del Edén y que guardan un curioso parecido con los ulteriores Shepher en lo que se refiere a su crónica de hurtos, trifulcas domésticas, imputaciones mutuas de culpabilidades y mala suerte.

¿De dónde veníamos realmente? Si hay que hacer caso a los arqueólogos, somos descendientes de tribus belicosas que pusieron las cosas difíciles al imperio egipcio allá por el tercer milenio antes de Cristo. Una hueste de bandidos errantes, de rebeldes, mercenarios, nómadas y a veces labriegos que promovían disturbios en todo lo que era el antiguo Oriente Próximo. Se dice también que cuando los israelitas abandonaron Egipto no éramos más allá de unos cuantos millares, absorbidos por el contingente de otros disidentes, esclavos e indigentes huidos, todos los cuales unían sus aspiraciones a las nuestras.

No estoy segura del papel que mis antepasados desempeñaron en estos importantes acontecimientos, pero tengo la plena certidumbre de que no fue relevante. Es más que probable que formaran parte de aquel coro de descontentos que incitaron al pobre Moisés a golpear la roca en vez de hablarle cuando estaba en aguas del Meribah, pecado que según nos dicen le valió que le fuera negada la entrada en la Tierra Prometida.

Mis antepasados, sin embargo, entraron en la Tierra Prometida. Y como pertenecían a la tribu de Judá, se instalaron en aquella zona comprendida entre Hebrón y la llanura, donde se levantaban las colinas que rodearían la futura Jerusalén.

Éramos labradores que ordeñábamos nuestros rebaños y cultivábamos nuestros viñedos en las colinas de Judea. Y en esta época, ya que no en ninguna otra, habríamos debido ser felices. Pero hay un muchacho, un tal Hilkiyah o Shivtiyah o Jeroboam, hijo de Zimriyah, que no era feliz cuando llevaba a pastar a sus cabras en las laderas del valle del Cedrón o se sentaba con los segadores bajo las estrellas. Cuando contempla las colinas piensa en horizontes más lejanos; cuando mira las estrellas siente expandirse su corazón, como si pudiera hacer algo más en la vida, como si existiera alguna posibilidad aparte de aquélla. Envidia a su hermana, que se inventa canciones junto al pozo y sabe jugar con las palabras, en tanto que él sólo parece sentir esa vaga ambición dolorosa e inconcreta.

¿Qué fue de nuestro joven Izriyah? Subsisten pocas dudas al respecto: se vio abocado al desastre. Su destino no era convertirse en uno de los profetas, destacar en política ni ver el mundo. Se dedicó a las labores de la tierra en el valle del río Cedrón. Su vida fue ejemplar, tuvo hijos, jamás llegó a mitigar del todo el desasosiego de haberse equivocado de camino. Sus huesos son polvo, sus anhelos son polvo, todo lo que queda de él es polvo. Es uno de los nuestros.

Hasta aquí la prehistoria de los Shepher. Pero no seguimos siendo campesinos. Mucho después de que los asirios hubieran barrido las diez tribus del norte y de allí al olvido, después de que los babilonios destruyeran el Templo y nos arrastraran a nosotros de paso, después de que nos sentáramos a llorar junto a los ríos de Babilonia, y cuando Ciro, el rey de Persia, nos autorizó a volver, nos encontramos en Jerusalén haciendo de escribas en la corte, en tiempos de Ezra, y de oficiantes religiosos en tiempos de Nehemías. En el siglo v antes de la cristiandad, nosotros, los «protoShepher», ya descubrimos la afinidad que tenemos con la Palabra. Ya sabemos hilar fino, sabemos mejorar un texto. Sabemos analizar línea por línea la escritura convencional hebrea que se utiliza ahora con preferencia al antiguo estilo fenicio. Hemos incorporado nuestras enojosas ambiciones al sagrado trabajo del cuello blanco y, si fuimos buenos campesinos, somos mejores burócratas.

Entonces como ahora tuvimos nuestros bribones, aquellos a quienes les importaba más el negocio que los libros. Tuvimos nuestros comerciantes, que viajaron a Egipto y se aventuraron hasta Cartago, y algunos se instalaron en la Cirenaica, donde fueron exterminados por los romanos, y tuvimos un enclave en Alejandría. Desde el exilio babilónico llegamos incluso a prosperar en las orillas del Tigris, de donde aquella rama de la familia no volvió jamás y donde siguen viviendo descendientes nuestros, aunque no, por supuesto, con el apellido Shepher.

Después del saqueo de Jerusalén, nos llevaron a Roma y a Tarso, donde algunos se convirtieron al cristianismo y se perdieron para siempre. Pero los que un día serían los Shepher se encontraron en Constantinopla, y de Constantinopla emigramos hacia el norte y entramos en el reino de los jázaros. Allí nos hicimos comerciantes de pieles y de esclavos y seguimos hacia oriente, hasta China, donde uno de los nuestros se enamoró y se afincó. Su descendencia siguió practicando el judaísmo quinientos años más hasta que los ritos cayeron en el olvido.

Benjamin de Sarkel se casó con Michla, una jázara judía conversa que tenía voz de ruiseñor. Sólo uno de sus nueve hijos heredó su voz, los demás croaban como ranas. Desde entonces, uno o dos en cada generación de Shepher canta igual que un serafín. Los demás carecemos de oído musical, fenómeno que no hemos sabido explicar nunca.

Cuando fue destruido el reino Jázar, escapamos hacia el norte y entramos en Rusia; allí nos desviamos hacia el oeste y fuimos a Lituania, donde nos establecimos en los alrededores de Grodno. Trescientos años más tarde, las persecuciones expulsaron a los eruditos judíos de Baviera; en 1357, Rivka, la hija de un rabino de Bamberg, se casó con Uziel, hijo de Isaac, mercader de paños, y a partir de entonces se juntaron para siempre las ramas erudita y comerciante de la familia.

Desde aquella época, encontramos en los míticos anales a Simeón, mercader de amuletos y hierbas medicinales: a Tirzah, autor de unas Canciones Devotas para Niñas y Mujeres; a Arie Leib, que huyó tras el falso mesías Shabbatei Zvi; a Shlomo de Skidel, conocido también como el Pedante, que compuso un docto tratado de ciento noventa y siete páginas sobre un solo versículo de la Torá.

Tampoco debemos omitir a Zvi Hirsch, que fue colgado en el siglo xviii por robar caballos. Aunque quizá cueste creerlo, hasta una familia de talmudistas ha de tener sus delincuentes.

Pero es muy posible que el más notable de nuestros antepasados sea Reb Isaac de Skidel, de quien se dice que la intensidad de sus pensamientos mientras estudiaba hacía que los pájaros que volaban sobre su cabeza suspendiesen el vuelo y fuesen consumidos por el fuego.

Dondequiera que nos diseminásemos, nos multiplicábamos, en parte a causa de una fecundidad natural y en parte debido a la obediencia a la sentencia rabínica que dice: «Se considera muerto todo aquel que no tiene hijos». Fruto de la tendencia de la prole Shepher a sobrevivir en gran número, los padres se veían obligados a complementar sus ingresos a través de los medios más variopintos: lavando ropa, por ejemplo, o dando clases en las escuelas; comerciando con harina o vendiendo diversos enseres; haciendo de barberos y de relojeros; mercadeando máquinas de coser e incluso, en un caso, cavando tumbas.

No hay ningún rico en nuestra familia. Dicen que un primo lejano, perteneciente a una de las ramas con las que no tenemos tratos, se casó con una millonaria, pero es probable que se trate de una exageración fruto del resentimiento. No ha habido ningún Shepher que prosperase nunca en una empresa comercial, ni que tuviera un golpe de suerte en el mercado inmobiliario, ni que hubiera realizado ventas con beneficio, ni que ganara a la lotería. Por otra parte, tenemos innumerables anécdotas que contar sobre oportunidades perdidas, negocios fallidos y desastres similares. De no ser por éstos, ahora seríamos más ricos que los Rothschild.

La mayoría admitimos que nos afecta una pobreza generalizada. En cuanto al aspecto de la familia Shepher, subsiste un encendido debate. Hay quien niega de plano que puedan existir unos «rasgos Shepher». Otros afirman la existencia de una nariz Shepher y de una boca Shepher, y hasta de unos andares Shepher. Yo misma sería la última en desmentir la existencia de una manera Shepher particular de reír. Algunos lamentan la maldición de una dentadura Shepher, debido a unos dientes que crecen torcidos y cariados; la odontología moderna me ha librado de esa herencia, pero todavía no se ha encontrado lenitivo para los problemas digestivos familiares. Desde que nos trasplantamos a Oriente, han florecido entre nosotros recurrentes cánceres de piel. De todos modos, por lo general padecemos enfermedades crónicas menores y somos longevos, aparte de contar con una noble tradición en el terreno de la hipocondría. Cierta vez leí que el «judío errante» de Charcot, pese a estar afectado por la pobreza y la necesidad, hizo el esfuerzo de trasladarse de Polonia a París con el único fin de consultar a un médico famoso sobre una imaginaria dolencia. No hay duda de que aquel hombre se llamaba Shepher.

En realidad, la cuestión de las características familiares no se resolverá nunca, ya que todo ejemplo tiene siempre su excepción; por otro lado, cuando uno se topa con un Shepher, sabe que se ha topado con un Shepher. Se trata de algo indefinible y, en lo que a mí respecta, algo que me humedece las axilas; algo también que me llena de una inmensa felicidad. Además, puede ocurrir en los lugares más insospechados. Mi primo Itai se encontró con uno llamado Pedro que hacía alpinismo en el Himalaya; llevaba colgado del cuello un crucifijo, pero sus antepasados eran judíos. Una vez asistí a una clase con el corazón palpitante porque tuve la completa certeza de que el profesor era uno de los nuestros. Hace años que un desconocido llamado Shepher llamó por teléfono varias veces a mi hermano, pero se desentendió de él: la voz que le llegó a través del teléfono era demasiado parecida a la de mi padre. Se han detectado personajes parecidos a los Shepher en lugares tan distantes entre sí como Reikiavik y Delhi, Nápoles y Shanghái. Es algún rasgo de la cara, dicen; algo que está en los ojos. La risa o los gestos; tonterías. Es algo y no es nada. No soy antropóloga, pero creo que habría que decir que en todas partes hay algún Shepher.

Pertenecemos por temperamento a un linaje de depresivos moderados y de insomnes resignados, una tribu de madrugadores que se enfrentan al mundo con la mente lúcida y lo encuentran hosco; eso permitirá entender la peculiaridad de la risa Shepher. Somos juristas por naturaleza. Tenemos nuestro cupo de artistas agotados y soñadores derrotados. Pero los siglos dedicados a copiar nos han convertido en puristas, en amantes de la letra pequeña, en esclavos y amos del arte de la reiteración.

En cualquier caso, la fuerza del carácter familiar puede medirse según este criterio: absorbemos a los que ingresan en nuestras filas. La familia deglute toda la materia extraña, la transmuta y a partir de ella produce una nueva generación Shepher. Incluso los que conservan sus apellidos pasan a ser Shepher por defecto.

En lo que al apellido respecta, no lo adoptamos hasta época reciente. Los judíos de Oriente eran designados hasta la Edad Moderna teniendo en cuenta su ciudad de origen, su condición de hijos de quien fuese o el trabajo al que se dedicaran. Ignoro cómo adoptamos el nombre Shepher, que significa «belleza», y tampoco sabría decir si hace referencia a lo físico o a lo espiritual. Pero el nombre encontró favor entre nosotros y se nos quedó adherido para siempre cuando llegamos a Jerusalén, donde el uso de un apellido hacía menos confusa la distribución postal.

Somos una familia dada a peleas y conflictos. Me sería imposible dar cuenta de todas las trifulcas que tapizan nuestra historia y que todavía siguen en marcha: las peleas, altercados, broncas y peloteras, los silencios y venganzas, los pequeños desaires y los grandes enfrentamientos que dejan su cicatriz en las reuniones del clan y convierten la familia en lo que es: espantosa e ineludible. Baste decir que siempre hay en ella alguien que no se habla con alguien, un tercero que intenta que hagan las paces y un cuarto que aguarda disculpas. Hasta el más pacifista de nosotros se ve arrastrado al torbellino de disputas que no ha causado.

En la actualidad, en el barrio religioso de Mea Shearim, vive toda una rama del clan Shepher con la que hace más de ochenta años que nadie se habla. La razón es simple y bastante obvia. Son miembros extremistas de la secta ultraortodoxa del Neturei Karta, que cree que no debería existir un Estado judío hasta la llegada del Mesías. Hace ochenta años, cuando mi abuelo era un joven sionista, le volvieron la espalda por apóstata, y aquella disensión sigue todavía irresuelta.

Mi bisabuelo fue el único miembro de su inmediata familia que consiguió ir a la tierra de Israel. El primo Hayman, un sobrino nieto por parte de su hermana, llegó a Palestina en 1920 con un grupo pionero. Treinta años más tarde, decepcionado con el Estado judío, regresó a la Unión Soviética y llevó la vida de un comunista auténtico. Algunos de los nuestros abandonaron Lituania con el cambio de siglo para ir a América; aquí, creo, tiene su origen la cadena de garajes Shepher del Medio Oeste y la efímera vida que tuvo la escuela de idiomas Shepher de Boston. Los demás intentaron marcharse, pero fueron posponiéndolo una vez y otra hasta que ya fue demasiado tarde; ni siquiera sus nombres se recuerdan ya.

En mi familia no hay nadie famoso. Somos abogados y médicos, maestros y ópticos. Un primo mío fue nominado para el premio del Presidente, pero, como decía mi tía Shoshanah, nadie se acuerda de los subcampeones. Mi abuelo fue una persona apreciada y cuando murió se habló de que pondrían su nombre a una calle de Jerusalén. En tierra de Israel es la prueba que demuestra de forma más incontrovertible que una persona es famosa. Pero la municipalidad puso el veto. Pusieron a la calle el nombre de un científico. Cortada por una calle principal, interceptada en uno de sus extremos por un noray, la calle en cuestión no lució nunca placa alguna ni aparece en ningún plano.

Sufrió, pues, la suerte de los Shepher.