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Cuando Moisés subió al monte Sinaí encontró al Señor Dios ocupado en poner coronas a las letras del texto sagrado.

—¡Señor del universo! —exclamó Moisés—, ¿para qué esas coronas?

Dios le respondió:

—En tiempos venideros, los eruditos elucidarán de cada letra docenas y más docenas de normas.

Moisés entonces se volvió y se encontró en la casa estudio. Estaba sentado en el último de ocho hileras de bancos de eruditos y escuchaba atentamente mientras ellos discutían puntos de la Ley. El debate era abstruso. Pese a referencias ocasionales a la Torá de Moisés, éste no conseguía saber de qué hablaban. Hacía esfuerzos para seguir el debate, pero al cabo de un rato se dio cuenta de que no había entendido una sola palabra.

Moisés estaba desconcertado. Se sentía agobiado por su aplastante ignorancia. Salió cabizbajo y desconsolado de la casa estudio.

¿Por qué turbó tanto a Moisés aquel incidente? Había un punto fundamental que le había quedado claro. Hasta que fue a la casa estudio no comprendió la paradoja de la verdad que el lenguaje guardaba como un relicario, el centelleo de la mente humana que refleja con seiscientas mil facetas cada palabra sagrada.

Entonces, en la fracción de segundo que duró la revelación, vislumbró todo el potencial de una Torá que había sido una vez solamente un cúmulo de letras que, una por una, se transformarían lentamente a través de un proceso de reinterpretación perpetua.

Bajo él se abría un abismo de posibilidades. De pronto se apoderó de él una sensación de vértigo. Cuando ya iba a desplomarse, sintió las alas de la presencia de Dios que lo levantaban.

—Señor del universo —dijo—, ¿era ésa vuestra intención?

—Calla —dijo Dios—, ya que mi decreto es éste.