12
Me acuerdo del vestido blanco, de que estuvo colgado en el armario del dormitorio año tras año a la espera de que ella pudiera volver a ponérselo; estaba impregnado de un leve olor a alcanfor y tenía un poco de polvo encima; algo hermoso e inasequible, un momento de la juventud imposible de recuperar. Me acuerdo de que yo solía estudiar atentamente aquella fotografía, la imagen increíble de mi madre: esbelta y radiante con un collar de piedras rojas, sus ojos oscuros, su cabellera bajo el sombrero como una negra aureola.
Jamás estuvo a gusto aquí, desde aquel día de su primera visita en que desembarcó, como una estrella de cine, en el muelle de Haifa. No llegó a sobreponerse nunca a aquella primera impresión. Más adelante, un día se llevó aparte a Miriam y le dijo en confianza:
—¡Jamás habría esperado que hubiera tantos árabes! —le dijo.
—Bueno, ¿qué te esperabas, pues? —le respondió Miriam.
Ella había esperado cielos azules y rostros sonrientes, avenidas llenas de verdor, urbanizaciones con casas blancas, monumentos históricos bien conservados: las canciones de campamento de la Guardia Juvenil convertidas en realidad. Pero en lugar de eso había encontrado pobreza y extranjeros, tensiones y malos humores, instalaciones sanitarias primitivas y la amenaza de escorpiones.
Pero lo que más la agobiaba era el calor: líneas candentes de calor que le fajaban la cabeza igual que vendas y se la iban apretando lentamente hasta que sentía palpitaciones en los ojos y en el cerebro y no le quedaba más remedio que encerrarse en una habitación a oscuras. Era un calor que se le escurría en regueros por el estómago y la parte de atrás de las piernas y le chorreaba desagradablemente entre los omóplatos y sólo se mitigaba al caer la tarde con la llegada de los mosquitos.
Por la noche había el parloteo del salón, que ella dejaba resbalar sobre sí como resbalan las olas sobre los guijarros de una playa, mientras escuchaba ensoñada, sin comprender lo que decían, sintiendo la brisa que soplaba desde el porche; entre tanto iba pensando en qué libro había leído una escena igual que aquélla. Observaba y se inhibía, detectaba los gestos pintorescos, las expresiones abstrusas. Hasta su propio marido se había vuelto un nativo.
Como un talismán capaz de guardarla de los escorpiones, llevaba consigo, dondequiera que fuese y sin soltarla nunca, una novela: un ejemplar de Orgullo y prejuicio con los cortes de las páginas dorados. La llevaba en la visita que hizo a la playa de Tel Aviv y también, debajo del brazo, cuando se paseó a orillas del mar de Galilea. La familia acabó por darse cuenta y tomárselo a broma: a reírse de aquel fragmento de la vieja Inglaterra a la que se aferraba con tanta tenacidad.
Por la noche, en la penumbra de la habitación de los invitados, con su alto techo, su armario ventrudo y su bosque de fotografías familiares, observaba a Amnon desnudándose en cauto silencio: desabrochándose la camisa, quitándose el reloj. Lo miraba nerviosa, como quien mira a un desconocido con el que se encontrara casada. Él se tumbaba en la oscuridad junto a ella, que permanecía quieta y asustada preguntándose quién sería aquel hombre.
—Me estaba preguntando...
—¿Te estabas preguntando qué?
—Si habrás olvidado el inglés.
(Saul había sonreído de forma inescrutable en el momento de las presentaciones y farfulló un comentario que ella no logró entender. Después ella había preguntado a Batsheva qué había dicho. Batsheva le dijo: «Dice que a Amnon siempre le han gustado las morenas».)
Por la mañana, cuando ella se despertaba, él ya no estaba: había salido a dar su paseo de las cinco bajo el gris frescor de la madrugada; cuando ella aparecía, bajo el oro de las nueve de la mañana, allí se lo encontraba, sentado en el peldaño de la parte trasera de la casa, leyendo el periódico y oreado por la brisa que soplaba bajo los cipreses. Ella se perdía en el salón, donde encontraba a su suegro instalado en la mesa escribiendo cartas. Él le sonreía; ella le sonreía. Ella se ponía a leer su libro en amigable silencio. Su conocimiento del hebreo era casi nulo. Él no había llegado a terminar nunca sus estudios de la Gramática inglesa, de Ohlendorff.
Una vez intentó escapar, echó a andar cuesta abajo por el camino de tierra que había detrás de la casa, pero lo único que consiguió fue llegar hasta abajo agotada, vencida por el súbito peso de la vulnerabilidad y el miedo. Allí se encontró con un hombre con túnica y toca que cuidaba de unas pocas cabras; con la impresión de ser una intrusa, dio media vuelta y escapó.
Más adelante vestiría de romanticismo aquel momento, guardaría la imagen en su memoria como si de una pintura se tratase: Rebaño de Cabras Árabe en las Colinas de Judea. Algo hermoso y seguro, exótico y nostálgico; el mito regenerándose como ectoplasma a partir del momento que llegó a casa.
Pasó todos aquellos veranos tumbada en la habitación, a oscuras, cuidando de aquella criatura que era su negro dolor de cabeza: recuerdo su figura inmóvil, su voz emergiendo de la sombra cuando yo le llevaba las píldoras. Una voz de mártir, una voz enervada, una voz que no le conocía.
—¿Dónde está tu padre?
—No lo sé.
—Búscalo. Y dime qué hace.
—Dice Batsheva que ha ido a Tel Aviv.
El vestido blanco se quedó en el armario un verano tras otro, en amigable compañía de túnicas, pichis, llamativos vestidos a rayas naranjas y moradas; en una última fase, de faldas anchas y batas holgadas. Se degradó ligeramente, fue deslustrándose poco a poco. Palideció su brillo; se convirtió en reliquia.
El vestido blanco viajó con nosotros de casa en casa: de la casa adosada con camino de ceniza a la casa compuesta de dos viviendas, con su jardín y sus rosales, y después al chalé con camino de entrada de ladrillo en las afueras de la ciudad. Bajo los auspicios del vestido blanco nos convertimos en buenos judíos, frecuentamos la sinagoga en sabbats alternos, observamos las fiestas y las normas dietéticas. Ella celebró fiestas y se hizo miembro de la Cofradía de Mujeres, organizó galas y cenas de beneficencia para la recogida de fondos; llevaba para la ocasión deslumbrantes vestidos de noche de color negro. Su sonrisa brillaba como porcelana blanca en salones donde su mirada seguía a mi padre como la de un halcón. Veía que las socias de la Cofradía de Mujeres se lo comían con los ojos, los de la señora Edelstein y de la señora Goldberg, de la Junta Educativa. Él seguía igual de seductor y ella igual de celosa.
(Papá había emitido un juicio cínico cuando Hazel y Amnon fundaron The Outlook Furniture Company [directores: A. y H. Shepher: «Hecho para durar...»]: «No tiene cabeza para los negocios. Siempre será un trabajador de taller», dijo. Mucho después de haberse retirado, seguía visitando las vistosas y flamantes instalaciones con su Jaguar, a fin de inspeccionar el negocio, confraternizar con los trabajadores y recordar a Amnon que él le había enseñado todo lo que sabía.)
Poco a poco ella se había hecho enorme y habían desaparecido de su vestuario los trajes chaqueta y las blusas floreadas. Los vestidos ceñidos al cuerpo habían ido a parar a la cesta de la ropa junto con el vestido tubo de seda, el sombrero campana y los gastados guantes de cabritilla. Como una mariposa en el interior de la crisálida, seguía siendo guapa, el cuerpo almohadillado con mullidos cojinetes de carne. En algún lugar debajo del caparazón de su cuerpo esperaba, pronta a resurgir, la muchacha que había sido en otro tiempo.
Recuerdo el vestido blanco, colgado en el armario un verano tras otro, un año tras otro. Un recuerdo al que ella se aferraba, una esperanza de la que no quería apartarse; hasta que un día miré en el armario y vi que ya no estaba.