18
Cuentan de cierto padre que cuando su hijo no acertaba a aprenderse la lección de la Mesná, lo amenazaba con terribles castigos; el chico, aterrado, un día huyó corriendo de su casa y se arrojó al pozo más próximo, en el que se ahogó. Cuando llegó el momento de enterrar al muchacho, el rabino dijo: «No se le niegue rito alguno; no debemos tratarlo como a un suicida. Ningún padre debe amenazar a su hijo. O lo castiga al momento o mantiene cerrada la boca y no dice nada». Y enterraron al muchacho con toda ceremonia.
Recuerdo una noche de agosto. Una noche en la que se operó un súbito cambio y soplaron vientos dulces, estremecedores: las hojas del rosal golpeaban la ventana de mi cuarto. Hace de eso mucho tiempo, casi treinta años.
Aquella noche mi hermano había salido. Yo no sabía adónde había ido, por lo que me quedé despierta esperándole porque sabía que mi padre había cerrado la puerta con llave y se había acostado diciendo que no le importaba que mi hermano se quedase en la calle hasta la mañana siguiente, pues le daba igual que volviera o no. Yo sabía que Reuben había salido sin chaqueta, que no llevaba más que unas pocas monedas en el bolsillo, que era medianoche pasada y que había una tormenta en puertas. Por eso vigilaba la esfera verde luminosa del despertador y encogía los pies debajo del edredón.
Recuerdo que Reuben me habló una vez de los años de infancia; del patio duro que olía a hollín, del exiguo zaguán tapizado de linóleo donde solía jugar; del largo abrigo de corte extranjero que a veces estaba allí colgado y del hombre extraño que era su propietario, un hombre que llegaba de noche a casa con cara de pocos amigos y las manos sucias y que caía dormido en la cocina con la cabeza sobre la mesa.
Mi hermano me dijo que ese hombre le daba miedo.
Era adusto y distante. Olía a serrín y a cola. Rugía furioso ante la menor provocación. El niño, sentado a su lado, hacía los deberes de lectura y las sumas con un lápiz corto y defectuoso. El hombre lo acechaba como una sombra malévola, pronto a echarle en cara la más mínima equivocación.
El niño era tímido y moreno de piel, tenía huesos pequeños y pesaba poco; su rostro era alargado; sus ojos oscuros y de mirada firme miraban sin parpadear, aunque era por miedo, como hacen los animales. Permanecía sentado, muy quieto, mientras su padre le gritaba; cuando su padre levantaba la mano, se encogía dispuesto a aguantarlo todo.
(El reloj marcaba la una, estaba lloviendo. Oía el tableteo del agua como fuego graneado contra el cristal de la ventana.)
Su padre fue siempre un gran limpiabotas, a veces Reuben se despertaba de madrugada y se lo encontraba encorvado sobre sus zapatones escolares, abrillantándolos con los cepillos y la cera rojo cereza. Todas las mañanas se encontraba los zapatos relucientes sobre un papel de periódico, estaban recubiertos con una capa de laca, las señales del uso borradas con nuevo tinte. Jamás le pasó por la cabeza dar las gracias a su padre, cuyo exagerado perfeccionismo no hacía sino provocar en él mayor desidia. Aquello lo hacía un visitante, los gnomos del cuento. Cuando su maestra le alababa su diligencia, no desmentía sus palabras.
En la escuela era callado y nervioso, un alumno modelo al principio, propenso a veces a súbitos accesos de furia semejantes a erupciones de lava, arrebatos de violencia en los que la maestra, tras agarrarlo por el cuello de la camisa, lo sacaba de debajo de un montón de chicos que se habían liado a puñetazos. La maestra no se molestaba nunca en averiguar el motivo. Las maestras cerraban los ojos a las peleas del patio, tenían oídos sordos para lo que se cantaba a la puerta de la escuela:
¡Reu-ben!
¡Reu-ben!
¡Reu-ben!
De todos modos, los primeros seis años de la escuela fue callado y diligente, cortés y ávido, ansioso de complacer, un niño de quien todo el mundo habría dicho que encerraba promesas pese a ser muy desconfiado; un niño que no era rebelde. Le gustaba quedarse solo dibujando en un rincón de la clase. Su padre extranjero no se había dejado ver nunca, pero su madre lo iba a recoger y lo envolvía en un sofocante abrazo que a la mañana siguiente generaba indefectiblemente nuevas peleas.
Su madre lo alimentaba a base de cacao y buñuelos, crepes y gachas dulces, pero era imposible engordar a aquel niño, delgado como un palillo. En eso no se parecía a su padre ni a ella. Lo llevó a médicos y a especialistas, que no le diagnosticaron anomalía ninguna, y le administró los dudosos remedios que le recomendaba la abuela. Lo inundaba de besos y lo asfixiaba con su amor, nunca le permitió desentenderse de su implacable protección.
Cuando cumplió los siete años, se mudaron de la calle gris de las afueras donde vivían a una casa adosada a otra en la que había un bancal de césped donde mi madre cultivaba peonías rojas y begonias, y en la que participaba en las ventas benéficas que se celebraban en la iglesia local. Semana tras semana, él cogía su bicicleta y volvía a Harris Grove. Desde las ventanas de la vieja casa donde creía haber sido feliz un día, se dedicaba a soñar.
(Un leve golpe en la ventana: aparté la cortina y vi a mi hermano, su pálido rostro en la oscuridad chorreando lluvia, los hombros encogidos tratando de resguardarse del aguacero. Me miró y no dijo nada. Nunca lo he visto tan vulnerable como en aquel momento.)
Cuando cumplió doce años, acataron su deber de padres y lo enviaron al rabino para que le enseñara las letras del alfabeto hebreo, se aprendiera de memoria la parte que le correspondía y entonara las bendiciones a la ley santa. Pero hacía novillos, se quedaba inmóvil como una piedra, se resistía, se guardaba los sobornos, pero se negaba a aprender. Al cabo de tres meses, el rabino fue a ver a sus padres y les dijo:
—Lamento decirles que ese chico no se deja instruir.
El chico entonces se volvió taciturno y silencioso; se hizo amargo y distante; escondía los zapatos para que su padre no pudiera limpiárselos. Por las noches, durante la cena, padre e hijo se desafiaban en la mesa con la misma mirada furiosa, murmuraban frases lacónicas iguales. La casa se llenó de secretos y acusaciones, las comidas familiares se agriaron, el reloj implantó la tensión de su tictac. Repentinas explosiones de ira y de reproches.
(Abrí la puerta y allí estaba él, balanceándose un poco. Se olía en su aliento la cerveza que había bebido.)
A los quince años mi hermano tuvo una novia. Era rubia, guapa y ceceaba al hablar. Se llamaba Annabel. Mis padres no la aprobaron y cortaron el asunto.
Cuando mi hermano cumplió los diecisiete, se dejó crecer los cabellos y volvía tarde a casa, bebía cerveza, llevaba pantalones tejanos y chaqueta Nehru y se dedicaba a perseguir a las chicas, unas chicas que no gustaban a mis padres. Una vez lo detuvieron y lo llevaron a la comisaría, suspendió los exámenes, escuchaba música estruendosa y frecuentaba malas compañías. Quería tener coche, y mi madre le compró coche; conducía a gran velocidad y fue a parar a una cuneta. Se enfurruñaba y soltaba tacos, tenía la cabeza llena de pájaros, era un irresponsable, no sabía de dónde había venido, no sabía adónde quería ir, no llegaría nunca a nada, eso era lo que decía mi padre. Mi padre decía que no lo entendía, que más adelante mi hermano lamentaría su conducta, que no había ningún padre que mereciera todos los sufrimientos que él tenía que padecer.
Se desafiaban por encima de la mesa durante la cena y escupían veneno; y en los ojos de mi hermano se leía asesinato y suicidio.
Sentado en mi cama en la penumbra de mi cuarto, se reía con las hazañas que había vivido en el bar del Cavendish Hotel, pero por detrás de su risa yo sentía su desvalida tristeza, que era como un halo de oscuridad más profunda en torno a su desgreñada melena. Le toqué la mano y sentí un frío que me reveló que se había pasado mucho tiempo en la calle, caminando bajo la lluvia. Sentí el vértigo de nuestro desastre familiar.
Acantonada en un rincón, yo me atenía a lo recto y estricto: era buena estudiante e hija sumisa. Aprobaba los exámenes, me aprendía la liturgia de memoria, cantaba cuando me lo pedían, memorizaba las declinaciones. Dejaba que mi cerebro absorbiese la arcaica negrura de la Biblia. Parecía que obraba de esa manera para hacer feliz a mi padre, aliviar sus contrariedades, llenar el vacío que sentía, colmar su amor.
Pero cuando mi hermano cumplió los diecisiete años y medio, subió a un autobús Wallace Arnold con una guitarra en una mano y una baqueteada maleta en la otra. Llevaba también un bocadillo de jamón y veinte libras en el bolsillo. Y salió para siempre de la vida de mi padre.