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Mi padre, en el invierno de 1968, hizo el viaje a Jerusalén solo. Su madre estaba moribunda en el hospital. Hacía tiempo que se esperaba su muerte.

La familia se mantuvo vigilante todo el día y toda la noche a la cabecera de la cama, pero ella no se movía. Tendida en la blanca cama como un pajarillo, aquella mujer que había sido alta y fuerte, que había traído tantos hijos al mundo, había quedado reducida a casi nada, su piel igual que pergamino, sus huesos livianos como si fueran de ceniza.

A veces a la familia le parecía que parpadeaba. Los ojos vidriosos brillaban detrás de unos párpados no del todo cerrados.

Mi padre asumió los turnos de mediodía y de medianoche. Dormía por la mañana. Por la tarde se paseaba por Jerusalén.

A veces llovía, a veces lucía el sol. Cuando llovía caían repentinos aguaceros, en los cruces de las calles se formaban grandes charcos que hacían difícil cruzarlas. Después volvía a salir el sol, el ligero calor iba en aumento.

Jerusalén cuadraba con su manera de ser: una ciudad que está siempre de luto cualesquiera que sean las circunstancias. Aquel invierno, terminada la guerra, la tristeza había alcanzado su máximo nivel: montañas de escombros en torno a la Ciudad Antigua, el barrio de Mamillah en ruinas. Jerusalén se levantaba sobre las cenizas de su decimoséptima destrucción. La única ciudad que tiene el corazón fuera del cuerpo.

Vagó de un lado a otro de la calle Ben Yehuda. Atravesó el parque Sacher. En Beit HaKerem se encontró con un grupo de muchachos que jugaban al fútbol. Se paró a mirarlos vestido como iba, con su largo abrigo. A uno se le escapó la pelota fuera del campo; él la atrapó y se la devolvió. Sus miradas se encontraron.

Decidió volver andando a Kiriat Shoshan y llegó empapado y exhausto, temblando de pies a cabeza porque, además, no había comido. Batsheva lo hizo sentar en la cocina y le dio una sopa. La casa estaba extrañamente silenciosa.

Observó que los marcos de las ventanas estaban medio podridos. La casa estaba más ruinosa que nunca. En las baldosas del suelo había grietas, las paredes habían adquirido una tonalidad gris uniforme. Todas las puertas chirriaban.

—Le vendría bien una mano de pintura —observó.

Batsheva se encogió de hombros.

En algún lugar de las habitaciones traseras, Saul se movía pesadamente de aquí para allá. Algunas veces, al entrar en el salón, Amnon se encontraba a su hermano tumbado boca arriba en el diván con un brazo sobre los ojos, escuchando la radio. Shoshanah, entre tanto, trajinaba activamente, no paraba de entrar y salir, convencida de ser la que más hacía por su madre, pese a que los médicos le habían dicho y repetido que ya no se podía hacer nada por ella. Pasaba como una exhalación por la cocina, demasiado atareada para comer una sopa; llevaba un vestido verde ceñido como si tuviera que asistir a una reunión de negocios. Salía por la combada puerta trasera de la casa, que dejaba abierta, mientras proseguía la lucha por calarse guantes y sombrero.

Una vez, al llegar al hospital por la noche, se los encontró lavando a su madre. Tuvo una visión fugaz de su cuerpo desnudo, antes de retirarse, confuso, al pasillo. Permaneció sentado media hora con la imagen del cuerpo desnudo de su madre indeleblemente impresa en los ojos de la mente. Se sentía atrapado por el miedo y la certidumbre de su propia muerte.

Más tarde ocupó su puesto de vigilante en la cabecera de la cama y, agobiado por la soledad, escribió una larga carta, la carta contrita y asustada de un huérfano. Escribió: «Esta separación me ha enseñado que si alguna vez tuviéramos que vivir uno sin otro, sería una lucha terrible. No sé si yo lo superaría. Ya no se trata de amor, sino de vida».

Llegó el día y seguía sin producirse cambio alguno. Entró una enfermera, hizo algunas comprobaciones.

—Tiene un corazón fuerte —comentó.

Abandonó el hospital de madrugada y salió al frescor de las mañanas de Jerusalén, acompañado de los barrenderos, de vendedores ambulantes y de alguna que otra mula; unos pocos judíos acudían presurosos a las primeras oraciones. Soplaba una brisa fría; el cielo estaba lívido. Se oían los sonidos habituales de Jerusalén: esquirlas de piedra, voces nasales, campanas. Compró un bagel caliente en una panadería de la calle Jaffa y se lo comió mientras iba camino del autobús.

Le parecía que todos los años de su vida iban cayendo uno sobre otro igual que capas de finísima gasa. El sol en su mejilla era el de su primera infancia.