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Saul declara que el códice lo tiene Cobby; Cobby piensa que lo dejaron en préstamo a Miriam; Miriam dice que se lo devolvieron a Saul. Shloime Goldfarb se limita a negarlo todo. Nadie parece saber dónde está el códice.

Sola en mi habitación, paso revista a los sospechosos. El ladrón podría ser cualquiera de nosotros. Tal vez Sara Malkah lo ha enterrado en su ajuar; o su hermano Yossel lo ha escondido entre sus libros sagrados. Tal vez el nieto de Miriam, simulando indiferencia, urdió una operación secreta. O quizás el rabino Gershom Shepher lo oculta culpablemente en su atiborrado estudio de Mea Shearim porque pretende encontrar en su vedado texto las claves del fin del universo.

Cualquiera de nosotros puede ser el culpable; salvo yo. He respondido a sus preguntas, he prestado toda la ayuda posible. He dejado incluso que registraran mis pertenencias. El testimonio de Dubi puede exculparme; aunque desgraciadamente para él, hace mucho tiempo que ha dejado de seguir el procedimiento: igual que su registro de visitantes es inexistente, hay algunas cámaras que, escandalosamente, han dejado de filmarlo; y habrá que revisar el sistema de seguridad del archivo. Me han eximido de la investigación. Estoy libre de sospecha. ¿Cómo iba a robar algo que después no me podría llevar?

Miriam especula que lo tiene Saul. Es posible que él no reconozca nunca que lo tiene. Se irá con él, piensa Miriam, a su piso de Tiberíades; lo dejará sobre una mesa; no tardará en quedar cubierto por una capa de desechos. Un día levantará el montón de cosas inútiles junto con el libro y lo dejará todo en el suelo, en un rincón; y allí permanecerá años, enterrado cada vez a mayor profundidad mientras el misterio del códice va creciendo más y más, y Cobby, Miriam y Sara Malkah, los detectives, los estudiosos y el Neturei Karta, el inmenso clan de la familia Shepher, se afanan inútilmente en descubrir qué ha sido de él.

Sólo Saul sospechará la verdad.

La familia tampoco osará llevarse el disgusto de volver la vista atrás y examinar aquel milagroso momento, aquella ventana que se abrió, tal vez un solo día, a la oportunidad de vender el códice y salvar la casa.

Y yo me digo: olvídalo, olvídalo. Deja que sus secretos sigan encerrados en su interior. ¿Qué habríamos hecho, en cualquier caso, con la esterilidad de un precepto inmaculado? Por eso, cuando llegó el momento, anhelé y temí a la vez examinar el códice. Prefiero que siga siendo la idea inasequible: la verdad buscada, la revelación perfecta. El cuadro terminado.

Nadie visitará ni pensará en Saul, encerrado en la lejana torre de su soledad. Sólo la asistenta que le prepara la comida vendrá un día para limpiar la mugre del piso abandonado, retirar los montones de periódicos y alimentos putrefactos, las ropas y zapatos viejos, todos los detritos de una vida acabada. Entonces, como es una buena ciudadana y tiene buen corazón, lo meterá todo en bolsas negras y lo llevará al vertedero municipal de basura.