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Tel Aviv, 8 de junio de 1937
Queridos padres:
Acabo de recibir vuestra carta y me siento verdaderamente avergonzado. Hace muchísimo tiempo que no os escribo. Ya que no fui yo quien inició la correspondencia, por lo menos no quiero demorarme en contestar.
Me preguntáis acerca de mi situación actual. En realidad, tengo muy poco que contar. Podría daros noticias mías, pero supongo que para llamarlas verdaderas noticias deberían informar de algo nuevo. Y como no tengo nada nuevo explicar que es muy difícil encontrar palabras para expresarme. Si dejamos a un lado cosas como comer, beber y dormir, queda muy poco que contar. Pese a todo, puedo deciros que mi salud es buena, que «el día es corto, el trabajo grande y los trabajadores holgazanes» —la retribución, sin embargo, no es mucha—, en este aspecto debemos apartarnos del dictamen de los sabios. Tenías razón, padre, cuando me enseñaste a «encontrar un maestro» —como si fuera tan fácil como encontrar alumnos—, ya que estoy enganchado a todos los borricos de Europa, aunque mi único consuelo es que no estoy vendido a ellos como esclavo por seis años. Y además, uno se va y otro viene, lo que no deja de ser un consuelo.
Naturalmente, no tengo intención de abandonar Tel Aviv. Si debo encontrar oportunidades, es más probable que tropiece con ellas aquí que en otro sitio, siempre que no leas demasiadas cosas en la palabra «tropezar». En lo que se refiere a mis planes para el futuro, debo decir que no pienso mucho en ellos. Esperaré circunstancias mejores y más favorables.
No he leído en tu carta una sola palabra con respecto a la situación de casa, por eso te pido que en la próxima, aunque la escribas airado (lo que, naturalmente, no merezco), encuentres espacio para añadir unas cuantas palabras sobre este particular.
Di, por favor, a Miriam que no tardará en recibir carta mía.
Vuestro,
Amnon
Tel Aviv, 15 de agosto de 1937
Mis queridos padres:
Siento mucho que mi última carta os haya preocupado. De haber pensado que os provocaría este efecto, no os la habría enviado. La verdad es que ni siquiera la habría escrito. Fue fruto de un momento ocioso y de un cerebro igualmente ocioso. Me sentía obligado a decir algo y el resultado fue una estupidez. En realidad, no estoy tan deprimido como aparento —ni voy tampoco tan corto de dinero como eso—, sino que sólo bromeaba. Quería matar el diablo a escobazos porque no tenía otra arma a mano.
Ahora estoy tumbado en la playa de Tel Aviv. He dado el gran paso que supone quitarme los zapatos, pero todavía no he chapoteado en el mar. El sol golpea implacable y tendré que levantarme enseguida porque me espera una clase de una hora, pero ahora mismo dudo de si seré capaz de mover las piernas. Mi cuerpo se ha derretido con el calor y tengo la cabeza llena de embrollos que me impiden concentrarme. Pero ya se ha emitido la orden: avanza y acumula... dinero, se entiende, o sea, que debo obedecer a mi Hacedor.
No puedo aceptar el dinero que has tenido la bondad de enviarme. Créeme, me basta con el que tengo y no me hacen falta esas pocas monedas ni las quiero tampoco. ¿Te ofenderás si te devuelvo el regalo? La verdad es que no tengo ningún derecho a recibirlo. Tu bondad es para mí mayor bien que ninguna otra cosa.
Acepta las bendiciones en nombre de
Amnon
Tel Aviv, 2 de septiembre de 1937
Mis queridos padres:
Me apresuro a escribiros esta carta antes de volver a Jerusalén. No puedo discernir los sentimientos que se agitan en mi interior. Me siento feliz, y un momento después me siento desgraciado. Me parece que la vida se acaba y, pasado un momento, tengo la sensación de que acaba de empezar. Si pudiera encontrar una explicación, estaría conforme..., pero no quiero escribir más tonterías, lo único que quiero es ir a Jerusalén, llamar a vuestra puerta y que vosotros mismos veáis lo que no pueden explicar las palabras.
No quiero asustaros con lo que os digo, sólo quiero preguntaros si puede acompañarme una amiga a Kiriat Shoshan. Como no dudo de que accederéis, tendréis el gusto de vernos a los dos dentro de tres días, a mediodía, a contar desde ahora. «¡Y que el Redentor venga a Sion y digamos amén!»
Recibid hasta entonces la bendición de
Amnon
Ella lo había ido a ver para pedirle que le diera lecciones en la pequeña y calurosa habitación de la calle Dizengoff, en cuya ventana, como en otras cien más, colgaba una nota garrapateada que decía: «Man Lehrt Hier Hebraisch». La clase de la joven era a las tres, la del señor Wasserstein a las cinco. Ella llevaba una gruesa chaqueta de invierno que todavía olía a humo de carbón, a pinares y a las lluvias del norte de Europa.
Se llamaba Hannah Entenmann. Era violinista. Se había subido al barco en Hamburgo cargada con su violín. Ahora vivía en casa de su tío, situada sobre un pequeño bazar no lejos de la calle Ben Yehuda.
Su tío lucía una bóveda calva entre dos frondas capilares: era un hombre enjuto, escéptico, desdeñoso. La chica trabajaba en la tienda a cambio de cama y manutención y se encargaba además de limpiar los mocos de los cinco hijos de su tío. También estudiaba hebreo y hacía prácticas de violín. Era una muchacha educada, diligente, hacía siempre los deberes. Se dirigía a su profesor llamándole convencionalmente «señor Shepher» y procuraba mirarlo siempre a los ojos.
El señor Shepher descubrió de pronto que tenía una necesidad regular de betún, cordel, cinta y bombillas, y que podía surtirse de todas esas cosas en el bazar Entenmann, próximo a la calle Ben Yehuda. Al principio solía encontrarla detrás del mostrador; pero enseguida aparecía el señor Entenmann con sus frondas capilares.
Él trataba de atraérsela. Se sentaban en la plaza bajo los sicomoros y la chica aprendía las palabras que significaban «sol», «calor», «sed». Él se esforzaba en hacerla reír, pero ella sólo sonreía.
Una vez la convenció de que tocara para él. En la trastienda llena de polvo, de muebles y de rollos de tela situada detrás del bazar, la chica tocó diez minutos para él solo, pero como si él no estuviera. Se convirtió en una muchacha enamorada de un violín. Él, en un muchacho enamorado de ella.
No era guapa. Tenía oscuros cabellos; sus ojos eran oscuros y ambiguos. A uno y otro lado del pálido rostro le caían los mechones de su agreste cabellera. Llevaba siempre un grueso abrigo, incluso en plena primavera, y sólo se lo sacó, y aun de mala gana, cuando llegó el verano. Era cortés, sonriente, correcta. Tuvo que irla desenroscando poco a poco, como un animal que saliera de la hibernación.
A veces tenía que cancelar la clase del señor Wasserstein.
Las nuevas palabras que ella aprendía adquirían en su boca un acento particular, un acento con el que ya se había familiarizado porque lo oía bullir todo el día a su alrededor en las calles de la ciudad, le llegaba a través de todos los alumnos, aunque en boca de ella le sonaba curiosamente peculiar: más suave y más melódico, extrañamente distorsionado e individual. Le hacía repetir las frases, leer párrafos de libros y periódicos. Cuando se equivocaba, se lo hacía repetir.
Trataba en vano de corregir su pronunciación.
Una vez no apareció y él la esperó media hora sobrecogido de pánico antes de dirigirse al bazar, donde supo que estaba enferma. Después fue al mercado y regresó con melones, uvas, flores. El señor Entenmann aceptó la fruta con mirada sardónica.
No se entendieron. La chica no se presentó a la hora convenida. Él la buscó en el paseo, en el teatro, en la calle Dizengoff, dondequiera que pudiera estar en aquella pequeña ciudad. Cuando volvió a casa, se la encontró esperándolo en la escalera.
Aprendieron cómo se decía «bochorno» en hebreo y en alemán.
Todo aquel verano se entregaron al juego de la amistad. Ella se abría a veces de forma repentina pero completa, súbita, en la confinada y calurosa habitación con las sábanas revueltas y las altas persianas encaradas al sol, mientras el pobre y gordo señor Wasserstein sudaba a mares esperando en las escaleras de la calle; cuando ellos salían, descubrían que ya se había marchado, se había desvanecido (en la acepción literal del término); entonces se iban los dos al café Las Nieves del Líbano a tomar té helado.
La primera vez que la llevó a Jerusalén, ella llevaba un vestido azul de lunares y un pañuelo marrón bordado en la cabeza; las manos que avanzó hacia los cirios del sabbat al hacer la bendición eran de dedos largos y morenos. Tenía una verruga grande en el dedo índice. Miriam lo recuerda bien porque en cuanto vio la verruga le pareció que simbolizaba lo que ella sentía —tenía catorce años y estaba celosa— en relación con la mujer que le robaría a su hermano favorito. Se sentó sin decir palabra en el rincón del salón, mientras los demás reían y charlaban, mientras la familia se sentía cada vez más a gusto y más contenta. Pero ella le miraba el dedo índice y pensaba: «¡Bruja!». Más tarde se asomó al porche, donde la luz de los cirios del sabbat proyectaba largos rombos dorados a través de los listones de las puertas ventanas. Una profunda quietud del sabbat se había instalado en la plaza. Al volver la vista atrás y contemplar la feliz reunión, pensó que había terminado todo de forma irrevocable.
—Era puro egoísmo —me dice sonriendo y mirándome por encima de la taza de agua caliente—. Yo estaba enamorada de él, es la pura verdad. Sé que no hay que admitir ese tipo de cosas, pero... —Se encoge de hombros y, tras una pausa, añade—. Todo muy inocente, por descontado.
Finalmente, él salió también para reunirse con ella en la penumbra del porche, que era sin duda lo que ella buscaba; le preguntó que por qué no estaba con los demás. Ella estaba enfurruñada y no quiso hablar; cuando él intentó tocarle la mejilla, lo rehuyó. Él vaciló un momento en aquella media luz. Al poco rato volvió a meterse dentro.
—¡Fue el momento de la elección! —me dice Miriam riendo—. No es que se tratara propiamente de una elección, eso por descontado, pero... —Parece reflexionar—. Como es natural, un hombre no puede elegir cuando se trata de una hermana.
Después, desde el porche, vio cómo paseaban alrededor de la plaza; vio que se paraban a fumar amparados en la sinagoga. Aun siendo tres años más joven, lo sabía todo de ellos. A la luz del farol de la sinagoga, vio que se besaban.
Al final del sabbat, Hannah tocó el violín para la familia. Ella de pie en las baldosas blancas y negras del salón; ellos, sentados, admirados, en las sillas del comedor y en los divanes, bajo las pinturas de las calles parisinas. ¿Qué interpretó? Miriam no lo recordaba. En la familia no sabían mucho de música. Ella sintió entonces, por debajo del caparazón de los celos, la sensación de algo menos negociable: la primera insinuación de una vida secreta.
—¡En casa todos la queríamos, a todos nos gustaba! Al final hasta a mí me gustaba. Recuerdo que una vez le pedí que me trajera un sombrero de Tel Aviv y me lo trajo la siguiente vez que vino. ¡No se olvidó! Era muy cultivada, tenía un gran talento. Me enseñó a tocar un poco el violín. Sí, no lo pusimos nunca en duda, mi padre estaba completamente seguro.
Y después ya vino lo de: «—¿Cuándo se casarán? ¿Han fijado la fecha?».
¿Quién iba a figurarse que las cosas serían tan diferentes? ¿Quién iba a figurarse que todo cambiaría de la forma que cambió?
Y es que ellos no sabían que él también esperaba, no sabían que también él se sentía confuso. Ella escondía algo, era muy difícil descubrirla: una coneja de ojos negros, esquiva y nerviosa. Una cierva en las calles de la Ciudad Blanca. La persecución, para él, de algo imposible.