9
El taller era frío, endeble, poca cosa más que un improvisado cobertizo construido rudimentariamente con ladrillos y planchas de chapa ondulada; el suelo era de cemento, el tejado tenía un agujero; era uno de esos sitios donde se recoge el ganado. Solitaria, como a punto de iniciar algo, en el suelo había una sierra circular sobre una ligera capa de virutas. Desperdigados en otros rincones, un taladro, una máquina para hacer muescas y un torno.
—Desechos —indicó papá con la cazoleta de la pipa—. Todo recuperado en los escombros de una fábrica bombardeada. Lo construí yo. Me va de perlas.
Amnon parecía relativamente impresionado. Se agachó para examinar el aparato con más atención. Había despertado su interés. La máquina desvelaba al ingeniero que estaba latente en él.
Papá llevaba un abrigo marrón botella y sombrero de fieltro; en aquella época estaba experimentando con la posibilidad de un fino bigotito. El bigote le daba aires de mando, una actitud magistral: el efecto que quería conseguir.
Amnon recorrió con los dedos el mecanismo, el alvéolo gris que alojaba el motor y la hoja.
—¡Ten cuidado con los dedos!
Se levantó; estuvo un minuto observando el equipo con empecinamiento.
—Te parece que sabrás usarlo, ¿verdad?
Se encogió de hombros, su expresión era enfurruñada. ¿Hacía falta aprender? Poca cosa en todo caso, pensó. Asimilaría el procedimiento, aquello era como agua para un pato.
—Aprendo rápido —dijo.
—Me alegra oírlo. Ahora eso está más vacío de lo que querríamos, pero danos tiempo, danos tiempo y verás cómo lo llenamos. Todo eso estará repleto de maquinaria. —Papá mordió la pipa, que tenía apagada: ya habían incendiado el taller una vez. Agarró el brazo de Amnon con gesto protector—. Ven, te enseñaré el patio.
Salieron al exterior, era un solar desolado, salvo por unos pocos tableros al fresco en el ambiente lluvioso.
—De momento todavía fallan los suministros, desde luego —dijo—, pero las cosas van mejorando. Y se necesitarán muebles. Se forman familias, se construyen nuevas viviendas. Fíjate bien en lo que te digo. De ahora en adelante todo irá a mejor.
Bajó la vista y, con aire furtivo, miró las manos de su yerno. En una fracción de segundo hizo de él la estimación justa: fuerte, poco diestro, pero trabajador.
Volvieron andando bajo la lluvia, pasaron junto al cobertizo embreado lleno de desechos, se dirigieron al pequeño despacho que era poco más que un tenderete prefabricado. Allí, bajo el cálido brillo de una bombilla —ya estaba muriendo el día—, los esperaba Hazel con el té recién preparado.
—Te aseguro que van a ser los hombres de negocios los que harán dinero —dijo—. Lo que ese país necesita ahora son empresarios. Tienes que estar en el baile, cazar al vuelo las oportunidades. O corres riesgos y sales vencedor, o te quedas sentado con el sobre de la paga y no sales de obrero en la vida. Dentro de veinte años todos seremos capitalistas.
Siguió al joven al despacho de la fábrica. Hacía calor allí dentro, demasiado calor incluso, el aire estaba viciado; el olor del papel y de la cinta de la máquina de escribir se mezclaba con el del polvo quemado en la estufa eléctrica. La lluvia resbalaba en regueros por las ventanas y tableteaba contra el endeble tejado; allí dentro reinaba una sensación de bienestar y de seguridad. Hazel los recibió con sonrisas y tazones de té fuerte. Llevaba una blusa cerrada de color crema que le sentaba muy bien, el pelo sujeto con una cinta morada.
—¿Qué? ¿Lo has visto todo?
Había ansiedad en sus palabras. Aquí hacía gala de una desconocida confianza, estaba en terreno propio; se encontraba distendida, había recuperado algo de su antigua personalidad. Volvía a ser una colegiala. Volvía a hacer gala de una vieja camaradería con su padre: hablaba con él en tono zalamero, con un acento que Amnon no le conocía.
—¿Qué te ha parecido?
Lo había llevado al norte como quien lleva un trofeo, como el botín de guerra conseguido en la batalla que se exhibe para deslumbrar a la tribu. No habían traído nada, no habían traído nada de nada: sólo la maleta marrón de ella con sus trajes chaqueta y el maltrecho maletín de él. Entre los dos reunían diecisiete libras, nueve chelines y seis peniques. Papá, en un primer momento, se había quedado callado, se había mostrado circunspecto; se sacó la pipa de la boca y hubo un apretón de manos delante de la chimenea mientras observaba lentamente de arriba abajo a su nuevo yerno como si pretendiera hacer una valoración del personaje de una sola ojeada. Mamá se mostró menos reprimida y, cuando le ofreció un cuenco de caldo de pollo, le pasó toda una batería de preguntas importantes; cuando él subió arriba para lavarse las manos, se llevó aparte a Hazel y le murmuró al oído:
—No está mal, pero ¡mira que casarte con un maldito extranjero!
Ahora comenzaría a trabajar en el taller y cobraría un salario de cuatro libras por semana. Aprendió a manejar la sierra circular y el cepillo. Inspeccionaba regularmente las cuchillas y las limpiaba. Se encargaba del mantenimiento de las correas y engrasaba las poleas; trabajaba con la vieja y desprotegida sierra de banco, y perdió las yemas de tres dedos. Comía de pie junto a la caldera unos emparedados de jamón ahumado acompañados de unos tazones de té ambarino.
Se pasaba el día entero trabajando duro en la sierra de banco, cortando, engrosando y rebajando madera. Cepillaba, remataba bordes, encaraba largos. Con el tiempo se doctoró en plantillas y ensamblajes. Aprendió a usar el perforador vertical y el torno. Construyó taburetes y mesas para bares, sólidos tresillos para la emergente clase media. Butacas y sofás, sillas y mesas de comedor para amueblar toda la avalancha de casas nuevas que surgieron como setas al final de la guerra.
Los hombres se llevaban bien con él y lo llamaban ‘Arry, pero sabían que en realidad no era uno más entre ellos. No tenía su mismo nivel en el trabajo, aunque no por ser el yerno del amo. Trabajaba más que ellos, era más inteligente que ellos, se quedaba en el taller hasta más tarde que ellos, era el otro brazo del amo cuando había que cubrir pedidos. Hablaba con un acento extraño, un acento dental no siempre comprensible. Los demás notaban que era extranjero; sentían la diferencia. Pese a todo, advertían que desempeñaba un papel que no le correspondía.
Quizás en la actitud de papá también había algo, a veces chusco y siempre un poco condescendiente, que les revelaba algo sobre el hecho de que viviera allí, aunque ellos habrían sido incapaces de expresarlo con palabras: nunca un verdadero jefe, nunca el amo del todo.
Hazel se sentaba en un taburete del maltrecho despacho, preparaba los salarios y escribía en los libros de contabilidad. Había engordado; había abandonado los trajes chaqueta. Ahora llevaba faldas anchas y blusas de lunares. Por la noche, él caía rendido en la cama, exhausto. Ella se abrazaba en silencio al evocador olor de su espalda.
En la planta baja, metidos en un cajón de un mueble de la cocina, iban amarilleándose y recogiendo polvo los certificados escolares de Amnon.
Se trasladaron a vivir a una vivienda adosada con fachada de ladrillo y puerta trasera por la que pagaban un alquiler de diez chelines por semana. Tenía una carbonera en el patio trasero y un sendero de ceniza. Compraron una nevera; también un Hillman Minx de segunda mano. Él perdía el pelo; el de ella crecía desmesuradamente, se alargaba, perdía forma.
Fueron en coche a la orilla del mar, comieron pescado con patatas fritas en un quiosco de música y permanecieron allí acurrucados bajo la lluvia helada. Eran sus primeras vacaciones de verdad. Bebieron té de un termo, se calentaron mutuamente las manos y contemplaron a través de la ventana chorreante de lluvia el mar gris, impenetrable.
¿Qué pensaba ella entonces cuando lo miraba a los ojos y veía que se había desvanecido de ellos la intensidad de otros tiempos (la prueba está en las fotografías), sustituida por una desilusión permanente? ¿Eran los ojos de un poeta que no escribiría nunca ningún poema, los de alguien cuyos logros permanecerían encerrados para siempre en su interior? Tal vez ella no lo veía o tal vez sólo le miraba las manos, que eran ásperas y encallecidas, perpetuamente impregnadas de aceite (tres dedos con las yemas cercenadas), o los pliegues del rostro, grabados por el torno junto al cual había pasado centenares de horas.
Ella ya tenía lo que siempre había deseado tener: una casa con cuarto de baño y lavadora, un jardín con rosales y un cuadro de césped. Hijos: en eso lo único que consiguió fue sangre, una repetición del trauma, una sucesión de hermanos y hermanas malogrados a medio formar que a veces irrumpen en mis sueños. Ella deseaba sol y seguridad, un saloncito con una alfombra adornada con las clásicas volutas de los patinadores, el café de la tarde. Una casa en las afueras de la ciudad con revestimiento de piedrecillas blancas, un Vauxhall azul y rosa en el camino de entrada.
Papá dictaminó:
—No será nunca un Hepplewhite, pero es muy trabajador. Un poco chapucero, eso sí, pero yo le daría buena nota por la mucha voluntad que pone.
Pero él iba perdiendo las esperanzas al mismo tiempo que el pelo; envejecía. Ella lo miraba a los ojos y veía que se hacía viejo. Se le habían amarilleado los dientes; tenía unos toques plateados en las sienes. Notaba lancinantes punzadas de dolor en la cabeza y en la espalda.
Una noche de las muchas en las que se había quedado trabajando hasta tarde, solo en el gran taller, estaba arreglando el motor averiado de una sierra de banda.
Mientras trabajaba iba pasando revista a su vida.
La vida, que se le había antojado tan vasta y llena de posibilidades, lo había ido acorralando hasta reducirlo a aquel rincón. Un lugar exiguo, opresor, sin salida.
Si volvía la vista atrás, si intentaba dilucidar qué proceso lo había conducido hasta el sitio donde se encontraba, le parecía descubrir a veces la intervención de unas fuerzas cósmicas y omnipotentes que se habían confabulado para tenderle una emboscada. La necesidad lo había empujado, la guerra le había tendido trampas, la economía lo había forzado, el amor lo había embaucado.
En los tiempos de juventud había tomado una decisión irrevocable. En un momento de energía había hecho dar un viraje a su destino.
Ya nada tenía remedio. Lo supo mientras desmontaba el cuerpo eléctrico del aparato e iba conectando y desconectando cables. Las silenciosas máquinas, cada una sujeta como un perro a su correa y a su motor, lo abrumaban con su directa y muda realidad. El olor de las virutas de madera se mezclaba con el de su propio sudor.
Al fin y a la postre, había que admitir que aquel trabajo manual tenía algo de satisfactorio, le proporcionaba la posibilidad de estar solo en el gran taller con las manos untadas de aceite y con serrín en el pelo; solo con máquinas grandes que eran como él, sucias y pertinaces, acostumbradas a trabajar duro, esclavas silenciosas de la situación a la que estaban sometidas... Acopló la sierra de banda al motor de un redundante torno.
Era absurdo afirmar que su vida estaba arruinada cuando tenía una mujer que lo amaba, un negocio en marcha y una casa. Legítimamente habrían podido preguntarle: ¿qué más quieres? ¿Quería tal vez lo imposible, cambiar la historia, hacer marcha atrás y deshacer el tejido de su vida?
Iba, pues, barajando esas cuestiones, dándoles vueltas, ahora hacia delante y ahora hacia atrás, positivo y negativo, mientras retorcía los cables y los ponía en su sitio; mientras cogía la llave inglesa, mientras sujetaba con ella el conector activo, mientras lo traspasaba un dardo eléctrico y lo convertía al instante en palpitante conducto; mientras la fuerza de la corriente lo proyectaba como un muñeco de trapo al otro extremo del taller, supino y fulgente, puros ríos sus venas, negativo-positivo, positivo-negativo...
¿Qué pensamiento cruzó por la cabeza de mi padre entonces, en el momento de su casi-muerte? ¿Qué revelación tuvo al ser lanzado por los aires? Ninguna revelación. Sólo fue un pilar de cemento abatido por un conector activo que sostenía, echando humo, en la mano. Permaneció inconsciente en el suelo, entre virutas de madera. Así, media hora.
Qué media hora tan serena debió de ser aquélla, sumido en el despeñadero del puro olvido, durante la cual mi padre permaneció dormido en el suelo del taller. En el mismo centro de su vida, mientras creía estar muerto.
Pero despertó después y, viendo que aún estaba vivo, se puso tambaleante de pie. Y maltrecho, quemado, exhausto, fluctuante, cerró el taller, se metió en el coche y, temblando, volvió a casa al lado de su dormida esposa.
Las palabras que absorbieron la juventud de mi padre son éstas: ajustar a tope y a cola de milano, rebajo y lijadora, escoplo, cincel, gubia. Atrapado como estaba en la geometría de unas opciones. Amarrado al banco de una realidad que no podía cambiar.